Miles de estadounidenses aseguran haber sido lesionados por las vacunas contra el COVID-19. Sus testimonios, ignorados por el gobierno y silenciados por los medios, revelan un drama humano que no puede seguir siendo negado. Es hora de exigir respuestas, auditorías y justicia para los verdaderos olvidados de la pandemia.
En medio del ruido político, las narrativas polarizadas y el triunfalismo oficial, hay una verdad que sigue sin ser abordada con seriedad: la cantidad de estadounidenses que han sido lesionados por las vacunas contra el COVID-19. Y no hablamos de rumores, ni de teorías conspirativas. Hablamos de ciudadanos reales, con nombres, con historias, con diagnósticos médicos, que hoy claman por algo tan básico como ser escuchados.
El pasado 18 de junio, el Subcomité Senatorial sobre Derechos Humanos celebró una audiencia liderada por el senador republicano Ron Johnson. Allí se escucharon algunos de los testimonios más desgarradores sobre el costo humano de una campaña de vacunación que fue vendida como “infalible” por las agencias de salud y los medios de comunicación. Jóvenes y adultos lesionados, médicos censurados y expertos silenciados expusieron lo que muchos sospechaban desde hace tiempo: no todos los efectos secundarios fueron “leves y temporales”.
La audiencia fue titulada con una contundencia que debería sacudir conciencias: “Abandonados: estadounidenses lesionados por la vacuna contra el COVID-19”. Un título que lo dice todo. Porque lo más doloroso no es sólo la lesión física, sino el abandono sistemático, la negación institucional, y el desprecio mediático.
Una de las testigos, Danielle Baker, ex terapeuta ocupacional, relató entre lágrimas cómo desarrolló el síndrome de Guillain-Barré tras su segunda dosis de la vacuna. Hoy está paralizada del cuello hacia abajo y se comunica a través de un dispositivo adaptado. Perdió su trabajo, su independencia y gran parte de su vida. Y sin embargo, cuando buscó ayuda del sistema, lo único que recibió fue silencio y burla. “Me llamaron antivacunas, extremista, loca”, dijo. “Solo quería respuestas, no una guerra ideológica”.
Otro testimonio vino de Brianne Dressen, madre de familia y profesional de la educación, quien participó en los ensayos clínicos de la vacuna de AstraZeneca en EE.UU. Ella relató que su reacción adversa fue documentada por los propios investigadores, pero que luego fue excluida del informe final y silenciada por la compañía. “El consentimiento informado es una ilusión cuando los efectos secundarios se ocultan deliberadamente”, señaló.
El Dr. Kirk Milhoan, cardiólogo pediátrico, compartió datos clínicos preocupantes sobre la inflamación cardíaca —como la miocarditis y la pericarditis— en jóvenes y adolescentes tras la vacunación. “Sabíamos desde mediados de 2021 que estos efectos eran más frecuentes de lo que se admitía públicamente”, dijo. “Y sin embargo, se siguió promoviendo la vacunación universal, incluso en niños sanos que tenían riesgo casi nulo de morir por COVID-19”.
Todos estos testimonios revelan algo aún más grave: no fue solo un error médico. Fue un sistema completo que falló. Un sistema que incluyó a las grandes farmacéuticas, los CDC, la FDA, el NIH, los gigantes tecnológicos, los medios de comunicación y buena parte del aparato gubernamental. Se impuso una narrativa única, sin espacio para el disenso ni para la prudencia. Se censuró a médicos, se persiguió a científicos, se suspendieron licencias por atreverse a preguntar.
El senador Johnson lo dijo sin rodeos: “Nuestra confianza pública ha sido traicionada por las agencias que se supone debían protegernos. Millones de personas pueden haber sido lesionadas por estas vacunas, y el gobierno ha hecho todo lo posible por ocultarlo”.
Los lesionados por la vacuna no tienen cobertura médica adecuada, no reciben compensaciones dignas, y no existen programas estatales que les den seguimiento. El Programa Nacional de Compensación por Lesiones por Contramedidas (CICP), que supuestamente debía atender estos casos, ha rechazado o ignorado más del 97% de las solicitudes. Hasta la fecha, menos de 100 personas han recibido algún tipo de compensación. Y las cifras oficiales siguen sin reflejar la magnitud del problema.
El silencio tiene consecuencias. Personas que confiaron en el sistema, que obedecieron las indicaciones del gobierno, que se vacunaron por proteger a los suyos, hoy viven con dolor crónico, problemas neurológicos, inflamación cardíaca, parálisis, trastornos autoinmunes… y, sobre todo, con la certeza de que fueron abandonados.
No se trata de negar la existencia del COVID-19 ni de rechazar toda forma de vacunación. Se trata de decir la verdad. De asumir que el discurso de “seguro y eficaz” fue, en muchos casos, una exageración irresponsable. Y de reconocer que hubo —y sigue habiendo— víctimas.
La ciencia verdadera no le teme al escrutinio. Y una democracia sana no debería castigar a quienes hacen preguntas. ¿Dónde están los estudios longitudinales? ¿Por qué no se ha hecho una auditoría federal sobre efectos adversos? ¿Cuántos más deben enfermar para que los CDC admitan que la política de vacunación masiva, sin personalización, sin seguimiento, fue un error?
Estados Unidos debe dejar de mirar hacia otro lado. Necesitamos cifras reales, seguimiento médico y psicológico, mecanismos de compensación eficientes, y sobre todo, transparencia. El país que invirtió miles de millones en distribuir vacunas debe ahora invertir en conocer su impacto. Si el argumento fue siempre “la salud pública”, ¿acaso estas personas no merecen formar parte de ella?
Es momento de exigir justicia, verdad y reparación para los olvidados de la pandemia. Porque no hay nada más peligroso que un gobierno que obliga, y luego niega. Y porque la historia juzgará no sólo a quienes causaron el daño, sino a quienes lo encubrieron.