En Dinamarca ha surgido un fenómeno singular que, paradójicamente, ha pasado casi desapercibido para los grandes medios de comunicación. Durante el mes de junio del presenta año, la primera ministra danesa, Mette Frederiksen, en una intervención pública en una universidad, afirmó con una sinceridad desconcertante: “Necesitamos una forma de rearme tan esencial [como el rearme militar]. Se trata del rearme espiritual”[1]. Esta declaración constituye, en el horizonte cultural secularizado europeo, una toma de conciencia sin precedentes, cuya trascendencia merece ser considerada con toda seriedad. Es un signo de los tiempos que debería extenderse como la pólvora en una Europa exhausta, pero que se niega a reconocer la raíz de su crisis. Pocos esperaban tales palabras del líder de los socialdemócratas, un partido que dedicó gran parte del siglo XX a reducir la influencia de la Iglesia de Dinamarca en la vida pública. Sin embargo, no se trataba de un comentario pasajero.
Resulta irónico que esta apelación surja precisamente del Partido Socialdemócrata Danés, fuerza política que durante décadas ha contribuido activamente a reducir la influencia de la Iglesia Protestante Danesa en la esfera pública. El mismo partido de Frederiksen ha sido protagonista del proceso de secularización que relegó la fe cristiana a los márgenes culturales y privados. Sin embargo, la primera ministra ya había sorprendido meses antes al anunciar un notable rearme militar que implicaba la ampliación del servicio militar obligatorio, un incremento significativo del gasto en defensa y la intensificación del entrenamiento a todos los niveles. La contradicción aparente se hace entonces evidente ya que por un lado, se prepara al país para resistir a las amenazas bélicas que asoman en Europa; por otro, se reconoce una carencia más profunda que ningún ejército puede resolver. Porque (y aquí radica el corazón de su afirmación) muchos jóvenes daneses no sienten motivación alguna para luchar. Algunos confiesan abiertamente que no arriesgarían su vida por Dinamarca, ni por la democracia, ni por la bandera, y mucho menos por un Estado del bienestar que lo promete todo, pero no inspira nada.
La crisis, como bien se puede advertir, no afecta solo a Dinamarca, atraviesa todas las sociedades poscristianas de Occidente.
Aparece una pregunta decisiva que pone a prueba los fundamentos mismos de Europa y es “qué une verdaderamente a un pueblo cuando los sistemas puramente humanos en los que confiaba comienzan a tambalearse”; Charles Péguy lo expresó con lucidez al sostener que siempre hay que decir lo que se ve, pero lo más difícil es ver lo que se ve.
Dinamarca es, quizá, el caso más extremo de esta deriva porque es una de las naciones más secularizadas del mundo. El protestantismo sigue siendo, formalmente, la religión oficial, pero desempeña apenas un papel marginal en la vida de la mayoría de los ciudadanos. Hace tiempo que la religión fue desplazada a la esfera privada, mientras el Estado asumía las funciones que antes cumplía la Iglesia, lo que va desde la asistencia a los pobres, educación cívica, entierros, bodas civiles, hasta el acompañamiento en momentos de crisis. Este proceso culminó en la identificación de la vida nacional con un Estado de bienestar totalizante que, sin embargo, ahora revela sus fisuras.
Por ello, de manera sorprendente, la jefa del Gobierno danés ha exhortado a la Iglesia Protestante Danesa a recuperar su lugar en la vida pública. En una entrevista concedida al periódico cristiano Kristeligt Dagblad, Frederiksen declaró: “Creo que la gente recurrirá cada vez más a la Iglesia, porque ofrece un sentimiento natural de comunidad y un anclaje nacional. (…) El espacio religioso ha apoyado a la gente a lo largo de numerosas crisis. Creo que la Iglesia descubrirá que los tiempos actuales exigen recuperar un espacio religioso”. Aún más insólita fue su conclusión, inconcebible en boca de un dirigente socialdemócrata hace apenas una década: “Si yo fuera la Iglesia, me preguntaría desde ahora: ¿cómo podemos ser al mismo tiempo un marco espiritual y físico para lo que están viviendo los daneses?”.
En verdad no se trata de una conversión personal de la primera ministra ni de una súbita revelación. Lo que aparece en su discurso es más bien el realismo político que reconoce los límites del secularismo. Frederiksen ha comprendido, como todo observador de la vida práctica, que los derechos, los servicios públicos y las protecciones sociales no bastan para sostener una sociedad. Los ciudadanos no arriesgarán sus vidas por una democracia burocrática; no se entrega la sangre por el confort ni por la comodidad. Solo se lucha y se muere por lo que se considera sagrado.
Santo Tomás de Aquino entendía que el hombre es un ser ordenado al fin último, y todo su obrar tiene sentido solo en relación con ese fin. Si se le despoja de la dimensión trascendente, lo que queda es un cúmulo de apetitos y conveniencias que nunca llegan a mover a sacrificio verdadero. Porque, como enseña el realismo tomista, el ser humano no se mueve sólo por bienes sensibles, sino que apela en su naturaleza racional al bonum honestum, esto es, el bien verdadero que perfecciona la naturaleza y orienta hacia Dios. Allí donde este bien común, que hace a la perfección de todos los miembros de la sociedad, se oscurece, el hombre se debilita y pierde hasta la voluntad de defender su propia patria.
Lo que sucede en Dinamarca anticipa, quizá, lo que muchas naciones occidentales pronto comprenderán, y es que un sistema basado únicamente en la comodidad, en los derechos subjetivos y en la libertad individual no deja nada digno de ser defendido cuando llegan las adversidades. Lo real es que estas adversidades (en forma de guerra, amenazas geopolíticas o exigencias de sacrificio) están ya de regreso en el continente europeo.
La experiencia danesa pone de manifiesto, de modo casi pedagógico, los límites de una gobernanza secularizada, incluso en su versión menos agresiva que la laicidad francesa. Los derechos y libertades, por nobles que sean, no existen en el vacío; la sociedad occidental es fruto de una visión ética más profunda, enraizada en la trascendencia, en la religión y en el reconocimiento de lo verdadero, lo bueno y lo bello. Santo Tomás advertía que la ley humana, cuando no se fundamenta en la ley natural y esta, a su vez, en la ley eterna de Dios, se convierte en simple arbitrariedad. Las arbitrariedades, por muy sofisticadas que sean, jamás engendran patriotismo porque no hay un sentido común de pertenencia, tan sólo una imposición para regular la convivencia.
Así, Dinamarca, sin quererlo, confirma la intuición más profunda del realismo cristiano. El hombre no se sostiene en lo efímero ni en lo utilitario porque su alma reclama lo eterno. Allí donde el Estado pretende ocupar el lugar de Dios, tarde o temprano la sociedad descubre que se ha quedado sin fundamentos, porque la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona.