En medio del auge tecnológico que pretende dominar cada aspecto de la vida humana, la startup Nucleus Embryo se ha convertido en uno de los actores más llamativos. Bajo el pretexto de ofrecer a los padres un hijo “perfecto”, la empresa comercializa pruebas avanzadas para seleccionar embriones, cruzando los límites que hasta hace poco todavía parecían infranqueables.
Lo que comenzó hace apenas cinco años como un proyecto médico con Nucleus Genomics, orientado a prevenir enfermedades genéticas graves, se ha transformado, como suele ocurrir cuando se juega con la vida humana, en una deriva mucho más peligrosa. Hoy, bajo su nueva filial, Nucleus Embryo, la compañía se presenta con orgullo en la red X como pionera en el terreno de la reproducción asistida, apoyándose en algoritmos y en inteligencia artificial para analizar embriones concebidos in vitro.
La promesa suena tentadora al descartar enfermedades y, al mismo tiempo, elegir al hijo con mayores “posibilidades” de éxito. Los algoritmos pretenden anticipar no sólo la salud física, sino también rasgos como la inteligencia, la estatura, e incluso aspectos puramente estéticos como el color de los ojos o del cabello. No es extraño que muchos padres, en sociedades obsesionadas con el rendimiento y la apariencia, caigan en la ilusión de que pueden “optimizar” a sus hijos antes de nacer. Pero detrás del brillo tecnológico se esconde una realidad inquietante por cuanto este tipo de prácticas no es otra cosa que una forma moderna de eugenesia, donde el niño es reducido a objeto de consumo, moldeado según los deseos de los adultos. Hoy, en lugar de acoger la vida como un don, se fabrica un producto a la medida y en ese proceso, la riqueza de la diversidad humana se sacrifica en favor de un ideal artificial, que cambia según las modas o, peor aún, según intereses políticos y económicos.
Además, desde el punto de vista estrictamente científico, los límites son claros. Si bien es cierto que estas pruebas pueden detectar enfermedades genéticas bien identificadas, pretender medir la inteligencia o prever talentos a partir de algoritmos no es más que especulación. Los padres que se dejen seducir por estas promesas corren el riesgo de basar decisiones trascendentales en modelos frágiles, cuando no engañosos.
Las consecuencias sociales también son graves. Si se normaliza la selección de embriones por criterios de apariencia o supuestas capacidades, se crea inevitablemente una visión reductiva del ser humano. La vida ya no se valora por lo que es, sino por lo que promete ofrecer y en este esquema, muchos quedarán descartados simplemente por no ajustarse a un patrón idealizado.
A todo esto se suma la enorme laguna legal por cuanto que en Estados Unidos, donde opera Nucleus Embryo, las regulaciones en materia de reproducción asistida son laxas y fragmentarias, lo que deja vía libre a este tipo de iniciativas sin un marco ético sólido. Europa, con leyes más restrictivas, no es inmune ya que allí hay clínicas privadas y redes internacionales pueden importar fácilmente estas prácticas. Incluso en Francia, donde la bioética todavía prohíbe seleccionar embriones por motivos no médicos, la presión cultural y política deja entrever que estas barreras podrían caer más pronto que tarde.
Pero la raíz del problema va más allá de las leyes. Como bien advirtió la Iglesia desde hace décadas, el verdadero desvío comenzó al aceptar la fecundación fuera del acto conyugal, transformando el origen de la vida humana en un proceso técnico gestionado por laboratorios. Todo lo demás (la manipulación genética, la comercialización de embriones, la gestación subrogada, la eutanasia) no son más que consecuencias de ese primer paso, de esa ruptura con el orden natural querido por Dios. Pío XII lo vio con claridad ya en su tiempo al sostener que el abrir la puerta a la fecundación artificial era abrir la puerta a todos estos abusos. Hoy, al contemplar cómo se desarrolla esta carrera hacia el control total de la concepción humana, no cabe duda de que tenía razón.