El reciente remake de Lilo & Stitch ofrece mucho más que nostalgia: se convierte en una poderosa parábola sobre la resistencia de la familia natural frente a un Estado cada vez más intrusivo. En tiempos donde la patria potestad es cuestionada y los lazos familiares son socavados por agendas ideológicas, la historia de Lilo y Nani subraya la primacía del hogar como núcleo de amor, autoridad moral y libertad, frente al avance de los modelos colectivistas, sean progresistas o socialistas.
Por: Horacio Giusto
Reciénteme ha salido a versión live-action de Lilo & Stitch (2025), dirigida por Dean Fleischer Camp, una historia que recrea el clásico animado de 2002 con una mezcla de acción real y efectos digitales, manteniendo la esencia emocional de la historia original mientras introduce ciertos elementos culturales y narrativos actualizados (y polémicos). La historia comienza en el planeta Turo, donde el Dr. Jumba Jookiba es juzgado por crear al Experimento 626, una criatura diseñada para la destrucción. Tras escapar, 626 llega a la isla hawaiana de Kauai, donde una niña solitaria llamada Lilo Pelekai lo adopta como mascota y lo nombra “Stitch”.
Ambos desarrollan un vínculo especial que les ayuda a sanar heridas emocionales y a formar una nueva familia. A diferencia de la versión animada, donde se menciona que los padres de Lilo y Nani murieron en un accidente automovilístico, el remake omite detalles explícitos sobre su fallecimiento. En su lugar, se enfoca en la dinámica entre las hermanas y en el sacrificio de Nani, quien renuncia a su sueño de estudiar biología marina para cuidar de Lilo. De hecho, la introducción del personaje de Tūtū, una amiga de la familia, refleja la práctica hawaiana del hanai, una forma tradicional de adopción que enfatiza la crianza comunitaria, siendo esto una ruptura con el modelo tradicional cristiano. Más allá de eso, resulta muy agradable ver a Stitch siendo inicialmente una criatura destructiva y que luego, paulatinamente, comienza a comprender el significado de “ohana” (familia) gracias al amor y la paciencia de Lilo. Tras una serie de eventos que incluyen intentos de captura por parte de Jumba y Pleakley, y la intervención de la Gran Consejera Galáctica, Stitch demuestra su transformación al arriesgar su vida para salvar a Lilo. Por ello al final se le permite quedarse en la Tierra como parte de su nueva familia.
Este remake de Lilo & Stitch, más allá de ser una adaptación nostálgica, puede como una parábola moderna sobre la resistencia de la familia natural frente al poder institucional. En un mundo donde el Estado pretende redefinir lo que es una familia, apropiarse de la educación de los hijos y socavar los lazos espirituales que unen a padres e hijos, la historia de Lilo y Nani aparece como una defensa implícita de los vínculos más profundos que escapan a todo orden material. Nani, la hermana mayor de Lilo, representa la figura de una madre sustituta que asume la responsabilidad de criar a su hermana sin delegar esa tarea al Estado. En la versión live-action, esto se acentúa: Nani renuncia a sus sueños personales para cuidar de Lilo, ejerciendo la patria potestad con sacrificio y amor. Sin embargo, el Estado —representado por el trabajador social y las instituciones que amenazan con separar a las hermanas— aparece como un agente desconfiante, intervencionista, dispuesto a romper ese vínculo bajo el pretexto del “bien superior del menor”. Este conflicto es el mismo que se puede denunciar en la realidad cuando el Estado se atribuye el derecho de decidir quién puede o no criar a un niño, se niega el orden natural de la familia y se sustituye la responsabilidad moral por regulación burocrática.
Stitch, criatura diseñada para destruir, es domesticado no por el aparato estatal galáctico, sino por el amor de una niña y la paciencia de una familia rota, pero real. Su transformación simboliza el triunfo del vínculo emocional y moral sobre el control tecnocrático. Stitch no es corregido con leyes ni reeducación forzada, sino con el lazo familiar que lo contiene.
La tensión entre Nani y los servicios sociales en la película recuerda, en clave simbólica, lo que ya ocurre en el mundo real. En Canadá, los padres pierden la patria potestad si no aceptan la agenda de género impuesta por el Estado. En Venezuela, la familia es disuelta por el hambre, el adoctrinamiento y la intervención estatal. En ambos casos, la autoridad natural del hogar es reemplazada por el poder centralizado. Lilo & Stitch —a pesar de venir de Hollywood, un medio generalmente alineado con el progresismo— narra una historia que, paradójicamente, pone en valor la familia pequeña, autónoma y resistente, enfrentada a sistemas que no comprenden los lazos de sangre y de alma.
No se trata simplemente de “romantizar” una película infantil, sino de observar cómo incluso en la cultura pop emergen verdades que trascienden la ideología: la familia precede al Estado, la moralidad nace en el hogar, y la autoridad parental no puede ser transferida ni usurpada sin consecuencias espirituales y sociales.
Es que ciertamente en nombre del progreso y la equidad, el Estado moderno ha invadido cada rincón de la vida privada. Ha suplantado al padre, corrompido al hijo y erosionado los fundamentos de la civilización occidental, principalmente la familia, la propiedad y la fe. No es una exageración afirmar que la lucha por la patria potestad —el derecho natural y sagrado de los padres a educar y formar a sus hijos según sus valores— es hoy la última línea de defensa frente al colectivismo totalitario, venga este disfrazado de socialismo del siglo XXI o de progresismo woke. La familia no es una construcción social mutable, sino una institución prepolítica, anterior y superior al Estado. La patria potestad no es una concesión del gobierno, sino un derecho natural derivado del orden divino y de la lógica praxeológica de la propiedad privada; el niño, en tanto criatura dependiente y vulnerable, está bajo la custodia de sus padres, quienes tienen no sólo el derecho, sino el deber de guiarlo hacia la virtud y la autosuficiencia.
Nuevamente, véase la ilegitimidad con la que opera por jemplo a Canadá, el laboratorio social de Occidente. Allí, en nombre de los “derechos de los niños” y de la “diversidad de género”, se ha llegado al punto aberrante de permitir que el Estado retire la custodia a padres que no aceptan que su hijo de doce años cambie de sexo. En Columbia Británica, un padre fue literalmente encarcelado por llamar a su hija “ella”, tras haberse negado a validar una transición médica que considera nociva. Esto no es compasión, es tiranía. Es el Estado arrogándose el papel de padre supremo, capaz de redefinir la biología, la moral y la responsabilidad parental. Es una nueva forma de totalitarismo cultural, donde los dogmas ideológicos del Estado progresista tienen primacía sobre los vínculos naturales. El progresismo canadiense ha convertido la libertad en su caricatura: libertad para abortar, cambiar de sexo y destruir tradiciones, pero nunca para educar a tus hijos en la fe y la virtud sin ser perseguido. Al otro extremo del continente, Venezuela ofrece un ejemplo distinto, pero igualmente trágico. Allí no se impone la agenda woke, sino una dictadura socialista que ha pulverizado la economía, destruido la propiedad privada y utilizado el sistema educativo para formar a los niños como soldados ideológicos del chavismo. Cuando una familia no puede alimentar a sus hijos, porque el Estado ha destruido el mercado y las fuentes de ingreso, esa familia pierde toda soberanía real. En los barrios venezolanos, los niños son arrebatados de sus hogares por instituciones estatales o son adoctrinados en “círculos bolivarianos” donde se les enseña que Chávez es su verdadero padre. En Venezuela, el socialismo ha sustituido al padre por el caudillo, al hogar por el colectivo y a Dios por el partido.
La familia católica representa todo lo que la izquierda detesta: jerarquía natural, moral objetiva, responsabilidad individual, y una noción de bien y de mal que no depende del consenso social ni del capricho del legislador. Para un marxista —ya sea clásico o posmoderno— la familia tradicional es un obstáculo para el control estatal, porque enseña valores que trascienden al Estado: lealtad a Dios, respeto a la autoridad legítima y amor por la libertad. Desde Engels hasta Marcuse, la izquierda ha visto en la familia una estructura “represiva” que impide la emancipación del individuo. Pero la emancipación que ofrecen no es libertad, sino esclavitud al Estado, al deseo desenfrenado y a la ideología dominante. Por eso atacan la familia desde todos los flancos: despenalizando el aborto, promoviendo la ideología de género, criminalizando la educación religiosa, e invirtiendo la autoridad moral de los padres. No buscan proteger a los niños, sino separarlos de sus raíces, para hacerlos moldeables, manipulables, útiles al proyecto revolucionario.
La defensa de la patria potestad no es un capricho conservador, sino una cuestión civilizatoria, y curiosamente, la película en marras bien muestra esto. La historia ha demostrado que donde la familia es fuerte, la libertad prospera; y donde el Estado suprime la autoridad parental, se abren las puertas al totalitarismo. Quizás este remake sea un recordatorio para enfrentar un Leviatán con dos rostros: el progresista y el socialista. Ambos pretenden proteger a los niños, pero terminan destruyéndolos, porque destruyen su contexto natural de crecimiento: el hogar fundado en el amor.