En tiempos de narcisismo social, la filosofía de la alteridad invita a redescubrir al otro como don y reflejo de Dios. Más allá de modas posmodernas, la tradición cristiana ofrece una comprensión profunda de la alteridad: cada ser humano, creado a imagen de Dios, es un prójimo al que estamos llamados a amar. Frente a un mundo fragmentado y ensimismado, esta visión propone una comunión basada en la dignidad, la responsabilidad y el encuentro.
Por: Horacio Giusto
La alteridad es entendida, en términos simples, como la experiencia del otro en su diferencia radical y es uno de los conceptos más fecundos y complejos del pensamiento filosófico contemporáneo. Es interesante poder entender esta noción del otro en un mundo marcado por el individualismo, la incomunicación y la fragmentación. Ciertamente que pensar ello nos llevaría a preguntarnos finalmente quién es el otro.
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Etimológicamente, la palabra “alteridad” proviene del latín “alter”, que significa “otro”. Desde el punto de vista filosófico, la alteridad no se refiere simplemente a cualquier diferencia accidental entre individuos, sino a la presencia irreductible del otro como un ser autónomo que hace al “no yo”, es decir, hay una diferencia radical entre el “yo” y todo aquel que sea “no yo”. Véase lo complejo de esta noción si consideramos que, en la tradición moderna, el pensamiento sobre el otro ha sido frecuentemente instrumentalizado o subordinado al sujeto, es decir, al “yo”. Así pues, Descartes, por ejemplo, fundó la filosofía moderna sobre el “cogito”, el “yo pensante”, relegando la existencia del otro a una deducción posterior y secundaria.
Este giro egocéntrico en la filosofía comenzó a ser contestado en el siglo XX por pensadores que recuperaron la importancia del otro como punto de partida para la ética. Emmanuel Lévinas es, quizás, el más significativo entre ellos. Para Lévinas, el rostro del otro interpela, obliga, llama a la responsabilidad. El otro no es simplemente un objeto de mi percepción, sino un sujeto que me demanda, que me saca de mí mismo, que me hace ser consciente de que allí hay otra consciencia a la par de la mía. La ética, para Lévinas, precede a la ontología porque antes de preguntarme qué es el ser, debo preguntarme qué debo al otro. Si bien uno como realista no estará de acuerdo con esa concepción, no deja de ser útil su aporte; imagínese, por ejemplo, cuántos abortos se evitarían si la madre viera el rostro de su hijo dentro del vientre al momento de querer eliminarlo.
Martin Buber, por su parte, formuló una comprensión relacional del yo en su obra “Yo y Tú”. Según Buber, el yo no se constituye en soledad, sino en el encuentro con el otro. Hay dos formas fundamentales de relación: “Yo-Ello” (utilitaria) y “Yo-Tú” (existencial). Solo en la segunda se realiza plenamente la alteridad, y es allí donde el yo encuentra su verdadera identidad. Esta concepción de la alteridad, que pone en el centro la relación, el encuentro, la responsabilidad y la apertura, no solo tiene implicaciones éticas profundas, sino que también abre una dimensión trascendente que puede articularse con la fe cristiana.
Esto que parece una suerte de descubrimiento de la posmodernidad, no es más que una simpe reinvención de lo que ya se sabía a la luz de la Revelación. La antropología cristiana, enraizada en las Sagradas Escrituras, la Tradición y el Magisterio enseña que todo ser humano es creado “a imagen y semejanza de Dios” (Génesis 1:27), allende de que se acompaña su naturaleza de animal político en tanto que “no es bueno que el hombre esté solo”. Esta verdad fundamental transforma radicalmente la comprensión de la alteridad porque el “otro” no es simplemente un distinto, un diferente, sino una imagen de Dios, un reflejo de su dignidad infinita. Cada encuentro con el otro es, en un sentido profundo, un encuentro con lo sagrado, con aquel que participa en su ser de Dios.
Jesús de Nazaret expresa esta visión en el Evangelio de manera radical en orden a la caridad. En la parábola del buen samaritano (Lucas 10:25-37), Jesús responde a la pregunta “¿quién es mi prójimo?” mostrando que el prójimo no es solo el miembro de la tribu, nación o religión, sino aquel que sufre, que necesita, que llama desde su vulnerabilidad; aquel que como expresa Luigi Zago, es el que está a nuestro lado y a veces matamos con nuestra indiferencia. El prójimo es el otro en su necesidad de amor. Y amar al prójimo como a uno mismo es, según Jesús, el segundo mandamiento luego de amar a Dios por sobre todas las cosas.
Aquí se establece una conexión profunda entre la alteridad ética contemporánea y la teología cristiana; no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama también al hermano, a quien sí se ve (1 Juan 4:20). La relación con Dios pasa también por la relación con el otro. La impronta cristiana es, al mismo tiempo, una impronta de la compasión y misericordia, un reconocer al otro en la misma pasión y miseria que uno.
San Juan de la Cruz afirmaba: “Al atardecer de la vida, seremos juzgados en el amor”; en ese sentido gran ejemplo encontramos en la Madre Teresa de Calcuta que vivió esta verdad de manera única, reconociendo a Cristo en los más pobres entre los pobres. Para ella, cada leproso, cada moribundo, cada excluido, era Jesús en su más angustiosa apariencia. Así, la alteridad en la visión católica no es solo un desafío ético, sino un encuentro con Dios. El rostro del otro revela el rostro del Padre.
Así pues, reconociendo también al hombre como animal político, en tanto ser social, desde esta visión la alteridad no lleva al aislamiento, ni al conflicto insalvable, sino a la comunión. El cristianismo propone una lógica del don y de la reciprocidad, no de la apropiación o la competencia. La comunidad cristiana es el lugar donde se desarrolla las perfecciones del hombre en su virtud y se supera la tentación de la autocontemplación egoísta. San Pablo lo expresa maravillosamente en su imagen del Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12), porque son muchos miembros, diferentes funciones, pero una sola unidad animada por el mismo Espíritu. La alteridad se mantiene, pero no en competencia sino en complementariedad. El otro no amenaza mi identidad, sino que la enriquece y la perfecciona. Incluso véase que, en la Eucaristía, sacramento por excelencia de la comunión, los cristianos no solo se unen a Cristo, sino también entre sí. La hostia consagrada es signo de unidad: “porque hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo” (1 Corintios 10:17). Así, el misterio cristiano más profundo es también un misterio de alteridad asumida, reconciliada y redimida; el yo se eleva cuando reconoce la necesidad del “no yo”, del otro, para así dar un sustento sólido a la propia identidad.
La alteridad, comprendida filosófica y teológicamente, es el reconocimiento del otro como distinto, digno, y esencial en el camino de realización personal y espiritual. En la visión católica, el otro no es un obstáculo ni una amenaza, sino un don, un signo de la presencia de Dios en el mundo. En una época marcada por el narcisismo, por el exceso del yo, por el conflicto identitario y el desprecio por lo sólido, la reflexión sobre la alteridad se vuelve no solo actual, sino fundamental. Si logramos ver al otro entenderemos que no se puede amar lo que no se conoce, y sólo conociendo (y reconociendo) al otro, es que podremos amar adecuadamente al prójimo como a uno mismo.