Durante su presidencia, Donald Trump impulsó una medida silenciosa pero significativa: facilitar que los seguros médicos de empleados federales incluyeran cobertura para tratamientos de fertilización in vitro (FIV). Según reveló CatholicVote a través de fuentes anónimas, esta decisión se tomó durante su administración sin publicidad mediática ni campaña institucional. A diferencia de otras políticas, esta se gestionó con bajo perfil, quizás para evitar controversias tanto entre sus críticos como entre los sectores provida que tienen serias objeciones éticas frente a la FIV.
La FIV no es una práctica aceptada por la doctrina católica. Implica la manipulación artificial de la vida humana, el descarte de embriones y, en muchos casos, la criopreservación de seres humanos en estado embrionario. Por eso, desde una perspectiva provida coherente, no se puede presentar esta medida como una victoria moral.
Sin embargo, hay algo que la distingue del enfoque progresista: no se impuso, no se convirtió en una campaña ideológica y, sobre todo, no se financió con el dinero de los contribuyentes de forma abusiva. Se trató de una ampliación de cobertura médica dentro de seguros federales existentes, lo que la separa radicalmente de las políticas demócratas que, bajo la etiqueta de “salud reproductiva”, exigen que el aborto sea gratuito, obligatorio y celebrado.
Resulta revelador que una medida de este calibre no haya sido destacada por los grandes medios ni por los portavoces de políticas “pro-familia”. La administración Trump no lo presentó como un logro, y tampoco lo instrumentalizó como herramienta electoral. A diferencia de las acciones del Partido Demócrata, que convierten cada decisión en un arma de propaganda, esta política pasó desapercibida.
El hecho de que CatholicVote haya sido una de las únicas fuentes en darla a conocer demuestra dos cosas: que la medida fue real, y que molestaría tanto a la izquierda como a los sectores provida más ortodoxos. Sin embargo, no por eso deja de ser relevante para el debate público: muestra que es posible facilitar el acceso a servicios médicos sin transformar el Estado en promotor de una ideología.
Durante su mandato, Trump fue el primer presidente en participar en la Marcha por la Vida, y sus decisiones en materia de política internacional —como cortar fondos a organizaciones abortistas como la IPPF— fueron coherentes con la defensa de la vida. Pero también mostró ambigüedades: elogió decisiones judiciales que defendían la FIV, y no dudó en respaldar a parejas que usaron este método para concebir.
Esta contradicción refleja una postura más pragmática que doctrinal. Trump no es un político provida en el sentido estricto, pero al menos no se sumó a la corriente que exige aborto gratuito y obligatorio como “derecho humano”. En un panorama donde la izquierda pro-choice avanza sin límites, esa diferencia no es menor.
El verdadero problema no es que una administración facilite el acceso a tratamientos de fertilidad —aunque estos deban ser evaluados desde la ética cristiana—, sino que se normalice el aborto como solución fácil. Mientras los progresistas financian abortos tardíos con dinero público, Trump optó por no imponer nada: ni prohibiciones extremas, ni imposiciones ideológicas.
La cultura de la vida no se construye únicamente con leyes restrictivas, sino también con políticas que dignifiquen la maternidad, la familia y el deseo legítimo de tener hijos. Aunque la FIV no sea la respuesta moralmente adecuada, esta medida abre un debate más amplio: ¿qué políticas públicas realmente ayudan a las familias sin cruzar las líneas rojas de la ética?