En el umbral del Triduo Pascual, el filósofo Horacio Giusto nos invita a redescubrir el Credo de los Apóstoles a la luz de la filosofía tomista. Desde la claridad racional de Santo Tomás de Aquino, cada artículo del Credo se revela no solo como una afirmación de fe, sino como una verdad inteligible, que une razón y revelación en el misterio de la redención.
A través de una profunda exposición filosófica y teológica, el profesor Horacio Giusto nos invita a reflexionar sobre el primer artículo del Credo: “Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra”. Lejos de tratarse de una fórmula vacía repetida mecánicamente en la liturgia, encierra el núcleo de toda la fe cristiana y según Santo Tomás de Aquino, constituye el primero de los tres conocimientos necesarios para la salvación: lo que debemos creer.
El licenciado empieza explicando que el Credo —también llamado símbolo de los Apóstoles— no es una invención posterior, sino una necesidad que surgió desde los comienzos mismos de la Iglesia. En los tiempos apostólicos ya se profesaban fórmulas de fe para distinguir a los verdaderos creyentes. De hecho, la palabra “símbolo” proviene del griego y significa distintivo, contraseña. En la Iglesia primitiva, estas fórmulas eran como pasaportes espirituales que permitían al cristiano identificarse como tal incluso en tierras extranjeras.
Estas profesiones de fe primitivas ya expresaban una estructura trinitaria: fe en Dios Padre, en su Hijo Jesucristo y en el Espíritu Santo. A lo largo de los siglos, esta estructura fue sistematizándose hasta llegar al símbolo niceno-constantinopolitano, que hoy recitamos cada domingo en la Misa. Allí se presentan doce artículos, llamados así por analogía con el cuerpo humano: cada “articulación” es una verdad que estructura la totalidad del cuerpo doctrinal.
La fe es algo más que un asentimiento intelectual. Giusto explica que es, según Santo Tomás, lo que une el alma a Dios de modo tan íntimo como un desposorio espiritual. En el bautismo, lo primero que se profesa es la fe. Sin ella, todo sacramento queda vacío y ninguna virtud tiene raíz verdadera. El profesor señaló que San Agustín advertía que donde falta el conocimiento de la verdad eterna, incluso las costumbres más loables se tornan inútiles, porque están desconectadas de su fuente sobrenatural.
La fe inicia también el camino hacia la vida eterna. Conocer a Dios es la esencia de la bienaventuranza y ese conocimiento comienza aquí, en esta vida, por la fe. Detalla que la fe orienta nuestra vida moral, señalándonos qué es bueno y qué es malo más allá del relativismo. No se trata solo de creer que Dios existe, sino de aceptar que Él es el origen y el fin de todo bien; y que en Él se fundamenta todo orden moral.
En tiempos de tentación, la fe es un escudo. Nos mantiene firmes frente a las seducciones del mundo, la carne y el demonio. Por ella encontramos fortaleza, templanza y dirección incluso cuando la cultura nos empuja en dirección contraria.
Creer en “un solo Dios” es afirmar una verdad profunda y contrarrevolucionaria. No creemos simplemente en una energía o una fuerza superior, sino en un Ser que es acto puro, causa primera y fin último de todas las cosas. Un Dios que no solo crea, sino que ordena y sostiene el universo entero.
Este Dios no es el “gran arquitecto” de los masones ni una entidad que organiza una materia preexistente, como sugerían algunos filósofos antiguos. Es creador ex nihilo, desde la nada, tanto de lo visible como de lo invisible. Frente a los errores del maniqueísmo —que atribuían el mundo material al demonio—, el cristianismo sostiene que todo cuanto existe es obra del Dios bueno. El mal, en todo caso, es ausencia o distorsión del bien, no creación autónoma.
Dios es también providente. Aunque a veces parezca que los justos sufren y los malvados prosperan, esto no contradice su cuidado amoroso. Tal como el médico prescribe tratamientos distintos según el paciente, Dios permite o dispone distintas circunstancias en nuestra vida, siempre con un propósito justo, aunque a menudo incomprensible para nosotros.
Horacio Giusto señala que la negación de Dios o la multiplicación de falsos dioses se debe a la debilidad del entendimiento humano, a la soberbia, a los afectos desordenados y a la acción del demonio. La idolatría moderna no es muy distinta de la antigua: hoy se adora al dinero, al cuerpo, al Estado, a la naturaleza, incluso a la propia voluntad. La Pachamama, el horóscopo, los cultos esotéricos o el ambientalismo radical son manifestaciones actuales de esa desviación que impide al alma reconocer al único Dios verdadero.
Frente a estas confusiones, el Credo afirma que Dios ha creado todo lo que existe. No hay ningún ser, visible o invisible, que no tenga su origen en Él. Esta afirmación excluye cualquier dualismo o politeísmo y reafirma la soberanía absoluta de un solo Dios.
Horacio explica que de la afirmación “Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra” se desprenden implicancias prácticas para la vida cristiana. La primera es la adoración y reverencia ante la majestad divina. Dios es infinitamente superior a su creación; todo lo que nos asombra en el mundo no es más que un pálido reflejo de su belleza.
La segunda es la gratitud. Todo lo que somos y poseemos procede de Dios. Reconocerlo nos aparta del orgullo y nos dispone a vivir con humildad y agradecimiento.
También nace de aquí la paciencia ante el sufrimiento – sin el cual el amor es simplemente estéril. Si Dios gobierna con sabiduría, entonces nada escapa a su voluntad. Las penas pueden purificarnos, humillarnos o enseñarnos a amar más profundamente. Confiar en la providencia es esencial para no desesperar.
Otra consecuencia es el uso ordenado de las cosas. Todo cuanto existe fue creado para la gloria de Dios y para nuestro provecho. Usar las cosas con sobriedad y orientación sobrenatural es una forma de devolverle a Dios lo que es suyo.
Finalmente, nos enseña que el primer artículo del Credo nos recuerda la dignidad del ser humano. Entre todas las criaturas visibles, solo el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios. Esta dignidad permanece incluso después del pecado original. Y en su encarnación, Dios mismo asumió nuestra naturaleza humana, elevándola aún más.
La fe no es una idea abstracta. Es la adhesión viva a una verdad eterna. El primer artículo del Credo no solo define quién es Dios, sino quiénes somos nosotros: criaturas amadas, creadas con propósito, llamadas a la eternidad. En tiempos de confusión, incredulidad y nihilismo, reafirmar que creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, es el primer acto de resistencia espiritual.
Giusto lo explica con claridad tomista y fervor creyente: esta afirmación, aparentemente simple, es el principio de todo el edificio cristiano. Sin ella, la vida se disuelve en el caos. Con ella, todo cobra sentido.
Pueden seguir la clase del Licenciado Giusto con la segunda parte, aquí: