Las violentas protestas en California no son una expresión espontánea del pueblo, sino una insurrección planificada por élites globalistas que buscan desestabilizar gobiernos legítimos y socavar los principios del bien común. En un contexto de manipulación ideológica y caos inducido, el cristiano está llamado a discernir, resistir y defender la soberanía, la subsidiariedad y el orden querido por Dios.
Por: Horacio Giusto
Es una evidencia al alcance de cualquier creatura racional que la ciudad (polis) es una realidad natural y ética que existe para el bien común. Como enseñaba San Tomás de Aquino, el orden político legítimo debe regular la convivencia humana en virtud de la ley natural y de la justicia. Todo acto político —incluidas las protestas si fueran legítimas— debe estar conforme al bien común, a la autoridad legítima y a la verdad objetivo sobre lo que es justo y desordenado. Ante esto uno debería considerar lo que es el presente desorden que se ve en California; informa La Nación: “la ciudad de Los Ángeles se convirtió este domingo en el epicentro de una batalla campal tras el despliegue de la Guardia Nacional, ordenado por el presidente Donald Trump, para contener las intensas protestas contra sus políticas de redadas migratorias. La jornada estuvo marcada por un clima de creciente tensión y un duro cruce de acusaciones entre la administración federal y las autoridades demócratas de California”.
Uno debería considerar, ante este caos, si es una manifestación espontánea o acaso un instrumento político de entidades globalistas que buscan quebrantar gobiernos de derecha. Para un pensador realista, cualquier acto que altere notablemente el orden público debe ser considerado desviado de la rectitud política. Cuando esa desviación es voluntaria y dirigida, adquiere el carácter de injusticia. Además, intervenciones que apelan a la imaginación pública —el uso de violencia para ganar simpatía política o desacreditar al adversario— están en la línea de la teoría aristotélica de la retórica engañosa, manipulando pasiones en lugar de la razón. Si realmente media manipulación de poderosas élites, se debe resistir el bien común y denunciar esas agendas particulares.
Los recientes disturbios en Los Ángeles —etiquetados como “anti‑ICE” y “anarquía izquierdista”— no son espontáneos, sino provocados por lo que el autor llama las élites globalistas, quienes actúan impulsados por una visión “woke” del mundo. LifeSiteNews bien inorma: “…Corey A. DeAngelis reveló en una publicación en X que el multimillonario Christy Walton pagó un anuncio político anti-Trump en los principales periódicos del país, llamando a “un día nacional de desafío” el 14 de junio.
DeAngelis también publicó un videoclip de Rebecca Pringle, la presidenta de la Asociación Nacional de Educación, que gana 500.000 dólares al año, gritando incoherentemente mientras condenaba las redadas de deportación legítimas y legales. Amuse señaló una próxima “INSURRECCIÓN” y preguntó:
¿Por qué el ex director general de Blackrock y el presidente del sindicato de docentes organizan una protesta nacional durante la celebración del 250º aniversario del Ejército?
Morris Pearl y Randi Weingarten forman parte de una coalición de 200 ONG de extrema izquierda que planean un llamado día nacional de desafío para el 14 de junio. Sin duda, una extraña alianza. Con la financiación de USAID agotada y ActBlue prácticamente neutralizado, las ONG demócratas están en pánico y esperan que una protesta nacional conquiste los corazones, las mentes y, sobre todo, los bolsillos de millones de donantes demócratas. Quienquiera que esté financiando generosamente la violencia en Los Ángeles está dispuesto a pagar grandes sumas —entre 6.500 y 12.500 dólares semanales— para atraer a los manifestantes más sociópatas a su causa. Y, según la descripción del trabajo en Craigslist, planean que la violencia actual dure semanas”.
El principio de subsidiariedad sostiene que el poder político debe ejercer funciones legítimas sin atropellar la autonomía comunitaria y local. Se suma también que el principio de la soberanía popular (aunque diferenciado del moderno liberalismo) enseña que todo orden político debe respetar la prioridad de la ciudad y de la comunidad civil organizada en torno al bien común. Ambos principios se ven quebrantados por toda la manipulación diseñada por élites distantes que subviertan la autonomía local queriendo imponer un ethos ajeno y funcional al globalismo progresista.
Lo que llamamos “élites globalistas” es el designio a ese conjunto de actores políticos, financieros y culturales —corporaciones multinacionales, ONGs ideologizadas, organismos supranacionales, fundaciones privadas— que ejercen un poder desproporcionado a nivel global. Estas élites son las que, mediante actividades culturales (desde protestas desestabilizadoras hasta injerencias en los planes de estudio) promueven aberraciones como valores relativistas (aborto, ideología de género, eugenesia, eutanasia), pérdida de la soberanía nacional en favor de estructuras tecnocráticas, imposición de políticas económicas que subordinan la dignidad humana al capital, la uniformización cultural del mundo en nombre de un progreso desarraigado de la identidad nacional.
Ciertamente que no todo lo global es malo. El cristianismo es, por naturaleza, universal (“católico”). Pero este globalismo ideológico moderno no es la catolicidad, sino una ingeniería social que suplanta lo natural por lo construido, lo revelado por lo funcional. La historia de Babel muestra lo que ocurre cuando los hombres, en su orgullo, intentan establecer una unidad global desligada de Dios. La “ciudad y torre cuya cúspide llegue al cielo” simboliza el poder humano absoluto, centralizado y autosuficiente; las protestas de “latinos” en EEUU parecen traer a la memoria ese caos propio de Babel en su peor momento. De hecho, en pos del orden, podemos leer en la Revelación que dice “Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación” (Hch 17,26); San Pablo en el Areópago enseña que las naciones no son accidentes, sino queridas por Dios con límites y tiempos propios, y por ello es posible sostener que el intento de abolir las fronteras y homogeneizar las culturas es una agresión al diseño providencial.
Es propio del cristiano el amor legítimo a la propia cultura, lengua, historia y territorio. Por ello el creyente favorece la defensa del principio de subsidiariedad, según el cual las decisiones deben tomarse en el nivel más bajo y cercano posible (familia, comunidad local, nación); esto refuerza la resistencia a organismos progresistas que desde sus ideologías intentan absolutizar un poder abstracto. Uno de los riesgos más profundos del globalismo es la creación de una religión secular global, basada en una espiritualidad ecológica, inclusiva, sin dogmas ni moral objetiva. El cristiano debe discernir esto como un falso ecumenismo o sincretismo religioso, recordando que “Vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se amontonarán maestros conforme a sus pasiones” (2 Timoteo 4,3).
Enseñó Benedicto XVI: “Ante el imparable aumento de la interdependencia mundial, y también en presencia de una recesión de alcance global, se siente mucho la urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional, para que se dé una concreción real al concepto de familia de naciones. Y se siente la urgencia de encontrar formas innovadoras para poner en práctica el principio de la responsabilidad de proteger[146] y dar también una voz eficaz en las decisiones comunes a las naciones más pobres. Esto aparece necesario precisamente con vistas a un ordenamiento político, jurídico y económico que incremente y oriente la colaboración internacional hacia el desarrollo solidario de todos los pueblos. Para gobernar la economía mundial, para sanear las economías afectadas por la crisis, para prevenir su empeoramiento y mayores desequilibrios consiguientes, para lograr un oportuno desarme integral, la seguridad alimenticia y la paz, para garantizar la salvaguardia del ambiente y regular los flujos migratorios, urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial, como fue ya esbozada por mi Predecesor, el Beato Juan XXIII. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común[147], comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad. Dicha Autoridad, además, deberá estar reconocida por todos, gozar de poder efectivo para garantizar a cada uno la seguridad, el cumplimiento de la justicia y el respeto de los derechos[148]. Obviamente, debe tener la facultad de hacer respetar sus propias decisiones a las diversas partes, así como las medidas de coordinación adoptadas en los diferentes foros internacionales. En efecto, cuando esto falta, el derecho internacional, no obstante los grandes progresos alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por los equilibrios de poder entre los más fuertes. El desarrollo integral de los pueblos y la colaboración internacional exigen el establecimiento de un grado superior de ordenamiento internacional de tipo subsidiario para el gobierno de la globalización[149], que se lleve a cabo finalmente un orden social conforme al orden moral, así como esa relación entre esfera moral y social, entre política y mundo económico y civil, ya previsto en el Estatuto de las Naciones Unidas”.
Mientras esto no ocurra, el cristiano tiene el deber moral de oponerse a toda forma de imperialismo cultural, financiero o ideológico, resistir en la verdad y construir una comunidad basada en la justicia, la fe, y el respeto a la dignidad humana y al orden querido por Dios; en definitiva, resistir a estos ataques subversivos de las élites globalistas que son anticristianas.