La madrugada del 11 de agosto de 2025 Colombia amaneció de luto. Miguel Uribe Turbay, joven senador y figura emergente de la derecha colombiana, falleció a las 2 de la mañana tras más de dos meses de agonía, consecuencia del ataque armado que sufrió el 7 de junio en Fontibón, Bogotá. El crimen no solo arrebató la vida de uno de los políticos más preparados y prometedores del país, sino que expuso con crudeza el clima de odio, inseguridad y persecución política que se vive bajo el gobierno de Gustavo Petro.
Nacido en 1986, Miguel Uribe cargaba desde niño con la marca de la violencia política: su madre, la periodista Diana Turbay, fue asesinada en 1991 por grupos armados, y su abuelo fue el expresidente Julio César Turbay Ayala. Con una sólida formación académica —graduado en la Universidad de Los Andes y con una maestría en Política Pública en Harvard—, Uribe se convirtió en concejal de Bogotá a sus veintitantos años y fue un férreo opositor de Petro desde entonces.
Como senador del Centro Democrático, no dudó en denunciar lo que consideraba abusos de poder del actual presidente, llegando incluso a acusarlo de promover un “golpe de Estado” al impulsar una consulta popular sin aprobación del Congreso. Su determinación lo posicionó como el precandidato presidencial más fuerte de su partido, por encima de figuras históricas como María Fernanda Cabal.
El 7 de junio de 2025, al salir de un evento de campaña, Uribe fue interceptado y recibió dos disparos en la cabeza y uno en la pierna. Tras ser atendido de urgencia y trasladado a la Fundación Santa Fe, su estado se mantuvo crítico. Una hemorragia cerebral el 16 de junio agravó su situación, hasta que finalmente perdió la vida. Durante su hospitalización, miles de colombianos realizaron vigilias y marchas silenciosas pidiendo su recuperación, en un acto simbólico contra la violencia política.
Las investigaciones revelaron que el autor material era un menor de 14 años, quien aceptó su responsabilidad en un video. Por su edad, la condena máxima que enfrentaba era de apenas ocho años en un centro especializado para infractores juveniles. Este hecho puso en evidencia cómo las redes criminales utilizan menores para ejecutar asesinatos políticos, asegurándose así penas mínimas.
Hoy ofrecemos una oración por el alma de Miguel Uribe, quien recibió un balazo en la cabeza en un mitin el 07 de junio.
— VotoCatolico (@votocatolicousa) August 12, 2025
Cabe recordar cómo el Presidente de dicho país, el M19 Gustavo Petro, defendió al menor responsable del ataque.
Qué Colombia no vuelva a elegir a quienes… pic.twitter.com/uvGDFlFqoX
La indignación nacional creció cuando, lejos de condenar con firmeza el ataque, Gustavo Petro tuvo la osadía de pronunciarse defendiendo al menor homicida. En lugar de solidarizarse con la familia y exigir la máxima sanción posible, el presidente se centró en minimizar la implicación del joven, alegando que “era víctima de las circunstancias” y cuestionando que se le tratara como un asesino político. Este discurso, alineado con su política de “paz total”, no solo blanquea un acto de terrorismo, sino que envía un mensaje devastador: en Colombia, bajo su gobierno, matar a un opositor puede salir barato si eres útil para la narrativa oficial.
Defender al menor que ejecutó un asesinato a sangre fría contra un líder de la oposición es, en la práctica, legitimar la violencia como herramienta política. La postura de Petro confirma que su “paz” es selectiva, dirigida a proteger a delincuentes mientras se persigue o deslegitima a quienes lo enfrentan en el debate democrático.
El crimen de Uribe recuerda los días más sombríos de los 80 y 90, cuando el narcoterrorismo y las guerrillas segaban la vida de candidatos presidenciales como Luis Carlos Galán. Ahora, la historia se repite y la mano del poder parece más interesada en proteger a los perpetradores que en garantizar justicia.
La muerte de Uribe no solo reconfigura el panorama electoral de 2026, dejando huérfano de liderazgo al Centro Democrático, sino que reabre un debate urgente sobre la seguridad de la oposición y la vigencia real de la democracia en Colombia.
El asesinato de Miguel Uribe es una herida abierta que no cicatrizará mientras el Estado, en lugar de castigar, justifique al asesino. Colombia enfrenta un momento decisivo: o se permite que la violencia siga dictando las reglas del juego político, o se defiende con firmeza la vida, la ley y la libertad de expresión.
Uribe fue silenciado por las balas, pero su voz —y el coraje con el que enfrentó al poder— sigue resonando como un llamado a resistir la tiranía disfrazada de progresismo. Su muerte debe convertirse en un punto de inflexión para que Colombia diga basta, no solo al terrorismo, sino a los gobernantes que lo amparan.