Frente al silencio cómplice que algunos proponen ante errores o abusos en la Iglesia, este artículo defiende, con fundamento canónico, teológico y moral, el derecho y deber de los fieles a denunciar con caridad, respeto y firmeza aquello que atenta contra la fe, la doctrina o el bien común eclesial.
Por: Horacio Giusto
Hoy responderé a quienes consideran que es mejor un silencio cómplice antes que la denuncia pública a los abusos de poder, irregularidades eclesiásticas o errores doctrinales de alguna autoridad dentro de la Iglesia Católica. Responderá amparado por el derecho canónico vigente, particularmente a la luz del Codex Iuris Canonici (CIC) de 1983, junto con documentos del Magisterio y de la tradición jurídica de la Iglesia, que sostienen y promueven el derecho y el deber de los fieles a expresar legítimamente sus preocupaciones en asuntos eclesiales, siempre en sujeción a la autoridad debida, en fidelidad a la Roma Eterna y en uso de las facultad que el mismo Dios concede a la persona.
El Código De Derecho Canónico, Libro II, Parte I, Título I de las obligaciones y derechos de todos los fieles (Cann. 208–223), expresa: “212 § 1. Los fieles, conscientes de su propia responsabilidad, están obligados a seguir, por obediencia cristiana, todo aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, declaran como maestros de la fe o establecen como rectores de la Iglesia.
§ 2. Los fieles tienen derecho a manifestar a los Pastores de la Iglesia sus necesidades, principalmente las espirituales, y sus deseos.
§ 3. Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas.”
Conviene resaltar aquí lo siguiente: “Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestar a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres, la reverencia hacia los Pastores y habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas”. Así pues, en tiempos de extrema corrección política, cuando el humo de satanás se ha infiltrado en la Iglesia tal como lo reconoce el propio Pablo VI, es más que necesario que aquellos que contamos con la competencia debida, en caridad a los prójimos, manifestemos lo que es propio del Bien de la Iglesia, aun cuando ello implica tomar criterios distintos a los que algún pastor pudiera tener en materias que son opinables.
Este canon reconoce que los laicos no solo tienen el derecho, sino que en algunas circunstancias el deber moral y jurídico, de manifestar aquello que consideren nocivo para el bien común de la Iglesia. Esta norma adquiere especial relevancia cuando se trata de errores doctrinales, abusos de poder o irregularidades eclesiásticas, tal como sucedió con las ambigüedades o errores técnicos de ciertos documentos referidos a las agendas ecologistas o las bendiciones de parejas contrarias a la moral cristiana.
A su vez, hay que considerar el principio de la corresponsabilidad eclesial. El Concilio Vaticano II, en Lumen Gentium n. 37, refuerza esta idea: “37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia [117] de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y les sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia [118]. Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo.”
Remárquese una vez más para mayor claridad: “Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia…”; este pasaje muestra que la Iglesia es una comunidad jerárquica pero no tiránica, admite que uno sea corresponsable, en la cual todos sus miembros, incluso los laicos, tienen voz en la promoción del bien común eclesial. De no ser así, nadie sabría qué hubiera sucedido, por ejemplo, en tiempos de Arrio y el famoso caso del “Papa Honorio”, algo que bien ha explicado el Padre Olivera Ravasi[1]. Para ahondar en la debida prudencia, conviene citar la opinión fundamenta “Sobre la cuestión de un Papa herético” de Mons. Athanasius Schneider, quien expuso: “El Papa Honorio I era falible, estaba equivocado, era un hereje, precisamente porque no había declarado con autoridad, como debería haber hecho, la tradición petrina de la Iglesia romana. No había apelado a esa tradición, sino que simplemente había aprobado y ampliado una doctrina errónea. Pero una vez desmentido por sus sucesores, las palabras del Papa Honorio I fueron inocuas contra el hecho de la infalibilidad en la fe de la Sede apostólica. Fueron reducidas a su verdadero valor, como la expresión de su visión personal.
El Papa San Agatón no se dejó confundir y sacudir por el lamentable comportamiento de su predecesor Honorio I, quien ayudó a difundir la herejía, sino que mantuvo su visión sobrenatural de la inerrancia de la Sede de Pedro al enseñar la Fe, como escribió a los Emperadores en Constantinopla: «Esta es la regla de la verdadera fe, que esta madre espiritual de su muy pacifico imperio, la Iglesia Apostólica de Cristo (la Sede de Roma), ha siempre sostenido y defendido con energía tanto en la prosperidad como en la adversidad; lo cual, se probará, por la gracia de Dios Todopoderoso, nunca ha errado el camino de la tradición apostólica, ni se ha depravado al ceder a las innovaciones heréticas, sino que desde el principio ha recibido la fe cristiana de sus fundadores, los príncipes de los apóstoles de Cristo, y permanece sin mancha hasta el final, de acuerdo con la promesa divina del mismo Señor y Salvador, que pronunció en los santos Evangelios al príncipe de sus discípulos diciendo: «¡Pedro, Pedro! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Ep. »Consideranti mihi» ad Imperatores)
Dom Prosper Guéranger dio una breve y lúcida explicación teológica y espiritual de este caso concreto de un Papa herético, diciendo: «¡Pero qué habilidad hubo en esta campaña del diablo! Y en los abismos ¡qué aplausos el día en que [Papa Honorio] el representante del que es la luz, se creyó que estaba complicado con los poderes de las tinieblas para introducir la oscuridad y la confusión! Evita, oh León, que se repitan situaciones tan dolorosas». (El Año Litúrgico, Burgos 1955, vol. 4, p. 533).”[2]
La legislación más reciente también respalda firmemente esta obligación. Por ejemplo, la carta apostólica en forma de «motu proprio» del Sumo Pontífice Francisco “Vos Estis Lux Mundi” (2019), establece mecanismos claros para denunciar abusos sexuales y de poder cometidos por clérigos o personas en autoridad. Este documento refuerza la obligación moral de los fieles de denunciar cualquier irregularidad grave, y obliga a los pastores a crear canales adecuados y eficaces para recibir estas denuncias; así pues, aquí uno debería simplemente pensar: Si hasta un obispo, contando con sucesión apostólica, puede cometer el crimen más aberrante, ¿por qué no podría cometer alguna irregularidad en el ejercicio del poder o caer en algún error doctrinal?
Sin embargo, también es preciso remarcar el principio de corrección fraterna y bien común. El Evangelio mismo (cf. Mt 18,15-17) dice: “15 Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. 16 Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. 17 Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano.”; por tanto, se establece el deber de corregir al hermano que yerra. Este deber en un proceso que va de lo privado a lo público. Este principio, adoptado también en el derecho canónico, orienta la conducta de los fieles al señalar errores que puedan comprometer la doctrina o disciplina de la Iglesia. Ante todo, debe primar la Caridad y siempre en sujeción al Bien Común de la Iglesia. Así lo expresa Santo Tomás de Aquino: “La corrección del que yerra es en cierta forma remedio que debe emplearse contra el pecado del prójimo. Ahora bien, el pecado de una persona puede considerarse de dos maneras. La primera: como algo nocivo para quien lo comete. Segunda: como perjuicio que redunda en detrimento de los demás, que se sienten lesionados o escandalizados, y también como perjuicio al bien común, cuya justicia queda alterada por el pecado. Hay, por lo mismo, doble corrección del delincuente. La primera: aportar remedio al pecado como mal de quien peca. Esta es propiamente la corrección fraterna, cuyo objetivo es corregir al culpable. Ahora bien, remover el mal de uno es de la misma naturaleza que procurar su bien. Pero esto último es acto de caridad que nos impulsa a querer y trabajar por el bien de la persona a la que amamos. Por lo mismo, la corrección fraterna es también acto de caridad, ya que con ella rechazamos el mal del hermano, es decir, el pecado. La remoción del pecado —tenemos que añadir-incumbe a la caridad más que la de un daño exterior, e incluso más que la del mismo mal corporal, por cuanto su contrario, el bien de la virtud, es más afín a la caridad que el bien corporal o el de las cosas exteriores. De ahí que la corrección fraterna es acto más esencial de la caridad que el cuidado de la enfermedad del cuerpo o la atención que remedia la necesidad externa. La otra corrección remedia el pecado del delincuente en cuanto revierte en perjuicio de los demás y, sobre todo, en perjuicio del bien común. Este tipo de corrección es acto de justicia, cuyo cometido es conservar la equidad de unos con otros”[3], y se añade luego: “…Pero dado que el acto virtuoso debe estar regulado por las debidas circunstancias, en la corrección del súbdito hacia su superior debe guardarse la debida moderación, o sea, no debe hacerlo ni con protervia ni con dureza, sino con mansedumbre y respeto. Por eso en 1 Tim 5,1 escribe el Apóstol: No increparás al anciano, sino exhórtale como a padre. Por eso mismo también reprocha Dionisio al monje Demófilo por haber corregido de manera irreverente a un sacerdote golpeándole y echándolo de la iglesia”. Así pues, es dable incluso que un inferior corrija con caridad a un superior.
Por eso mismo, el silencio en determinados casos es una afrenta a la caridad. En la tradición canónica, el silencio ante el error, cuando se tiene la posibilidad de corregirlo, puede constituir una forma de cooperación pasiva con el mal. Santo Tomás de Aquino enseña que debe tenerse en cuenta la distinción entre un pecado secreto, y aquellas cuestiones públicas que escandalizan; la explicación se resume en el siguiente apartado: “El tema de la denuncia pública de los pecados exige una distinción, ya que los pecados pueden ser públicos u ocultos. Si son públicos, no hay que preocuparse solamente del remedio de quien pecó para que se haga mejor, sino también de todos aquellos que pudieran conocer la falta, para evitar que sufran escándalo. Por ello, este tipo de pecados debe ser recriminado públicamente, a tenor de lo que escribe el Apóstol en 1 Tim 5,20: Increpa delante de todos al que peca, para que los otros conciban temor. Esto se entiende de los pecados públicos, según el parecer de San Agustín en el libro De verb. Dom. En cambio, si se trata de pecados ocultos, parece que debe tenerse en cuenta lo que dice el Señor: Si tu hermano te ofendiere (Mt 18,15). En verdad, cuando te ofende en presencia de otros, no sólo peca contra ti, sino también contra los otros a quienes ha causado perturbación. Mas dado que incluso en los pecados ocultos se puede ofender al prójimo, es preciso establecer una distinción. Hay, en efecto, pecados ocultos que redundan en perjuicio corporal o espiritual del prójimo. Por ejemplo, si uno maquina la manera de entregar la ciudad al enemigo, o si el hereje privadamente aparta a los hombres de la fe. En esos casos, como quien peca ocultamente, peca no sólo contra ti, sino también contra otros, se debe proceder inmediatamente a la denuncia para impedir tal daño, a no ser que alguien tuviera buenas razones para creer que se podría alejar ese mal con la recriminación secreta. Pero hay también pecados secretos que solamente redundan en perjuicio de quien peca y de ti contra quien peca, porque resultas dañado por quien comete el pecado o simplemente por conocimiento de ello. Entonces solamente hay que buscar el remedio del hermano delincuente. Como el médico del cuerpo intenta la salud corporal, si puede, sin cortar ningún miembro, y, si no puede, corta el miembro menos necesario para conservar la vida de todo el cuerpo, así también, quien tiene interés por la corrección del hermano, debe, si puede, enmendarlo en su conciencia, salvaguardando su reputación. Esta, en verdad, es útil, en primer lugar para el mismo que peca, no solamente en el plano temporal, en el que la pérdida de la buena reputación conlleva múltiples perjuicios, sino también en el plano espiritual, ya que el temor a la infamia aleja a muchos del pecado, de suerte que, cuando se sienten difamados, pecan sin freno. Por eso escribe San Jerónimo: Ha de ser corregido el hermano a solas, no suceda que, al perder una vez el pudor y la vergüenza, se quede en el pecado. En segundo lugar se debe guardar la fama del hermano que ha pecado, ya que su deshonor repercute en los demás, como advierte San Agustín en la epístola Ad Plebem Hipponensem: Cuando de alguno que profesa el santo nombre se deja oír falso crimen o se pone de manifiesto el verdadero, se insiste, se remueve, se intriga, para hacer creer que todos están en el mismo caso. Además, sucede también que, hecho público el pecado de uno, otros se sienten inducidos a pecar. Pero como la conciencia debe ser preferida a la fama, ha querido Dios que, incluso con dispendio de la fama, la conciencia del hermano se librara del pecado por pública denuncia. Es, pues, evidente que es de necesidad de precepto que la amonestación secreta preceda a la denuncia pública.”[4]
Por tanto, el laico católico tiene un fundamento legal, teológico y moral sólida para denunciar cualquier error doctrinal, abuso de autoridad o irregularidad eclesiástica. Con Caridad y Prudencia, ordenado por la Justicia, el laico tiene derecho y deber de manifestar preocupaciones legítimas (c. 212 §3), actuar en comunión con el principio de corresponsabilidad eclesial, contribuir a la purificación de la Iglesia mediante la denuncia y, fundamentalmente, evitar el pecado mortal por OMISIÓN.
Estas acciones deben hacerse con respeto, discreción y amor a la Iglesia, no con espíritu de rebelión o escándalo, sino como servicio fiel a la verdad y al bien común eclesial, recordando que incluso San Pablo debió amonestar públicamente el error que profería San Pedro en el incidente de Antioquía, tal como dice la Palabra de Dios: “11 Pero cuando Pedro vino a Antioquía, le resistí cara a cara, porque era de condenar. 12 Pues antes que viniesen algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero después que vinieron, se retraía y se apartaba, porque tenía miedo de los de la circuncisión. 13 Y en su simulación participaban también los otros judíos, de tal manera que aún Bernabé fue también arrastrado por la hipocresía de ellos. 14 Pero cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Pedro delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como los gentiles y no como judío, ¿por qué obligas a los gentiles a judaizar?”
[1] Del Licenciado, E. C. [@ElCanalDelLicenciado]. (s/f). INFALIBILIDAD PAPAL y la potencial herejía – P. Olivera Ravasi. Youtube. Recuperado el 9 de mayo de 2025, de https://www.youtube.com/watch?v=QcD_omZaeDA
[2] Schneider, M. A. (2019, marzo 21). Sobre la cuestión de un Papa herético. InfoCatólica. https://www.infocatolica.com/?t=opinion&cod=34473
[3] Suma teológica – II-IIae c. 33 La corrección fraterna
[4] Ibídem