Bajo apariencia de fe, se esconde una de las formas más miserables de abuso: la manipulación espiritual. En un mundo de relaciones cada vez más frágiles, incluso entre fieles, el control afectivo y religioso no solo destruye vínculos, sino que corrompe el corazón mismo de la fe. Denunciarlo no es dividir: es empezar a sanar. Descubre más en este artículo de Lupe Batallán.
Por: Lupe Batallán
Aunque institucionalmente, la Iglesia Católica hace algunos años viene dando especial importancia a la manipulación de consciencia en el ámbito religioso, no siempre el abuso espiritual se da en seminarios, conventos o comunidades religiosas estrictas. Lamentablemente, pasa todos los días, en la cotidianeidad de la vida de los laicos: parejas jóvenes, matrimonios católicos, grupos de oración. Bajo la apariencia de Fe, se camufla uno de los mecanismos más miserables que puede haber: el control afectivo y espiritual sobre el otro. Porque usar a Dios como excusa para dominar al otro no es un exceso de celo apostólico, es un acto brutal de miseria humana.
Vivimos en una sociedad donde florecen las familias disfuncionales y que premia cada vez más individualismo y favorece las relaciones superficiales y descartables, generando el caldo de cultivo perfecto para más dinámicas tóxicas en las relaciones humanas. En ese contexto, aunque se habla muy poco de esto, el abuso espiritual que define como el uso distorsionado de la religión para ejercer poder sobre otro, afectando su capacidad de discernir y ahogando su libertad interior, cobra especial relevancia también en la vida de los fieles. A veces es burdo y brutal; y otras, las peores: sutil, lento, casi imperceptible. No siempre hay gritos o amenazas explícitas. Muchas veces hay culpas sembradas de a poco, “consejos” que pesan como cadenas y amenazas que vienen disfrazadas de citas bíblicas. Y lejos de ser un fenómeno marginal, parasita relaciones comunes todos los días y se ha estudiado y documentado en numerosas investigaciones académicas.
En ese contexto, según el Australian Institute of Family Studies, la manipulación puede adoptar distintas formas, entre las cuales se incluyen: Ridiculizar o burlarse de las creencias religiosas o espirituales de una persona para socavar su identidad y sentido de sí misma o su autoconfianza; aislar a la persona de la adoración comunitaria o limitar sus actividades religiosas; obligar a alguien a convertirse a una religión; utilizar enseñanzas o tradiciones religiosas como justificación para controlar o manipular a una persona, por ejemplo, en decisiones sobre el embarazo y el control de la natalidad, o diciéndole que debe ser más paciente y perdonar; utilizar la religión o textos/enseñanzas religiosas para minimizar, negar o justificar actos de abuso y violencia; y utilizar enseñanzas religiosas para convencer a las personas de quedarse en relaciones abusivas, incluyendo el rechazo o la amenaza de negar un divorcio religioso. Básicamente, encontramos la culpabilización (“si me dejás, estás desobedeciendo a Dios”, “tu forma de proceder me aleja de Jesús”), el gaslighting espiritual (“tu Fe se apaga porque no pensás como yo”), la amenaza de condena (“si no hacés esto, te vas a alejar de Dios”) o la supeditación afectiva (“tu Fe se mide en tu obediencia a mí”, “la Biblia establece que me debés obediencia”).
Y no siempre el que manipula es alguien formado en la Fe. Muchas veces son personas que ni siquiera tienen una Fe consolidada, o que apenas están empezando un camino de conversión o que no creen realmente. Se aprovechan de la sensibilidad religiosa del otro para exigir cambios inmediatos, para imponer su propia visión distorsionada de la Fe o para reclamar obediencia como muestra de amor.
En el fondo, todo esto se alimenta una confusión tan mentirosa como peligrosa: creer que uno es quien convierte al otro, cuando en realidad la conversión es siempre obra libre y soberana de Dios, donde si Él lo quiere —y no por la fuerza—, podremos ser instrumentos. Pero nadie convierte a nadie presionando, forzando, manipulando ni dejándose usar o someter. Ningún vínculo humano, por más íntimo que sea, otorga el derecho de invadir la conciencia ajena o forzar una transformación espiritual. Pretender suplantar la acción divina a través del chantaje afectivo no solo destruye la relación, sino que corrompe la Fe misma y el ejercicio de la libertad.
Según la doctora en psicología especializada en abuso Katharina Anna Fuchs, existen personas con mayor vulnerabilidad para caer en este tipo de abuso:
“La mayoría de las veces son personas que son nuevas en la Fe o que recientemente han sentido una vocación, personas que buscan estabilidad y sentido, que atraviesan una crisis de vida o necesitan ayuda para tomar decisiones importantes; Personas emocionalmente inestables o “quebradas” también están en riesgo. Otro factor de riesgo es haber sufrido previamente otras formas de abuso (físico, emocional, psicológico o sexual)”.
Y todo esto deja heridas muy profundas. Según el Australian Institute of Family Studies, las víctimas de abuso espiritual reportaron baja autoestima, depresión, aislamiento social, ansiedad, miedo, abandono de la asistencia a la iglesia y afectación negativa de su Fe, además de culpa, tristeza, ruptura de relaciones familiares, silenciamiento dentro de la comunidad de Fe y daños a la identidad espiritual o religiosa. En muchos casos, la imagen de Dios se deforma hasta volverse la de un vigilante cruel; la autonomía moral se anula; la Fe, lejos de ser el profundo e íntimo diálogo con Dios, se reduce a un instrumento de dependencia emocional.
Lejos de la percepción común de que estos casos son simples “malentendidos de pareja” o “problemas personales”, los especialistas remarcan que el abuso espiritual tiene patrones objetivos y reconocibles que lo distinguen. En su libro Escaping the Maze of Spiritual Abuse, la psicóloga Lisa Oakley define este patrón como “coerción, manipulación y control en contextos de Fe”.
Frente a todo esto, la doctrina católica no deja espacio para excusas. El Catecismo enseña que la conciencia “es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios”, y afirma que todo ser humano “tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad (…), y no debe ser obligado a actuar contra su conciencia”.
Cuando la religión se usa para doblegar y someter emocionalmente, no solo se violenta la dignidad de la persona, se profana el rostro mismo de Dios. La Fe que resguarda la Iglesia Católica no llama a la esclavitud emocional ni a la obediencia ciega entre seres humanos porque el amor de Cristo, lejos de chantajear, invita en libertad.
La manipulación espiritual no es un acto aislado de mala voluntad ni un error producto de la ingenuidad, es una profunda corrupción de la Fe, una grieta abierta en la transmisión auténtica del Evangelio. Y denunciarlo no es dividir, es empezar a sanar de verdad, porque usar la Fe para controlar a otro no es evangelizar ni amar: es usar y abusar.