Por: Lupe Batallán
Dos veces aparece el demonio. Ni una sola vez se muestra a Dios. Eso es El Cónclave: una película sobre una Iglesia edificada sobre Cristo pero sin Él. Hollywood nos ofrece una ficción que pretende ser seria pero que en el fondo no es más que una caricatura. Y como toda caricatura, no dice mucho sobre lo que retrata, sino más bien sobre quien la dibuja: una industria que no entiende a los católicos ni a la Fe ni mucho menos al poder.
Lo que sí nos muestra la historia que transcurre durante las 72 horas que abarcan la elección del próximo Papa es que tanto para el film como para el infoentretenimiento —con el próximo cónclave a celebrarse en los primeros días de mayo— es que a la sociedad sí le interesa la política eclesial. Pese a tildarnos constantemente en la opinión pública como retrógrados, esquizofrénicos y aburridos, sin mérito para participar de la polis, la Iglesia, en el cónclave, se enfrenta a una elección que cambia permanentemente el curso del mundo.
Ahora bien, desde el inicio de la película, el cardenal Lawrence, un estadounidense progresista en plena crisis de Fe, se convierte en protagonista de una trama donde la elección papal queda reducida a un juego de estrategias, traiciones y lealtades personales. Lo que en la Iglesia es discernimiento y oración, para Netflix es una guerra de egos, favores políticos, chantajes y votos comprados. La premisa es simple y perversa: convencernos de que el alma de la Iglesia está tan podrida como la de cualquier partido político; que los hombres que llevan sotana son, en el fondo, iguales a los que llevan corbata. Pero, afortunadamente, no lo son. Nuestra Santa Iglesia no es una ONG a la deriva —por más errores que cometa—, sino un lugar donde Dios habita, da órdenes y sus enamorados responden.
Más grave aún, la película transmite una concepción de la política eclesial absolutamente mundana: incluso en el corazón de la Iglesia, la política, según ellos, debe gestionarse sin Fe. No solo se omite a Dios sino que se representa la espiritualidad como una debilidad incompatible con el poder. La película opone la Fe a la razón y a la pasión, como si fueran instancias rivales, cuando en realidad se potencian entre sí. Muestran una Fe anémica, incapaz de guiar decisiones concretas, y así construyen una falsa dicotomía que desconoce la historia misma de la Iglesia: una historia de santos que pensaron con lucidez, amaron con fuerza y gobernaron con Fe. Pero queda claro: así nos quieren, con el pulso débil.
En ese mismo sentido, a lo largo del film se mencionan obsesiones típicas del progresismo global como si fueran la prioridad número uno de la Iglesia Católica: aborto, mujeres, homosexuales o incluso la misa tridentina. Pero no se menciona la Fe muerta, la tibieza, la falta de vocaciones, la persecución religiosa, el silencio frente al martirio de cristianos en Oriente, el avance del islam político o el nihilismo que corroe a Europa. Esos son los verdaderos problemas que la Iglesia universal mira con preocupación. Que estén fuera del guión solo demuestra una vez más que no nos entienden y, a la vez, están desesperados por marcarnos la agenda. Pero San Josemaría Escrivá nos enseñó a “ser del mundo sin estar en el mundo”, y aunque no todos lo hayan leído, en la Iglesia lo sabemos.
Además, la película tampoco representa su riqueza interna. Se muestran cardenales de todos los continentes, pero todos parecen cortados con la misma tijera: no hay dominicos ni jesuitas ni franciscanos. Ninguna espiritualidad, ningún fuego particular. Como si la Iglesia fuera una estructura burocrática sin alma, y no una orquesta de carismas distintos al servicio de una misma melodía. En ese sentido, El Cónclave no solo es reduccionista: es espiritualmente analfabeta. Nos llaman a respetar la diversidad sin entender que nuestra Iglesia se compone justamente de tantas pinceladas de —incluso— colores que aún no han sido inventados.
Por ejemplo, en una escena clave, el cardenal Lawrence dice con solemnidad: “El que quiere ser Papa no debería serlo”. La frase suena profunda… hasta que uno recuerda a los santos: León Magno, Gregorio VII, Juan Pablo II. La Iglesia no se edifica con pusilánimes, sino con hombres que sueñan en grande. Pero no para su gloria sino para la de Dios. La ambición santa existe: es la que mira la Cruz y dice “Hágase en mí”. Que un sacerdote quiera ser Papa no es pecado. Es señal de que entiende lo que está en juego y desea entregarse del todo a esa misión imposible que solo con gracia se puede llevar.
Del mismo modo, la película insiste también en mostrar la duda como si fuera una virtud espiritual. “La certeza es el enemigo de la unidad”, dice Lawrence en una homilía que parece marcar positivamente a todos los cardenales, justificando su propio desconcierto teológico. Y luego agrega que incluso Jesús dudó, citando su célebre frase en la cruz: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’. Se cita a Cristo como si fuera un hombre quebrado por la incertidumbre, cuando en realidad la Iglesia siempre entendió ese pasaje como expresión del cumplimiento profético del Salmo 22 y de la humanidad redentora del Verbo, no como evidencia de una crisis de Fe. Fe no es dudar: es confiar. Dudar es cómodo, es chic, es hasta un cliché. Creer, en cambio, es jugársela. Es creer que lo imposible se hace posible, aunque eso implique renunciar —en un acto de humildad supremo— a saber todas las respuestas. Es tener certezas aunque eso implique que te digan fanático.
Los errores doctrinarios continúan y más adelante, en otra escena, el cardenal mexicano Benítez —el único con algo de convicción en todo el film— reza en voz alta: “Que Dios nos conceda un Papa que peque”. La intención es humanizar el cargo, pero el mensaje que deja es otro: que el pecado puede ser deseable si lo vestimos de autenticidad. Los católicos no queremos un Papa que peque con naturalidad, sino uno que, a pesar del pecado, quiera ser santo. Esa es la diferencia entre redención y rendición. La película no la entiende, Hollywood no la entiende; pero los cristianos, sí.
Asimismo, el tratamiento de la muerte tampoco escapa al vaciamiento general. Tras la muerte del Papa, Lawrence se lamenta: “No nos despedimos bien”. Todo es remordimiento y llanto. Todo es ausencia. Pero para los católicos, la muerte no es un corte ni una deuda pendiente. Es el paso a la vida eterna. Morir no es fracasar en lo humano, es consumar lo divino.
Luego, Aldo Bellini —el cardenal que representa la voz dentro del progresismo más papable— afirma: “El Papa había perdido la Fe en la Iglesia, no en Dios”. Como si eso tuviera sentido para un católico, como si se pudiera amar a Cristo y despreciar a su Esposa. Una visión por demás protestante, que incluso ni siquiera refleja realmente lo que pudiera pensar un ala más progresista dentro del catolicismo. La Iglesia no es un cuerpo externo a la Fe; es su misma carne. Aunque duela, la cuidamos porque nos fue confiada. No es una estructura: es un cuerpo vivo. No es una empresa que decepciona, es la Esposa de Cristo.
Más aún, otra línea reveladora aparece cuando uno de los cardenales dice: “Somos hombres, servimos a un ideal”. Pero para sorpresa de nadie: se vuelve a equivocar. Los católicos no seguimos ideales; seguimos a una Persona, servimos a un Hombre. Al Hombre, a Cristo. No hay idea, sistema ni causa que esté a la altura de una Persona viva que venció a la muerte.
En paralelo, cuando Lawrence recibe pruebas de que algunos cardenales tienen graves pecados ocultos, responde: “No estoy obligado a cazar el pasado de nadie”. Esa frase no solo desconoce el funcionamiento real de la Iglesia, sino que reproduce una idea secular: que todo se improvisa, todo se tapa, todo se olvida. Pero la Iglesia no funciona así; no canoniza a cualquiera. Es rigurosa, exhaustiva, cauta. Donde el mundo ve escándalo, nosotros ya hicimos confesión, penitencia y discernimiento. La Iglesia no es perfecta, pero tampoco ingenua.
Por si fuera poco, el guión no pierde oportunidad de repetir calumnias. Se desliza que Benedicto XVI fue parte de la juventud hitleriana —sin aclarar que fue obligado por el régimen nazi— y se deja como un dato vergonzante. Pero fue justamente Benedicto quien más combatió la secularización desde la teología más lúcida y profunda de nuestro tiempo. Su paso fue breve, pero su legado, inmenso.
Paradójicamente, hay una escena que sin querer acierta. El personaje de Benítez —cardenal de Kabul, herido, coherente— parece, aunque no lo sepan, un guiño involuntario a Pierbattista Pizzaballa, el actual patriarca latino de Jerusalén: un hombre que ha sido rehén, que vive en zona de guerra y que, con todo en contra, sigue amando a la Iglesia sin negociar su alma. Y lo mejor de todo, que fuera de la pantalla, sí tiene una posibilidad real de ser Papa.
Sin embargo, ese atisbo de profundidad se esfuma con el “plot twist” ideológico de rigor: Benítez resulta ser hermafrodita. La consagración de la película a la ideología de género no podía faltar. Y como era de esperarse, nadie en la trama se escandaliza. Nadie se levanta. Nadie dice que eso es incompatible con el Derecho Canónico. Porque hoy escandaliza más un Rosario que una blasfemia. Y porque en el mundo de esta industria, traicionar a Cristo da prestigio; defenderlo, da vergüenza.
Para colmo, el desenlace es igual de absurdo. Lawrence descubre que ocho votos fueron comprados y que la elección papal pudo ser manipulada. Pero decide callar. Suelta una especie de “no soy policía” y el guión lo presenta como un gesto de grandeza moral, como si callar el mal fuera un principio. Pero no lo es. Callar cuando hay corrupción no es valentía, es complicidad. Los católicos no encubrimos la injusticia con excusas. El silencio, cuando hay verdad en juego, no es virtud, es pecado.
Y como frutilla del postre, en una escena absolutamente inverosímil, una monja interrumpe una discusión entre cardenales en pleno cónclave. Pero nadie se escandaliza ni la detiene. ¿Cómo nadie le dijo “hermana, cierre la boca, esto está prohibido”? Porque para el guionista todo da igual. No hay liturgia, no hay jerarquía, no hay orden; solo caos sentimental vestido de espiritualidad.
En definitiva, lo más brutal no es lo que dice la película: es lo que calla. Nunca se muestra a los cardenales orando. Nunca hay adoración ni silencio ni Cristo. Pero el demonio sí aparece, dos veces. Tal vez sea lo único que el guionista no quiso disimular: que en su mundo, ya no hay espacio para Dios.
Por eso, el problema no es solo lo que Hollywood hace con nosotros. Es lo que muchos católicos están dispuestos a tragar sin masticar. El cónclave no es un show, no es la lucha por un sillón; es la elección del vicario de Cristo en la tierra. Y no, no hay venta de votos ni casting papal ni marketing político. Hay oración, discernimiento y —sí— política. Pero una política regida, a pesar de nuestras miserias, por la gracia, no por Netflix.
Porque lo sagrado no se vota; y tampoco se actúa.