En una era saturada de información y conectividad constante, la estupidez ha dejado de ser un simple defecto intelectual para convertirse en una ceguera moral, una negación activa de la sabiduría. Este ensayo recorre el pensamiento de filósofos como Aristóteles, Nietzsche, Hannah Arendt y Byung-Chul Han para demostrar que la estupidez no se combate con datos, sino con discernimiento, profundidad y humildad. En un mundo que privilegia lo inmediato y viral, pensar se ha vuelto un acto de resistencia.
Por: Horacio Giusto
Normalmente entendemos por estupidez lo que es “Torpeza notable en comprender las cosas”. Pero como bien explica Fernando Mérida en ethic.es, implica una lectura más profunda desde la filosofía.
Aristóteles consideraba que la estupidez no era falta de conocimiento, sino de sabiduría. Para él, la sabiduría implica saber aplicar el conocimiento con prudencia. Así, una persona estúpida no es la que ignora, sino la que, sabiendo, actúa sin juicio. La sabiduría es lo que guía las acciones hacia el bien; sin ella, estas pueden volverse perjudiciales.
Para Nietzsche, la estupidez es la resistencia a aprender de la experiencia. Consideraba idiota a quien, pese a sufrir las consecuencias de sus actos, repite los mismos errores. Esta falta de voluntad para cambiar y enfrentar la realidad es, según él, la verdadera expresión de la estupidez.
Según Gustave Le Bon, la estupidez puede volverse colectiva cuando las personas dejan de cuestionar y piensan como masa. Le Bon afirmaba que, en grupo, los individuos pierden el juicio crítico y se vuelven fácilmente manipulables, actuando de forma más irracional que si estuvieran solos.
Para Karl Popper, la estupidez no es lo opuesto a la inteligencia. Incluso personas inteligentes pueden actuar de forma estúpida si carecen de sentido crítico o se dejan llevar por prejuicios. Según él, lo que realmente previene la estupidez no es la inteligencia, sino la capacidad de cuestionar y reflexionar constantemente.
De acuerdo a Ortega y Gasset, la estupidez no es solo un fallo intelectual, sino una falta ética. Consideraba estúpida a la persona que no se esfuerza por comprender y superarse, viendo en ello una forma de irresponsabilidad moral. Luchar contra la estupidez, según él, es defender la dignidad humana.
Umberto Eco advertía que el exceso de información no garantiza comprensión, sino que puede promover la superficialidad y la estupidez. En la era digital, según él, la verdadera inteligencia radica en saber discernir y valorar la información, más que en simplemente tener acceso a ella.
Michel de Montaigne vinculaba la estupidez con la soberbia. Observaba que los estúpidos suelen creerse dueños de la verdad, sin disposición a aprender ni reconocer errores. Para él, la sabiduría comienza con admitir la propia ignorancia, algo que la arrogancia del estúpido le impide hacer.
Además, Hannah Arendt entendía la estupidez como una forma de insensibilidad moral, ligada a la falta de empatía. Para ella, la incapacidad de ponerse en el lugar del otro podía llevar a la deshumanización y, en casos extremos, a actos de gran crueldad, como los cometidos bajo regímenes totalitarios.
Simone de Beauvoir veía la estupidez como una elección, no como una condición inevitable. Para ella, es una forma de evadir la responsabilidad que implica la libertad. Al simplificar la realidad y evitar enfrentar su complejidad, la persona elige la estupidez como una cobardía existencial y una renuncia a vivir de forma auténtica.
Finalmente, Slavoj Žižek sostiene que la estupidez se ha convertido en el último tabú de la sociedad moderna. Según él, la corrección política impide llamar estúpido a alguien, lo que limita el pensamiento crítico. Esta censura, advierte, puede ser peligrosa, pues dificulta enfrentar las consecuencias sociales e individuales de la idiotez.
Por lo expuesto, la estupidez, entendida ya no como mera carencia de inteligencia sino como una forma de ceguera espiritual y moral, ha sido objeto de reflexión desde tiempos antiguos. En la tradición cristiana, esta ceguera se vincula con la necedad del corazón que se aleja de la sabiduría divina. Sin embargo, esta falta de sabiduría y pensamiento crítico, en la era contemporánea, caracterizada por la hipercomunicación y la sobreabundancia de información, la estupidez adquiere nuevas manifestaciones, tal como lo analiza el filósofo Byung-Chul Han.
En su época Aristóteles distinguía entre conocimiento y sabiduría, señalando que la verdadera sabiduría implica la capacidad de aplicar el conocimiento de manera prudente. Incluso véase que desde una perspectiva cristiana, esta sabiduría se relaciona con el discernimiento espiritual y la apertura al entendimiento divino, un punto de encuentro entre la teología y la filosofía. Así pues, la estupidez no es simplemente ignorancia, por cuanto todos ignoramos más de lo que sabemos, sino una resistencia a la verdad y a la reflexión profunda. En la doctrina de Santo Tomás de Aquino, la estupidez o necedad (en latín, “stultitia”) es un concepto complejo que se relaciona con la falta de sabiduría y el pecado. Santo Tomás distingue entre diferentes formas de necedad, incluyendo la necedad del juicio, la necedad en las acciones y la necedad en la voluntad. La necedad, en general, se considera un obstáculo para el desarrollo de la virtud y la búsqueda de la verdad.
Esto toma especial relevancia en tiempos posmodernos; bien marca Byung-Chul Han que describe la sociedad actual como la “sociedad del rendimiento” y de la “transparencia”, donde la hipercomunicación superficial reemplaza la verdadera comunicación significativa. En este contexto, la información se transmite sin mediación ni profundidad, eliminando las instancias intermedias que permiten la reflexión y el discernimiento. Esta sobreabundancia de información sin sentido conduce a una forma de estupidez colectiva, donde se pierde la capacidad de escuchar y de establecer relaciones auténticas; se pierde la capacidad de reflexionar y ser verdaderamente racional.
Esto es un problema incluso para el católico inmiscuido en este mundo digitalizado y consumista; para el pensamiento cristiano, esta estupidez se traduce en la necedad y ceguera del corazón que se niega a reconocer la verdad divina. El mundo actual rechaza de hecho las verdades de orden sobrenatural y termina abrazando lo antinatural. Esta ceguera se manifiesta en la incapacidad que tienen muchos creyentes de aprender de la experiencia y las tradiciones, abrazando incluso, como personas de Fe, ficciones modernistas. La estupidez, entendida como irreflexión, se ve exacerbada en la era de la hipercomunicación. ¿
Tal como se ha visto, la hiperconectividad, ese estado de conexión constante a través de dispositivos y redes digitales, ha transformado radicalmente la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos. Sin embargo, detrás de sus aparentes beneficios, se esconde un fenómeno preocupante: la tendencia a la “estupidización” de la mente humana.
Estar perpetuamente conectados ha reducido nuestra capacidad de concentración profunda y pensamiento crítico. Las notificaciones constantes, la sobreexposición a información vacua y el consumo acelerado de contenidos nos han entrenado para prestar atención por segundos y saltar de una cosa a otra sin verdadera reflexión; estamos muy informados y poco formados. En lugar de procesar la información, la escaneamos; en lugar de dialogar, reaccionamos; en lugar de aprender, memorizamos fragmentos efímeros que pronto se olvidan.
La hiperconectividad también crea una ilusión de saber. Tener acceso inmediato a todo el conocimiento disponible ha hecho que muchas personas confundan información con sabiduría. Saber buscar en Google no equivale a comprender, y compartir frases sin contexto no es lo mismo que argumentar con profundidad. Esto debilita el juicio y la autonomía del pensamiento ya que, además, la constante validación externa —likes, comentarios, visualizaciones— moldea la identidad en función de la aprobación digital. Se prioriza lo inmediato, lo viral, lo impactante, por encima de lo genuino, lo reflexivo y lo complejo. Se pierde la capacidad de aburrirse, de estar en silencio, de contemplar sin estímulos. Y en esa pérdida, se empobrece la mente.
Esto aquí expuesto no implica rechazar la tecnología, sino usarla con conciencia. La mente humana necesita espacio, pausa y profundidad. Solo recuperando esos elementos podremos contrarrestar el empobrecimiento mental que la hiperconectividad, sin límites, inevitablemente produce. Es cuestión de uno no querer ser profundamente mediocre, o en términos más fuertes, es cuestión de uno elegir no ser estúpido.