Lejos de justificar el sufrimiento como parte de un plan divino, este texto confronta la idea de un Dios que “necesita” el mal para obrar el bien. A raíz de las trágicas inundaciones en Texas, este texto reflexiona sobre el dolor, el escándalo del mal y el verdadero sentido de la fe cristiana ante la muerte de inocentes. Una defensa clara de la bondad de Dios frente a un mundo herido.
Las recientes inundaciones en Texas, que han causado la muerte de más de 100 personas, incluidas docenas de niñas en un campamento cristiano junto al río Guadalupe, no solo son una tragedia desgarradora para sus familias, son también una experiencia genuina de lo que es el mal en esta vida. Es el tipo de catástrofe que hiere lo más profundo del espíritu hace que muchos se pregunten cómo puede un Dios de amor permitir que esto suceda. Esta interrogante, lejos de ser nueva, está inscrita en el corazón mismo del hombre desde que experimenta el mal como parte de la existencia. Lejos de ser una objeción cínica, es, en su forma más honesta, una súplica por sentido; de hecho, según Santo Tomás, la Fe se pierde, principalmente, por los pecados de la carne y por la experiencia del mal.
No obstante, muchas veces, ante tragedias como la de Texas, los cristianos, en particular, están llamados a explicar cómo la existencia de un Dios omnipotente y omnisciente es coherente con un mundo asolado por la muerte y el sufrimiento. El senador Ted Cruz, por ejemplo, respondió a esta crisis diciendo: «Tenemos un Dios bueno y benévolo, pero Dios permite que a veces sucedan cosas que desafían la explicación humana, y ahí es donde necesitamos amor y gracia». Esta respuesta, aunque bienintencionada, es profundamente insuficiente, porque encierra una justificación peligrosa, esto es, que el mal tiene un lugar necesario en los planes de Dios.
Esta idea es inadmisible para una fe cristiana seria. Como bien señaló David Bentley Hart tras el tsunami del 2004, no se puede presentar a Dios como alguien que ordena o necesita la muerte de inocentes para cumplir un propósito más elevado. Esa visión convertiría a Dios en un monstruo metafísico. Es el argumento de Iván Karamázov, que Hart retoma con fuerza:
“No es que acuse a Dios de no salvar a los inocentes; más bien, rechaza la salvación misma, tal como la entiende y por razones morales. Concede que algún día se establecerá una armonía eterna, una que descubriremos que de alguna manera implicó el sufrimiento de los niños, y tal vez las madres perdonarán a los asesinos de sus bebés, y todos alabarán la justicia de Dios; pero Iván no quiere ni armonía —«por amor al hombre la rechazo», «no vale las lágrimas de ese niño torturado»— ni perdón; y así, sin negar la existencia de Dios, simplemente decide devolver su boleto de entrada al Reino de Dios. Después de todo, pregunta Iván, si se pudiera lograr una bienaventuranza universal y definitiva para todos los seres torturando a un niño pequeño hasta la muerte, ¿considerarías aceptable el precio?”
Como bien explica Juan Daniel Davidson, existe una tendencia, más fuerte en algunas tradiciones cristianas que en otras, a tratar las vicisitudes de la vida y la naturaleza indiscriminada del sufrimiento humano como una especie de ecuación celestial que, al final, resultará en algo inteligible y razonable. Según esta forma de pensar, el mal y la muerte no son meras corrupciones de la realidad que Dios, en su omnipotencia, puede redimir y usar para sus propios fines, sino que desempeñan un papel positivo en la Divina Providencia.
En este sentido, la tradición cristiana, siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, ha insistido en que Dios no crea el mal, ni lo quiere, ni lo necesita. El mal es siempre privación del bien debido. n el legendarium de J. R. R. Tolkien, por ejemplo, criaturas malvadas como los orcos y los trolls se representan como corrupciones y falsificaciones. Morgoth y Sauron, a pesar de todo su poder, son incapaces de crear vida por sí mismos. Sobre los orcos, Frodo dice en El Retorno del Rey: «La Sombra que los engendró solo puede burlarse, no puede crear: no cosas nuevas reales por sí misma. No creo que les diera vida a los orcos, solo los arruinó y los pervirtió». El mal en sí no tiene carga ontológica, no agrega nada a la realidad, sólo priva, como la ceguera que priva a la vista; podría haber vista sin ceguera, pero no podría haber ceguera sin vista. Para Tolkien, un católico devoto, la caída del hombre y la expulsión de Adán y Eva del Jardín eran una gran amenaza. No se trataba solo de que el hombre pecara y, por lo tanto, se alejara de Dios, sino que, a través del pecado, la muerte entró en el mundo, corrompiendo y desfigurando la creación misma. La Pasión y Resurrección de Cristo reconciliaron al hombre consigo mismo, pero también anunciaron la llegada de un nuevo cielo y una nueva tierra, donde el pecado y la muerte serían vencidos. Mientras tanto, toda la creación gime y sufre a la espera de esa victoria final. En otras palabras, el mal no es parte del diseño original de Dios, no es algo querido por Él, ni tampoco su instrumento hacia su fin. Es una intrusión, una distorsión que surgió con la libertad del hombre, pero que afecta a toda la creación. De ahí que San Pablo diga que “toda la creación gime como con dolores de parto”. Y de ahí también la esperanza escatológica, la redención no es solamente del alma humana, sino del cosmos entero. Hay algo monstruoso y antinatural en la muerte y el sufrimiento. No estaban destinados a ser parte del mundo que Dios creó para sus hijos. Como escribió Hart, la realidad de la cruz «no debería oscurecer esa otra verdad revelada en la Pascua: que el Dios encarnado entra en ‘este cosmos’ no solo para revelar su racionalidad inmanente, sino para romper los límites de la naturaleza caída y remodelar la creación según su antigua belleza, donde ni el pecado ni la muerte tenían cabida».
Por eso, cuando vemos a los padres enterrar a sus hijas, no estamos ante un misterio que deba ser racionalizado como parte de un “plan divino”. Estamos ante una abominación. No hay “razón” que justifique su existencia. Dios no la quiso y no la necesita. Es un error observar la devastación en Texas y decir que Dios permitió que ocurriera por alguna razón inescrutable o misteriosa, como si los designios del Todopoderoso exigieran que niñas inocentes se ahogaran.