Soldados rezando el rosario en plena Guerra de Malvinas
Por: Lupe Batallán
No fue solo una guerra. Fue una ofrenda. Una generación entera de jóvenes argentinos, muchos de ellos apenas salidos de la adolescencia, partió al sur con una certeza grabada en el alma: que en Malvinas no solo se combatía con armas, sino también con rosarios, con Padrenuestros, con escapularios y estampitas apretadas entre los dedos, con la mirada en el Cielo y los pies hundidos en el barro.
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Y sin embargo, cuando se habla de Argentina, lo que suele llegar al mundo es otra cosa: inflación, elecciones, algún discurso del presidente. Pocas veces se recuerda que el 2 de abril, en este rincón austral del planeta, se conmemora una gesta donde el coraje, la entrega y la fe se entrelazaron como pocas veces en la historia; porque hay una Argentina que duele pero también hay una que enorgullece. Y a veces, caminan juntas. La Guerra de Malvinas fue eso: un dolor profundo, desgarrador, lleno de injusticias. Pero también fue una de las gestas más nobles, más humanas y más espirituales que ha dado esta tierra.
Y fue espiritual no solo por lo simbólico, sino por lo concreto. Porque allá, entre el barro y el hielo, no se luchó solo por una bandera: se luchó con la certeza de que Dios estaba mirando, caminando entre las trincheras. En Malvinas, la fe no fue un consuelo: fue una armadura. Un bastión invisible, pero infranqueable. Los soldados rezaban con los labios partidos por el viento y los dedos entumecidos por el frío, con miedo. Pero aún así, rezaban. Y Dios escuchó. A veces respondió con silencios. Y otras veces, con milagros.
Uno de ellos fue el del teniente Jorge Vizoso Posse. El 9 de junio de 1982, en las afueras de Puerto Argentino, cayó en una emboscada. Una ráfaga lo alcanzó. Una bala se dirigía al cuello. Pero antes de tocar la carne, impactó en su rosario. La cuenta explotó. Él vivió. Los médicos afirmaron que no fue casualidad. El rosario, fundido con el proyectil, se conserva hoy como reliquia: testimonio de lo que muchos consideran una intervención directa de la Virgen.
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Otro caso es el de Jorge Palacios, conscripto del Regimiento 25. El 4 de mayo de 1982, fue sepultado vivo junto a su compañero Raúl Ortiz durante un bombardeo cerca del aeropuerto. Rezó como si su alma dependiera de ello. Y en efecto, dependía. Durante la explosión, una manta que usaban de abrigo, cayó providencialmente sobre ellos, permitiéndoles respirar bajo la tierra. Lo encontraron con vida más de una hora después. Palacios asegura que sintió a la Virgen abrigándolo con su manto. Días más tarde, sus compañeros organizaron una procesión en agradecimiento, en plena guerra.
En Cerro Dos Hermanas, un grupo de soldados argentinos quedó rodeado por las fuerzas británicas. Era de noche, la munición escaseaba y no había rutas seguras para la retirada. Tomaron una decisión desesperada: rezar el Padrenuestro. Apenas terminaron, una niebla densa y repentina descendió sobre el terreno, cuenta el sargento Raúl Ramos. La visibilidad se redujo a metros. Los ingleses perdieron referencia. Y bajo esa cortina inesperada, escaparon. Para los que estuvieron ahí, la oración no solo alivió el alma: abrió un camino donde no lo había.
En varias oportunidades, los soldados organizaron peregrinaciones con la imagen de la Virgen de Luján. La cargaban en andas entre los refugios, la escoltaban con oraciones, la cubrían del viento con una manta. Algunos marchaban descalzos. Otros, con el fusil al hombro, recitaban plegarias entre susurros. En medio del barro, el frío y la guerra, esas peregrinaciones no eran símbolo: eran declaración. La fe no se rendía.
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En ese mismo frente, la pista de aterrizaje de Puerto Argentino fue bombardeada más de cien veces con más de 130 toneladas de explosivos. Era un blanco prioritario. Sin embargo, nunca fue destruida. El entonces teniente coronel Mohamed Alí Seineldín había enterrado allí un rosario, consagrándola a la Virgen. A ese gesto se le atribuye el milagro.
Por otro lado, la vida sacramental fue posible gracias a los veintidós capellanes castrenses que fueron enviados a las islas. Celebraban misa a cielo abierto, entre trincheras y explosiones. En los días más intensos, se celebraban hasta ocho misas diarias. Distribuyeron más de diez mil rosarios. Escuchaban confesiones bajo la lluvia, con el barro hasta la cintura. Por su parte, el padre Vicente Martínez Torrens caminaba kilómetros cada día para llegar a los frentes. Llevaba el cuerpo de Cristo en una cajita. Y una estampa de la Virgen de Luján. No salvaba cuerpos. Salvaba almas.
Y entre los soldados, uno se ganó un apodo que hoy es sagrado: Carlos Gustavo Mosto, el santito de las trincheras. Tenía 23 años, era estudiante avanzado de medicina en la Universidad de la Plata. A pesar de que él no había sido convocado, se ofreció como voluntario para reemplazar a un compañero que tenía miedo. En las islas no solo socorrió heridos: organizó cadenas de oración, alentó a sus compañeros y les recordaba que también había que rezar por el enemigo. Cuatro días antes de morir, llamó a sus padres:
Cuídense, estén juntos, no se olviden de Dios. No recen solo por nosotros. Recen también por el inglés, que también es nuestro hermano. Cayó el 11 de junio durante un bombardeo británico, mientras preparaba café para llevar a los pozos de zorro. Lo encontraron con el rosario aún entre los dedos. Como quien se aferra a su última certeza. Sus cartas revelaban una serenidad profética: decía que probablemente no volvería, pero que no tuvieran miedo, que él iba preparado, con el alma en paz y el corazón en Dios.
Lo que ocurrió en Malvinas fue tan extraordinario que a veces, los que creen son tratados de locos. Lo fueron también los pilotos argentinos. Los “halcones de Malvinas” despegaban sin armamento moderno, y con la posibilidad real de no regresar. Volaban al ras del agua, con maniobras que nunca antes se habían visto. Se decía que eran suicidas, kamikazes, que volaban drogados. Pero el valor no venía de una sustancia, sino de los sacramentos: se confesaban antes de despegar, comulgaban y colgaban sus rosarios en la cabina. Sabían que podían no volver. Pero también sabían que, si morían, era en gracia de Dios.
“No había nada más peligroso que un piloto argentino recién confesado, rumbo a una muerte casi segura”.
Corresponsal de guerra Nicolás Kasanzew:
¿Cómo se pelea contra eso? ¿Cómo se vence a quien ya entregó su alma al Cielo? Luis Puga cayó al mar helado y nadó durante horas. Jorge Philippi se eyectó a mil kilómetros por hora con un paracaídas vencido. Sobrevivieron. No eran de otro mundo. Eran argentinos, de carne, hueso y rosario.
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Y por todo eso hoy toca recordar algunas de las muchas veces que Dios caminó entre los hombres, en las trincheras del Atlántico Sur, para cuidar a una fuerza armada argentina, chiquita y desarmada, que había tenido el coraje de enfrentarse a la Flota Imperial Británica, del mismo modo que alguna vez le dio fuerza a David contra Goliath.
Esa fue la guerra. Desigual, brutal, despareja. Pero también fue el escenario donde lo más alto del alma humana se puso en juego. Donde lo imposible, a veces, sucedía. Donde la fe —aunque parezca increíble— torció el brazo de la técnica.
Malvinas conmueve. No por la guerra sino por el amor y la entrega a la Patria y a Dios. Por esos héroes que se aferraban al escapulario como si fuera la mano de su madre. Porque en Malvinas no solo se luchó por una bandera. También a dar la vida, mirando al Cielo.