En los últimos años ha emergido un comportamiento cultural que no puede ser descartado como simple excentricidad; ciertamente es desconcertante ver a adultos que gastan cantidades ingentes de dinero en muñecos, figuras o llaveros coleccionables. Lejos de tratarse de un pasatiempo inocente, este fenómeno es revelador de una crisis cultural profunda que revela una preferencia por la inmadurez sobre la responsabilidad adulta.
Un caso paradigmático lo proporciona la empresa Pop Mart y su línea de llaveros-plush “Labubu”. En 2024, una estrella del K-Pop publicó fotos con un bolso Louis Vuitton adornado con varios llaveros, uno de ellos un monstruo de peluche de Labubu. La moda se propagó rápidamente entre celebridades y redes sociales, y estos muñecos virales alcanzaron un nivel tan popular que Pop Mart logró una capitalización de mercado cercana a los 40 mil millones de dólares. Estos artículos no están dirigidos principalmente a niños, sino a millennials y miembros de la Generación Z con presencia activa en redes sociales. El formato “caja ciega” (“blind box”), donde el comprador no sabe qué personaje recibirá hasta abrir la caja, incentiva el consumo compulsivo análogo a cómo operan los algoritmos de las redes sociales para mantener cautivos a los usuarios. Las ediciones especiales o limitadas disparan la demanda, y algunas piezas se revalorizan tanto que llegan a venderse por 700 dólares en el mercado secundario (de hecho, en el lapso de un año, los ingresos de Pop Mart aumentaron un 1.200% gracias a esa obsesión comercial).
Este modelo exhibe con crudeza que muchos adultos ahora canalizan su capacidad adquisitiva hacia objetos simbólicos en lugar de proyectos vitales como formar una familia, construir estabilidad o comprometerse con ideales mayores. Por ello es que este fenómeno no puede reducirse a una moda pasajera. Representa, más bien, un síntoma de descomposición en la forma como entendemos la vida adulta. Vale considerar, por ejemplo, que, en las últimas cinco décadas, el índice de matrimonios en Estados Unidos se ha reducido casi un 60%. A la par, la tasa de natalidad también registra un declive constante, alrededor de 2 % anual de hecho. Mientras tanto, los salarios ajustados por inflación han crecido desde el año 2000, lo cual implica que los jóvenes adultos cuentan con mayor poder adquisitivo discrecional que en épocas anteriores. La cuestión es que lejos de invertirlo en responsabilidad (familia, hogar, compromiso) muchos lo destinan a juguetes coleccionables, conversiones simbólicas del estatus juvenil.
La figura del adulto que prefiere “entretenerse” a lo largo de toda su vida encarna ese rechazo implícito a la transición hacia la adultez. En lugar de aceptar obligaciones, estos individuos adoptan actitudes de autoindulgencia perpetua. Se expone así las imágenes de la inmadurez cultural actual; no solo los juguetes reflejan esta tendencia sino que hay otros ejemplos:
Estos ejemplos apuntan a una estrategia cultural deliberada que es mantener a los adultos en un estado de inmadurez emocional, fomentando consumo simbólico, entretenimiento constante y la evitación de compromisos.
Vale recordar que en la Generación X, cuando muchos tenían una edad comparable, aproximadamente 40 % vivían con cónyuge e hijos. En cambio, para los millennials esa cifra desciende a cerca del 30%.
El retraimiento de la progresión natural de la vida (infancia, juventud, adultez plena) sugiere que muchos jóvenes han sido condicionados para esperar que su comodidad sea prioritaria. Esa expectativa es incompatible con sacrificios inherentes a la vida adulta, que llevan de suyo compromiso, renuncia, servicio, responsabilidad. Los pequeños “Labubu” pueden parecer inofensivos, pero simbolizan un cambio profundo en una cultura que no valora crecer, sino permanecer eternamente en un estado de consumo emocional infantil.
Desde una perspectiva conservadora, se pueden identificar varias causas interrelacionadas:
Para revertir esta tendencia se requiere un redescubrimiento del significado de crecer. Restaurar la vocación del sacrificio debe implicar también educar no para que siempre la persona esté cómoda, sino para enfrentar retos, soportar privaciones, defender causas que exceden el bienestar personal. Con ello también colver a valorar lo permanente. La casa, el matrimonio, los hijos, las amistades fuertes, son estas realidades que exigen inversión, lealtad y tiempo. Para ello se hace necesario madurar, y luego se podrá recién proponer una cultura con sentido. Obras artísticas, literarias, religiosas o filosóficas que eleven al hombre más allá del consumo requieren personas que abandonan la actitud infantil.
La obsesión adulta por muñecos coleccionables no es una extravagancia neutra sino un síntoma inquietante; hoy se halla una cultura que promueve la inmadurez en las estructuras más profundas de la vida. Los “adorables Labubu” no son tan inocentes porque son señales de que la civilización puede estar caminando hacia una decadencia espiritual profunda.
La adultez no es algo que ocurre automáticamente, es algo que debe ganarse, defenderse y vivirse con dignidad. Una cultura que impide crecer posiblemente esté condenada a naufragar en su propia infancia perpetua.