Mientras las víctimas de abusos sexuales clericales aún esperan justicia, el cardenal emérito Norberto Rivera ha ganado un amparo para recuperar 1.3 millones de pesos por impuestos pagados en exceso por la compra de dos departamentos en Mítikah, valuados en 20 millones de pesos. A su alrededor, dos de los peores sacerdotes pederastas de México caminaron impunes bajo su sombra.
Esta semana, el nombre de Norberto Rivera Carrera, cardenal emérito y figura central del catolicismo mexicano, reapareció en los titulares. No por una acción pastoral ni por un acto de reconciliación, sino por haber ganado un juicio contra el gobierno de la Ciudad de México para recuperar 1.3 millones de pesos en concepto de impuestos pagados por la adquisición de dos departamentos de lujo en la Torre Mítikah, valuados en 10 millones de pesos cada uno.
La sentencia, emitida por la jueza Blanca Lobo Domínguez, ordena devolverle al cardenal el monto por considerar “desproporcionado” el cobro de derechos de inscripción y el Impuesto Sobre Adquisición de Inmuebles (ISAI). Lo paradójico no es solo la cifra, sino el contexto: mientras lucha por recuperar dinero, la justicia sigue sin llegar para decenas de víctimas de abusos sexuales clericales que él mismo encubrió o ignoró.
Norberto Rivera fue el rostro más poderoso de la Iglesia católica en México entre 1995 y 2017. Como Arzobispo Primado de México, tuvo a su cargo miles de sacerdotes, congregaciones y decisiones institucionales de alto nivel. Pero también, bajo su mando, se protegió a algunos de los peores depredadores sexuales del clero mexicano.
Dos nombres lo acompañan como sombra perpetua: José Víctor Ortiz Montes, su exsecretario personal, y Nicolás Aguilar Rivera, un sacerdote prófugo con más de 120 víctimas documentadas. Ambos acusados de pederastia. Ambos protegidos. Ambos impunes.
Conocido como el “Padre Pepe”, José Víctor Ortiz Montes no era un sacerdote cualquiera. Fue secretario particular de Rivera durante 16 años y luego Canciller de la Arquidiócesis de México. También era miembro de los Cruzados de Cristo Rey, una sociedad clerical con fuertes vínculos con la mal llamada “ultraderecha” mexicana (básicamente sionistas y liberales) y con historial de violencia y pederastia.
Durante años, Ortiz organizó retiros, campamentos y excursiones exclusivamente para varones jóvenes y menores de edad. Allí, según testigos y víctimas, abusaba sexualmente de niños a los que además confesaba y daba la comunión.
La primera denuncia formal llegó en 2003. Otras siguieron entre 2003 y 2017. Sin embargo, la Arquidiócesis, bajo Rivera, no tomó ninguna medida. Fue recién en 2020, con Carlos Aguiar Retes al frente, que se abrió un proceso canónico que terminó en 2023 con la dimisión del estado clerical. El Vaticano lo declaró culpable de pederastia, efebofilia y abuso sexual.
Pero eso no lo llevó a prisión. No hay denuncias formales ante la Fiscalía, ni hay orden de aprehensión vigente. “Padre Pepe” sigue libre.
En 1987, otro caso explosivo estalló. Nicolás Aguilar Rivera, entonces sacerdote en la diócesis de Tehuacán, fue acusado de abusar de varios jóvenes. ¿Qué hizo el obispo de entonces? Lo envió a Los Ángeles, California. Ese obispo era Norberto Rivera.
En menos de un año en EE.UU., abusó de al menos 26 niños, la mayoría monaguillos. Cuando las autoridades estadounidenses comenzaron a investigar, el sacerdote huyó a México con ayuda de sus superiores. Nunca regresó. Jamás fue extraditado. Tampoco fue investigado en México.
Organizaciones civiles estiman que sus víctimas ascienden a más de 120. En declaraciones judiciales recuperadas por CNN en Español, Norberto Rivera admitió que nunca investigó ni colaboró con las autoridades para localizarlo.
La reciente sentencia que favorece a Rivera —ordenando devolverle dinero por sus propiedades de lujo— contrasta con el trato que recibieron las familias de las víctimas de abuso. Ellas tuvieron que exigir durante años que se les notificara la resolución canónica contra Ortiz Montes. La Arquidiócesis solo respondió cuando fue presionada públicamente, y los Cruzados de Cristo Rey difundieron un escueto mensaje por WhatsApp que ni siquiera mencionaba el nombre del agresor.
Ninguna campaña de reparación, ningún fondo de apoyo legal, ni una disculpa pública.
A pesar del caudal de evidencia y su rol directo en el encubrimiento de ambos casos, Norberto Rivera jamás ha sido investigado ni por la justicia mexicana ni por la Santa Sede. Su imagen se mantiene intacta. Celebra misas, posee inmuebles millonarios, y gana litigios fiscales mientras las víctimas siguen esperando una mínima muestra de justicia.
A casi una década de su renuncia como Arzobispo Primado, la herencia de Rivera no es espiritual ni doctrinal. Es una marca de silencio, poder y complicidad. Una Iglesia que no solo protegió a los agresores, sino que los premió con impunidad.