Eduardo Verástegui expone sin filtros por qué la fe católica no puede quedarse al margen de la vida pública. Desde sus raíces familiares y cinematográficas hasta su reciente incursión en la política, Verástegui denuncia la persecución ideológica, reivindica el legado cristiano de México y llama a los católicos a dejar la tibieza para asumir su deber con Dios, con la verdad y con la patria.
Ser católico no es una etiqueta, es una misión que compromete toda nuestra vida. Cristo no nos llamó a la tibieza. La fe no se esconde, se vive, se profesa y se defiende en todas las dimensiones de la existencia, incluida la vida pública. El Catecismo de la Iglesia Católica es claro: “Los ciudadanos deben cuanto sea posible tomar parte activa en la vida pública” (CIC 1915).
Esto no es un consejo opcional, es un mandato moral. Nuestra fe no es un asunto privado desligado de la sociedad; al contrario, nos impulsa a buscar el bien común, la justicia y la dignidad de toda persona humana.
En México, millones de católicos tienen miedo, a veces, incluso a decir que son católicos. Y no es cosa menor. Vivimos en el país que vivió y sufrió la guerra cristera, el país de mártires como Anacleto González Flores, que prefirió el martirio antes que claudicar en su fe. Y tú, que lees esto, llevas en la sangre la herencia de esa valentía. Esa historia forma parte de nuestras raíces y es parte de nuestra identidad nacional. No debemos olvidarla ni permitir que se distorsione.
En redes sociales me ha tocado leer cientos de comentarios insultándome por hablar de mi fe. Me han llamado “fascista”, me han acusado de querer cambiar la Constitución de mi país por la Biblia, de querer imponer mis creencias a los demás y de quién sabe cuántas cosas más. Y no solo a mí, sino a miles de hermanos católicos simplemente por asumirse como tales.
Nuestra historia nacional está marcada por la fe católica. Muchos de los que hoy nos atacan por creer en lo que creemos son los mismos que cada 15 de septiembre celebran la Independencia de México, ondean nuestra hermosa bandera el grito de “¡Viva México!” en plazas abarrotadas. Son los mismos que aplauden desfiles donde hombres y niños se disfrazan de Miguel Hidalgo, un sacerdote católico a quien la historia oficial que nos cuenta el Estado, a conveniencia, llama “el padre de la patria”, pero no presume que levantó un estandarte de la Virgen de Guadalupe en mano y que en realidad gritó “¡Viva Fernando VII!”, el rey de España.
Y no solo eso, veneran a José María Morelos y Pavón, también sacerdote, cuya figura aparece en el billete de 50 pesos. Incluso ahí, en letras visibles, están escritas sus palabras en Los Sentimientos de la Nación: “Que la Religión Católica sea la única, sin tolerancia de otras” y “Que el dogma sea sostenido por la Jerarquía de la Iglesia, que son el Papa, los Obispos y los Curas, porque se debe arrancar toda planta que Dios no plantó”.
Sin embargo, el Estado mexicano actual, encabezado por la transformación de cuarta, aunque lo toma por héroe de la patria, prefiere ignorar que fue sacerdote y que expresó esas ideas con toda claridad. Podemos sentarnos en otro momento a analizar lo correcto o incorrecto de esas palabras, tomando siempre en cuenta el contexto histórico y la época, y reconociendo que hoy no estamos de acuerdo con imponer la fe católica, mucho menos valiéndonos de la fuerza del Estado. Pero tenemos que decir la verdad.
Presumen a Benito Juárez como un héroe indiscutible y le llaman “El Benemérito de las Américas”. Aparece en el billete de 20 pesos, un símbolo que millones llevan en su cartera y portan con orgullo, pero olvidan, o prefieren callar, que Juárez fue un masón declarado, cuya acción política marcó una de las etapas más dolorosas para la Iglesia católica en México. Fue él quien impulsó y ejecutó las Leyes de Reforma. Leyes que no solo despojaron a la Iglesia de sus propiedades, sino que también expulsaron a obispos y sacerdotes, cerraron conventos y seminarios, y buscaron erradicar la influencia religiosa en la vida pública y social.
Lo que muchos ignoran es que Juárez, en su niñez, fue acogido por el padre franciscano Antonio Salanueva, quien le enseñó a leer y escribir. Además, Juárez estudió en el seminario, donde recibió formación en filosofía, teología y latín. Con todo y esto, siguen presentándolo como un héroe intachable.
Presumen el Himno Nacional Mexicano con fervor patriótico, pero ignoran o prefieren olvidar que su letra fue escrita por Francisco González Bocanegra, un mexicano de padre español y madre mexicana. La música fue compuesta por Jaime Nunó, un músico español que entregó su talento para dar vida a un himno que hoy millones entonamos con orgullo. Y me parece importante mencionar que, para cuando el Himno Nacional Mexicano apenas comenzaba a tomar forma, la Independencia ya se había consumado.
Es irónico que muchos políticos en el poder, los mismos de siempre, canten esas estrofas con el pecho inflado, exaltando el orgullo nacional, mientras reniegan de España y de todo el legado cultural, espiritual y artístico que esa herencia hispana dejó en México. Reniegan de la lengua que hablamos, eso sí, en español. Reniegan de la religión, reniegan hasta de las instituciones que, a pesar de sus errores, construyeron buena parte de nuestra identidad histórica.
Nuestro patrimonio cultural, desde catedrales y acueductos hasta tradiciones y fiestas populares, no se entiende sin la fe católica. Negar esta realidad es amputar una parte esencial de nuestra identidad como nación.
Tomando en cuenta todo esto, ¿vamos a permitir que nos sigan diciendo que nuestra fe no tiene lugar en la vida pública? La fe católica no es un adorno del pasado, está en nuestras raíces, en nuestra historia, en nuestros héroes, en nuestras fiestas y en nuestras tradiciones. Negarlo no solo es ignorancia, es traicionar la verdad histórica de México.
De verdad, meterme en la política no estaba en mis planes. Pero Dios fue abriendo puertas y, paso a paso, descubrí una vocación que no podía ignorar. En 2005, como actor y productor, tuve el honor de realizar una película que transformó la vida de muchas personas, incluida la mía: Bella, ganadora del Festival Internacional de Cine de Toronto en 2006. Esa experiencia me mostró que el cine podía ir más allá del entretenimiento. El cine podía unir arte, ética y compromiso al servicio de las personas, de pueblos enteros y de nuestras naciones.
En 2015 estrenamos Little Boy y, más tarde, el 4 de julio de 2023, Sound of Freedom. Esta última producción me confrontó de lleno con la espantosa realidad del tráfico sexual. Fue entonces cuando entendí que debía dar un paso más. Inspirado por el mensaje de la película, decidí registrarme como aspirante a candidato independiente a la Presidencia de México.
No lo hice por ambición personal ni por un deseo de poder, sino porque no veía a nadie en la contienda que defendiera con firmeza la vida, la protección de los niños víctimas de trata, la familia, la fe y las libertades fundamentales.
Ese día, un 7 de septiembre de 2023, tomé la decisión de dar una batalla que otros no estaban dispuestos a dar. Y esa decisión cambió mi vida.
Como católico y guadalupano, comencé a leer las encíclicas del Papa León XIII y, a partir de ahí, me interesé en los escritos de todos los sumos pontífices que han reflexionado sobre la política. Una política que, cuando se ejerce desde la verdad y el bien común, es también un servicio a Dios y a la Patria.
La Iglesia nos ha enseñado que la política no es un espacio ajeno a la fe, sino un ámbito donde el cristiano está llamado a actuar para promover el bien común y la justicia. Todos estamos llamados a servir de diversas maneras, pero la participación política no es una opción secundaria o aislada; es una responsabilidad que nace de la propia dignidad humana y de la vocación de servir a Dios y a la Patria.
En la encíclica Immortale Dei (1885), el Papa León XIII señaló con claridad que:
“El derecho de mandar no está necesariamente vinculado a una u otra forma de gobierno. La elección de una u otra forma política es posible y lícita, con tal que esta forma garantice eficazmente el bien común y la utilidad de todos.”
Este reconocimiento deja claro que la forma de gobierno no es lo esencial, sino que el poder político debe estar al servicio del bien común, algo que toda conciencia católica debe buscar promover y defender activamente. En la misma línea, León XIII, en su carta Diuturnum Illud sobre la autoridad política, reafirmó que el ejercicio legítimo del poder debe basarse en el respeto a la ley moral natural y al orden divino, siendo los gobernantes responsables ante Dios y ante la sociedad.
Familia, nos llaman fascistas, pero miles de católicos combatieron el fascismo. Quien crea que los católicos no somos perseguidos de diversas formas tiene que abrir los ojos. Los católicos somos mayoría. Representamos aproximadamente el 77% de la población mexicana, pero no estamos unidos ni lo suficientemente formados.
Así como un atleta no entra a la competencia sin entrenamiento, nosotros tampoco podemos entrar en la vida pública sin oración, sin formación y sin fortaleza espiritual. Nos dicen que en la política no se debe hablar de Dios, de fe o de moral objetiva. Basta de avergonzarnos de nuestra fe. La fe bien vivida nos eleva, ennoblece y fortalece el compromiso con el bien común.
Los católicos no vamos a pedir perdón por creer en Dios. Ni debemos ni vamos a dejar la política en manos de quienes quieren borrar a Dios de la historia. No venimos a imponer, pero tampoco a escondernos. Venimos a servir.
Un país lleno de fe merece representantes llenos de fe. ¿Quién se suma? ¡Viva México!