Frente a decisiones pastorales que excluyen a los niños pequeños de la Eucaristía, este texto ofrece una firme defensa filosófica y teológica de su presencia en la Misa. A partir de la tradición tomista, se subraya que la infancia no es obstáculo para la gracia, sino terreno fértil para el encuentro con Dios. Educar en la fe desde los primeros años no es una opción, sino una exigencia del alma redimida.
Por: Horacio Giusto
Hubo una nota poco feliz en el sitio de ACI Prensa, en la cual se decía: “Como clausura al mes de la familia que se ha llevado a cabo durante septiembre, el Arzobispado de Lima (Perú) celebrará este domingo 24 una Misa. Sin embargo, su pedido de que “sólo deben venir” a la Eucaristía los niños mayores de 10 años ha causado controversia en las redes sociales. A través de una publicación en su página de Facebook, la Pastoral Familiar del Arzobispado de Lima indica que la Misa se realizará en la Catedral y que el ingresó será a las 9:30 a.m. (hora local). La ceremonia será presidida por el Arzobispo Carlos Castillo, acompañado de su Obispo Auxiliar, Mons. Guillermo Elías. “Considerar que para esta Eucaristía sólo deben venir con niños mayores de 10 años o parejas de esposos”, se advierte en el texto de la invitación”.
Ciertamente que esta suerte de “exclusión a menores” generó revuelos en familias fieles, pero quizás sea necesario hoy abordar ese tipo de sucesos tan comunes (el privar de la misa a los niños) bajo una argumentación tanto filosófica como teológica.
Es parte de la tradición escolástica considerar que la formación del alma humana comienza desde sus primeros momentos de existencia. La gracia de Dios, como causa primera, actúa sobre la naturaleza del hombre —compuesta de cuerpo y alma racional— y la ordena hacia su fin último: la visión beatífica, es decir, la comunión eterna con Dios. En este contexto, educar en la Fe desde la primera infancia no es solo una opción pastoral o pedagógica, sino una exigencia conforme a la naturaleza del ser humano redimido por Cristo y llamado a vivir en la verdad.
Es interesante ver aquí una explicación simple para explicitar lo antes mencionado: “Para Santo Tomás, la dignidad del ser humano surge de la propia naturaleza del hombre, cuya diferencia específica es su racionalidad; este es un atributo esencial de toda persona. También vislumbra el ser humano como superior en comparación a su entorno, por ser el único dotado de auténtica racionalidad, intelecto y apetito volitivo (relacionado con la voluntad).
De esta racionalidad surge igualmente la capacidad del hombre de ser libre y ser causa de sí mismo, es decir, de no estar sometido a la voluntad de alguien más para poder obrar, cosa que sería servidumbre. “Lo que tiene necesidad de ser actuado por otro para obrar, está sujeto a servidumbre. Luego toda criatura, exceptuada solamente la intelectual, está sujeta a servidumbre”.
Según lo antes expuesto, la libertad es propia del ser humano, lo distingue del resto de las criaturas y es un aspecto fundamental de su dignidad. La capacidad de ejecutar acciones libres será, en consecuencia, el rasgo distintivo y propio del hombre.
Además, por su naturaleza intelectual, el hombre y la mujer son capaces de conocer la “verdad” y obrar en consecuencia. En este contexto, la verdad es la adecuación de las cosas (reales) con el intelecto. El intelecto humano es capaz de reconocer efectivamente cuáles son sus fines y metas, y obrar en consecuencia.
Desde la visión medieval de Tomás de Aquino y su filosofía tomista, el fin y el bien del intelecto es la “verdad” y el obrar libremente para amar. La persona posee la capacidad de la consecución de sus fines: conocer y amar. Estos fines son posibles por la naturaleza racional del hombre, que los identifica con la inteligencia y los ejecuta por su voluntad, caracteres en los que reconocemos la dignidad humana.”
Por eso es preciso resaltar que, en efecto, el ser humano está dotado de una naturaleza racional, capaz de conocer la verdad y de querer el bien. Sin embargo, esta naturaleza ha sido herida por el pecado original, y por ello necesita de la gracia divina para alcanzar su fin sobrenatural. El alma del niño, aunque aún no desarrollada en todas sus potencias, no está exenta de esta necesidad. De hecho, por ser persona —subsistente individual de naturaleza racional— ya es sujeto capaz de recibir la gracia. De ahí que el bautismo de los niños no solo sea lícito, sino necesario, pues según enseña el Doctor Angélico: “Como dice el Apóstol en Rom 5,17: Si por la transgresión de uno solo, o sea, por Adán, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo. Ahora bien, los niños contraen el pecado original del pecado de Adán. Y esto se prueba por el hecho de que están sujetos a la muerte, que se transmitió a todos, por el pecado del primer hombre, como el Apóstol dice allí mismo (v.12). Luego con mayor razón pueden recibir los niños la gracia de Cristo para reinar en la vida eterna. El mismo Señor dice en Jn 3,5: el que no renazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Por tanto, se hizo necesario bautizar a los niños para que, como naciendo incurren en la condena por vía de Adán, así renaciendo consigan la salvación a través de Cristo” (Suma teológica – IIIa c. 68 Los que reciben el bautismo).
Cuando Cristo dijo: “Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos” (Mt 19,14), no hizo una mera observación sentimental, sino una afirmación teológica de profundo alcance. Jesús reconoce en los niños una disposición natural hacia la gracia, una apertura sencilla y confiada que es modelo para todo creyente. En clave tomista, podríamos decir que en el niño está la Potentia Obedentialis, es decir, la capacidad radical de recibir la acción de Dios, incluso antes de que su razón se desarrolle plenamente. Por tanto, impedir que los niños se acerquen a Cristo es obstaculizar el acceso a su fin último. La Iglesia, en fidelidad a esta enseñanza de Cristo y en armonía con la filosofía de Santo Tomás, ha practicado desde tiempos apostólicos el bautismo de los niños. Este sacramento, que infunde la gracia santificante y borra el pecado original, no requiere para su validez la plena comprensión del sujeto, pues la eficacia del sacramento no depende del conocimiento sino del poder de Cristo que actúa a través de los signos sensibles. El niño bautizado se convierte en hijo de Dios, miembro del Cuerpo de Cristo, y entra en la comunidad eclesial. Así como se alimenta su cuerpo desde el nacimiento, con mayor razón se debe alimentar su alma con los dones divinos.
Así pues, si ya el niño plausible de bautismo es, por lo tanto, parte ya de la Iglesia Militante y en consecuencia debe hallarse en comunión con los fieles, una comunión que se manifiesta abiertamente en la Santa Misa. La educación cristiana debe formar no solo la inteligencia, sino todas las potencias del alma conforme al bien. La Fe, aunque es un don sobrenatural, debe ser cultivada desde temprano mediante la instrucción, el ejemplo y la vida sacramental. Negar este derecho a los niños equivale a dejar sus almas expuestas a una cultura que a menudo niega a Dios o propone falsos bienes. Santo Tomás señala que la voluntad puede inclinarse más fácilmente al bien cuando es guiada desde el principio, pues el hábito virtuoso se forma con la repetición y la constancia. Nuevamente, es de suma importancia que el niño participe de la misa desde su más tierna infancia para así formar un hábito virtuoso.
Algunos podrían considerar que la participación de los niños en la misa no tiene sentido hasta que comprendan plenamente lo que allí sucede. Sin embargo, esta visión choca con la lógica sacramental y comunitaria de la Iglesia. La misa es el acto supremo de culto, donde se actualiza el sacrificio incruento de Cristo. Aunque el niño no entienda todos sus misterios, sí puede recibir la gracia que emana del ambiente sagrado, del testimonio de fe, de la belleza del rito. De hecho, todo realista sostiene que lo sensible lleva al conocimiento de lo inteligible; de allí es que, a través de los sentidos, el niño es introducido en el misterio de la Fe.
Además, excluir a los niños de la liturgia es incoherente con la naturaleza del pueblo de Dios como familia espiritual. Como en una familia todos los miembros están presentes, aunque no todos comprendan del mismo modo las decisiones y acciones, también en la Iglesia todos deben estar en la mesa del Señor, aunque su participación sea diversa.
Educar a los niños en la Fe, bautizarlos y hacerlos partícipes de la vida litúrgica es un deber conforme a la naturaleza humana redimida por Cristo y ordenada a su fin sobrenatural. Negar esta formación es despojar al niño de un bien superior y postergar indebidamente su camino hacia Dios. La Iglesia, madre y maestra, al igual que una buena familia, no espera a que el niño entienda todo para amarlo, formarlo y alimentarlo, sino que lo introduce desde el inicio en el misterio de la fe, confiando en que la gracia actúa, incluso antes que la razón despierte plenamente.