Mientras el mundo calla, los cristianos de Sudán resisten entre bombas, hambre y persecución. En un país devastado por la guerra y la indiferencia internacional, la fe católica sobrevive como un susurro de esperanza entre el caos, sostenida por un puñado de sacerdotes y comunidades clandestinas que encarnan el verdadero martirio contemporáneo.
Por: Horacio Giusto
La situación en Sudán es, a todas luces, un dramático recordatorio de cómo el mal, cuando no es contenido por caridad cristiana, engendra estructuras que hieren profundamente la vida del hombre y su sociedad. La guerra civil que desgasta esa tierra martirizada, entre el ejército regular de las Fuerzas Armadas Sudanesas (SAF) y las milicias paramilitares de las Fuerzas de Apoyo Rápido (RSF), se ha tornado no sólo en una lucha por el poder político o los recursos materiales, sino también en un escenario de descomposición moral, donde la dignidad humana es olvidada, y donde los cristianos, y en particular los católicos, son arrinconados a la sombra del sufrimiento y el abandono.
Sudán, nación donde el 97% de la población profesa el islam, ha sido históricamente un terreno difícil para la presencia cristiana. La minoría católica, invisible ante la prensa hegemónica internacional, ha llevado una existencia que recuerda a la de los primeros siglos; es una fe vivida en las grietas, en lo escondido, como semilla plantada en tierra árida. Entre los escasos cristianos —un 2 o 3% del total de la población— los católicos representan una porción que, aunque no cuantitativamente dominante, posee una riqueza histórica y espiritual innegable, heredera de las misiones del siglo XIX, especialmente de la obra evangélica del beato Daniel Comboni. Pero esa semilla está siendo hoy pisoteada por el caos. Desde el estallido de la violencia armada en abril de 2023 y a lo largo del presente 2025, se ha verificado una intensificación del martirio cotidiano de esta Iglesia perseguida. Templos profanados, comunidades dispersadas, escuelas y hospitales cerrados, pastores obligados a huir. La vida parroquial ha sido mutilada. El alma eclesial del país, ya frágil, se encuentra reducida a un mínimo del remanente fiel, sostenido únicamente por la perseverancia de los cristianos que, pese a las bombas y al hambre, siguen reuniéndose (muchas veces clandestinamente) para elevar su oración dominical.
El drama no es sólo espiritual; en verdad la emergencia humanitaria es descomunal. La gran mayoría de la población sobrevive con menos de una comida al día, y más de nueve millones han sido desplazados. Entre estos refugiados, muchos son cristianos, arrancados de sus hogares, empujados hacia el exilio en Egipto, Sudán del Sur o Chad. Y no se trata solamente de una migración geográfica; se trata de una desposesión total, donde el cristiano ya no es reconocido como ciudadano, ni siquiera como ser humano, sino como “otro”, como “enemigo”. Desde el golpe de Estado de octubre de 2021, que truncó la frágil esperanza de un gobierno más respetuoso de la libertad religiosa, el panorama se ha tornado aún más oscuro. La sharía, aunque oficialmente atenuada, sigue siendo un instrumento de opresión. Los cristianos son detenidos sin causa, sometidos a discursos de odio y a intentos de islamización por la fuerza, sobre todo en regiones como Darfur, Kordofán del Sur y el Nilo Azul. Lo que estamos presenciando es una forma de violencia estructural, legitimada por ideologías teocráticas y por la indiferencia del mundo.
Sin embargo, como enseñó san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”. La Iglesia católica en Sudán, organizada en torno a la arquidiócesis de Jartum, continúa su testimonio evangélico, aunque desgarrada y reducida a un remanente. Apenas treinta sacerdotes quedan en todo el país. Pero esa escasez numérica no significa vacío espiritual. Al contrario, cada acto de fe, cada misa celebrada en condiciones precarias, cada gesto de caridad fraterna es un eco de la cruz de Cristo.
El conflicto que azota Sudán no puede comprenderse en su totalidad sin considerar sus dimensiones geopolíticas. Lo que para muchos analistas es una guerra entre facciones militares rivales, es en realidad una lucha en la que confluyen intereses étnicos, ideológicos y económicos. Las RSF, bajo el mando de Mohamed Hamdan Dagalo (alias Hemetti), han consolidado su control sobre zonas estratégicas —como el triángulo fronterizo con Egipto y Libia— con el apoyo del general libio Haftar y el financiamiento de los Emiratos Árabes Unidos. Las SAF, por su parte, han recuperado Jartum gracias al refuerzo de milicias islamistas, en una suerte de retorno del islam político bajo el liderazgo del general al-Burhan.
La dimensión religiosa de esta guerra no puede ser ignorada. Los Hermanos Musulmanes, presentes dentro de las SAF, representan una ideología que considera al cristianismo como una amenaza cultural y moral. Los Emiratos, enfrentados a los Hermanos, financian a las RSF no por aprecio a la libertad religiosa, sino por estrategia regional. El resultado es que los cristianos quedan atrapados entre dos fuegos, víctimas colaterales de una lucha que no busca la justicia, sino la hegemonía. La sofisticación tecnológica de este conflicto —con drones chinos en manos de las RSF y drones turcos utilizados por las SAF— revela hasta qué punto las potencias regionales están jugando una partida geoestratégica en suelo sudanés, sin consideración por la vida humana. Como diría San Agustín, esta es la “ciudad del hombre” en su manifestación más trágica; es una ciudad fundada no sobre el amor de Dios, sino sobre el amor desordenado de sí mismo, que lleva al desprecio del otro.
Frente a esta catástrofe, el papel de la Iglesia no es el de ofrecer soluciones políticas, sino el de dar testimonio de la fe, de la esperanza y de la caridad. Los católicos de Sudán, como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, están llamados a perseverar en medio del sufrimiento, a ofrecer su martirio silencioso por la conversión del mundo. Algunos ven con esperanza una posible partición del país que permita una mayor libertad para los cristianos. Otros ya han partido hacia Sudán del Sur, donde, al menos por ahora, pueden vivir su fe con menos amenazas. Sin embargo, la Iglesia no olvida a los que quedan. Como madre, sigue acompañando con su oración, con su presencia —aunque mermada—, con su fe.