En una época donde todas las creencias se equiparan en nombre de la tolerancia, el indiferentismo religioso se infiltra incluso entre quienes dicen combatir el relativismo. Este texto denuncia con claridad esa peligrosa deriva, recordando la enseñanza constante del Magisterio: fuera de la verdad revelada por Cristo, no hay camino seguro hacia la salvación.
Por: Horacio Giusto
No pocas veces encontramos referentes intelectuales y políticos con los que uno puede compartir grandes batalles, sin embargo, siempre es prudente marcar que, en última instancia, si uno combate el relativismo no puede caer en el indiferentismo religioso.
Ya en el año 1824, el Papa León XII denunciaba una secta “que se presenta bajo la delicada apariencia de piedad y liberalidad” y predica “el tolerantismo (como se le suele llamar) o el indiferentismo, no solo en asuntos civiles sino también en la religión”, afirmando que “Dios le ha dado a cada individuo una amplia libertad para abrazar y adoptar, sin peligro para su salvación, la secta u opinión que más le atraiga en base a su juicio privado” (Encíclica Ubi Primum, 5 de mayo de 1824). Pasan los siglos y uno tiene que volver a advertir esto y más cuando se ve a tantos católicos coquetear abiertamente con credos ajenos. Al poco tiempo se publica Quo graviora que es una constitución apostólica del Papa León XII publicada el 13 de marzo de 1826. En ella se prohibió a los católicos unirse a la Francmasonería.
De ese tipo de logias comienza a desarrollarse lo que es un “indiferentismo católico”, producto de una mala compresión de la libertad religiosa. El punto bien se marca en la encíclica que condena el liberalismo católico, escrita por el papa Gregorio XVI y que señala al indiferentismo como uno de los males que afligen a la Iglesia; en términos expreso, el indiferentismo religioso es “opinión perversa, según la cual es posible obtener la salvación eterna del alma por la profesión de cualquier tipo de religión, siempre que se mantenga la moral. (…) Esta fuente vergonzosa de indiferencia da origen a esa proposición absurda y errónea que afirma que la libertad de conciencia debe mantenerse para todos” (Encíclica Mirari Vos Arbitramur, 15 de agosto de 1832).
En la actualidad, como la verdad revelada ya no es reconocida como una norma objetiva y universal que se imponga a toda inteligencia, ha perdido su lugar central en la vida del hombre moderno. Se ha diluido en medio del relativismo cultural, filosófico y moral, convirtiéndose en una opción más entre la multitud de opiniones que circulan en nuestra sociedad. En lugar de aceptar una verdad superior, trascendente y absoluta, cada individuo se siente con el derecho de decidir por sí mismo lo que es verdadero y lo que no lo es. La verdad ya no se busca con humildad, sino que se construye a la medida de los deseos, sentimientos e intereses personales. Como consecuencia, cada conciencia individual se erige como una especie de tribunal supremo que establece su propia norma de conducta, ignorando cualquier autoridad externa, ya sea moral, religiosa o espiritual. La verdad divina, que antes era recibida con reverencia como luz que ilumina el sentido de la existencia, se ve ahora subordinada a los dictados de la conciencia personal, a ese ídolo interior que pretende ocupar el lugar de Dios mismo. En este nuevo paradigma, no es Dios quien revela la verdad al hombre, sino el hombre quien decide qué quiere considerar como verdad, como si pudiera imponer su ley a lo divino. Así, cada persona termina fabricando su propia versión de la verdad, moldeándola según su propia subjetividad. La Revelación Divina es examinada por la conciencia individual, el ídolo moderno: “¡Conciencia, conciencia! Instinto divino, inmortal y celeste voz…” (Rousseau, La profesión de Fe del Vicario Saboyano).
Cuán distinto era San Pablo al transmitir: “Tengo, pues, esta gloria en Cristo Jesús, en las cosas que son de Dios. Porque no me atreveré a hablar de ninguna cosa que no haya hecho Cristo por medio de mí en orden a la obediencia de los gentiles, por palabra y por obra, mediante la virtud de señales y maravillas, y en el poder del Espíritu de Dios, de modo que (…) he anunciado cumplidamente el Evangelio de Cristo, empeñándome de preferencia en no predicarlo donde era conocido ya el nombre de Cristo, para no edificar sobre fundamento ajeno” (Rom. 15, 17-20). De allí se observa la coherencia que debe haber entre la Revelación y el Magisterio por medio de la Tradición; con su firme rechazo al indiferentismo religioso, el Sucesor de San Pedro en la tierra denunció con justicia ese error doctrinal que constituye un grave atentado contra los derechos soberanos de Dios, contra la autoridad de su Iglesia y contra la única religión verdadera, que ha sido establecida como el medio privilegiado para conducir a los hombres a la salvación eterna. En aquel momento, dicha encíclica representó una crítica contundente y bien fundamentada contra las ideas promovidas por Félicité de Lamennais, cuyas propuestas comenzaban a ganar terreno incluso dentro de ciertos ambientes eclesiales.
El Papa Pío IX ya advirtiera “la escandalosa teoría que presenta como indiferente el hecho de pertenecer a cualquier religión, una teoría que está muy en desacuerdo incluso con la razón. A través de esta teoría, esos hombres astutos eliminan toda distinción entre virtud y vicio, verdad y error, acción honorable y vil. Hacen creer que los hombres pueden obtener la salvación eterna mediante la práctica de cualquier religión…” (Carta Encíclica Qui Pluribus, 9 de noviembre de 1846); es el mismo Pío IX que repitió esta condena más dirigiéndose directamente a los obispos de Italia al decir que “es menester recordar y reprender nuevamente el gravísimo error en que míseramente se hallan algunos católicos, al opinar que hombres que viven en el error y ajenos a la verdadera fe y a la unidad católica pueden llegar a la eterna salvación. Esta creencia ciertamente se opone en sumo grado a la doctrina católica” (Encíclica Quanto Conficiamur Moerore, 10 de agosto de 1863).
Es aquel Papa que explicaba cómo “existen, por supuesto, aquellos que sufren ignorancia invencible acerca de nuestra santísima Religión. Al guardar cuidadosamente la ley natural y sus preceptos, esculpidos por Dios en los corazones de todos, y dispuestos a obedecer a Dios llevando una vida honesta y recta, pueden conseguir la vida eterna, por la eficacia de la luz divina y de la gracia; pues Dios, que manifiestamente ve, escudriña y entiende perfectamente los pensamientos, corazones y naturaleza de todos, no consiente en modo alguno, según su suma bondad y clemencia, que nadie sea castigado con eternos suplicios, si no es reo de culpa voluntaria”. Pero esto no otorga a las falsas religiones en las que viven la capacidad de salvarlos; de hecho, si son salvos, será a pesar de estas falsas religiones. Bien conocido es también el dogma católico, a saber, que nadie puede salvarse fuera de la Iglesia católica, y que los consumases contra la autoridad y definiciones de la misma Iglesia, y los pertinazmente divididos de la unidad de la misma Iglesia y del Romano Pontífice, sucesor de Pedro, a quien fue encomendada por el Salvador la guarda de la viña, no pueden alcanzar la eterna salvación.
Conviene recordar que el 8 de diciembre de 1864, Pío IX ordenó publicar las proposiciones que un católico jamás puede defender o propagar. Entre las 80 proposiciones, hay cuatro sobre el indiferentismo:
“Todo hombre es libre para abrazar y profesar la religión que, guiado de la luz de la razón, juzgare por verdadera.” (Proposición 15)
“En el culto de cualquier religión pueden los hombres hallar el camino de la salud eterna y conseguir la eterna salvación.” (Proposición 16)
“Está bien por lo menos esperar la eterna salvación de todos aquellos que no están en la verdadera Iglesia de Cristo.” (Proposición 17)
“El protestantismo no es más que una forma diversa de la misma verdadera religión cristiana, en la cual, lo mismo que en la Iglesia católica, es posible agradar a Dios.” (Proposición 18)
Aunque no utilizó el término de forma explícita, el Papa León XIII condenó claramente el error del indiferentismo religioso al tratar la falsa noción de libertad de conciencia en su encíclica Libertas Praestantissimum (1888). Rechazó la idea de que cada persona pueda elegir adorar a Dios o no hacerlo según su preferencia, afirmando que esa concepción distorsiona el verdadero sentido de la libertad. Para él, la auténtica libertad de conciencia no consiste en hacer lo que a uno le place, sino en la posibilidad de seguir con mayor facilidad, gracias a la ley civil bien ordenada, los mandamientos de la ley eterna, que es la voluntad de Dios. Sus palabras fueron: “Mucho se habla también de la Ilamada libertad de conciencia. Si esta libertad se entiende en el sentido de que es lícito a cada uno, según le plazca, dar o no dar culto a Dios, queda suficientemente refutada con los argumentos expuestos anteriormente. Pero puede entenderse también en el sentido de que todos los hombres en el Estado tienen el derecho de seguir, según su conciencia, la voluntad de Dios y de cumplir sus mandamientos sin impedimento alguno. Esta libertad, la libertad verdadera, la libertad digna de los hijos de Dios, que protege tan gloriosamente la dignidad de la persona humana, está por encima de toda violencia y de toda opresión y ha sido siempre el objeto de los deseos y del amor de la Iglesia. Esta es la libertad que reivindicaron constantemente para sí los apóstoles, ésta es la libertad que confirmaron con sus escritos los apologistas, ésta es la libertad que consagraron con su sangre los innumerables mártires cristianos. Y con razón, porque la suprema autoridad de Dios sobre los hombres y el supremo deber del hombre para con Dios encuentran en esta libertad cristiana un testimonio definitivo.”
La libertad otorga al ser humano su verdadera dignidad cuando está al servicio de la razón, cuando se orienta hacia el bien moral y se encamina con rectitud hacia su destino último. En cambio, cuando el hombre se desvía de ese fin supremo, comienza a destruirse a sí mismo mediante el uso desordenado de su libertad. En realidad, ejercer correctamente la libertad no significa escoger arbitrariamente entre el bien y el mal, sino optar responsablemente por lo mejor entre distintos bienes. Por eso, la Iglesia reconoce como legítimo solo aquello que es conforme a la verdad y a la virtud. Todo lo que contradice la justicia y la verdad no puede reivindicarse como un derecho, aunque en ciertas circunstancias pueda ser tolerado únicamente para evitar un daño mayor o para salvaguardar un bien superior.
Contraria a la auténtica libertad de los hijos de Dios y alejada de una comprensión profunda y recta de la libertad humana, la ideología del indiferentismo —estrechamente vinculada al liberalismo moderno— rechaza toda verdad objetiva y toda ley moral universal, sustituyéndolas por una avalancha de opiniones subjetivas y por la variabilidad caprichosa de la conciencia individual. Esta visión errónea, alimentada por el racionalismo, pretende eliminar toda intervención divina en la historia —como la Revelación o la autoridad de la Iglesia— y pone la razón humana como única medida de verdad, negando así cualquier autoridad trascendente. Cuando se prescinde de la verdadera religión, la mente humana queda desorientada, cayendo inevitablemente en la duda respecto a los dogmas, la Iglesia y los medios establecidos por Dios para la salvación. Llevado a sus últimas consecuencias, este pensamiento desemboca en un escepticismo radical, en el agnosticismo que renuncia al conocimiento de Dios o incluso en un ateísmo práctico que vive como si Él no existiera. La indiferencia religiosa, alimentada por el liberalismo relativista, ha producido una sociedad en la que la cuestión de Dios ya no interesa, y donde reina un vacío espiritual que debilita el alma y oscurece el sentido mismo de la existencia.