En tiempos donde la confusión doctrinal amenaza con disolver la fe desde dentro, este texto recuerda que la claridad no es una opción, sino un deber. Fundado en la Revelación y la misión del Magisterio, se expone por qué la ambigüedad teológica puede llevar a la división, el error y en última instancia, a la pérdida de almas. La fidelidad a Cristo exige una enseñanza precisa, luminosa y sin titubeos.
Por: Horacio Giusto
Es sabido que la fe cristiana se fundamenta en la revelación divina transmitida a través de la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio. Ciertamente que, dada la naturaleza de las enseñanzas en las que se depositan las virtudes teologales, la doctrina que comunique tales enseñanzas que hacen a la salvación, en especial, cuestiones relativas a la Fe y la Moral, deben ser claras y precisas. La ambigüedad en cuestiones doctrinales no solo pone en peligro la unidad de la Iglesia, sino que también puede conducir a la confusión de los fieles, al debilitamiento de la fe y a la proliferación de errores teológicos; con ello, en términos simples conducir un alma a la condenación.
Bien se explica que “cuando se habla de ambigüedad o se dice que algo es ambiguo, se quiere decir que su significado correcto, su intención original o bien su propósito no quedan claros, pudiendo corresponderse con una o varias posibilidades a la vez. Con ello podemos referirnos a un sinfín de referentes, ya sea el sentido de un escrito, la intención detrás de un comentario, el comportamiento de una persona o cualquier otra forma de información. Las palabras ambigüedad y ambiguo provienen del latín ambiguus, conformado por el prefijo amb- (“por los dos lados”) y el verbo agere (“llevar a cabo”, “actuar”). Así, desde sus orígenes, estas palabras se refieren a aquello que posee dos sentidos posibles, o sea, que figuradamente actúa en dos frentes o avanza en dos direcciones posibles”.
La Iglesia Católica, como depositaria de la revelación divina, está llamada a custodiar con fidelidad el depósito de la fe, y por ello es tan importante la correcta comunicación que impidan errores propios de una naturaleza caída y limitada en su entendimiento. Se explica de manera oficial “84 “El depósito” (cf. 1 Tm 6,20; 2 Tm 1,12-14) de la fe (depositum fidei), contenido en la sagrada Tradición y en la sagrada Escritura fue confiado por los Apóstoles al conjunto de la Iglesia. “Fiel a dicho depósito, todo el pueblo santo, unido a sus pastores, persevera constantemente en la doctrina de los Apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones, de modo que se cree una particular concordia entre pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida” (DV 10).”
En este sentido, la claridad doctrinal no es un simple accesorio del mensaje cristiano, sino un elemento esencial de su integridad. La ambigüedad en materia doctrinal constituye una amenaza seria, ya que oscurece la verdad revelada, confunde a los fieles y debilita la autoridad magisterial.
El punto de partida del pensamiento católico es la convicción de que Dios se ha revelado al hombre de forma objetiva y definitiva en Jesucristo (cf. Heb 1,1-2). Esta revelación no es ambigua ni sujeta a interpretaciones contradictorias en su núcleo esencial. El Concilio Vaticano II afirma: “Mas para que el Evangelio se conservara constantemente íntegro y vivo en la Iglesia, los Apóstoles dejaron como sucesores suyos a los Obispos, “entregándoles su propio cargo del magisterio”. Por consiguiente, esta sagrada tradición y la Sagrada Escritura de ambos Testamentos son como un espejo en que la Iglesia peregrina en la tierra contempla a Dios, de quien todo lo recibe, hasta que le sea concedido el verbo cara a cara, tal como es (cf. 1 Jn., 3,2)” (Dei Verbum). Si la revelación divina es verdadera y objetiva, entonces la doctrina que la transmite debe aspirar a expresar esa verdad con la mayor claridad posible por medio de aquellos que seguido la sucesión apostólica.
El Magisterio de la Iglesia tiene como misión interpretar auténticamente la Palabra de Dios, ya sea escrita o transmitida oralmente. Su función es enseñar con autoridad, no introducir ambigüedades. Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “85 “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo” (DV 10), es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.”
La ambigüedad doctrinal, en vez de iluminar el camino de los fieles, los desorienta. El creyente busca certezas para su vida espiritual, moral y sacramental. Si las enseñanzas eclesiales presentan un rostro cambiante, contradictorio o impreciso, los fieles pueden caer en el relativismo o en la indiferencia. Como advirtió San Pablo: “Si la trompeta da un sonido incierto, ¿quién se preparará para la batalla?” (1 Cor 14,8).
La historia de la Iglesia muestra que las herejías surgen a menudo de interpretaciones ambiguas o de formulaciones doctrinales poco claras. Desde los debates trinitarios del siglo IV hasta las controversias eucarísticas de la Reforma, la ambigüedad doctrinal ha sido un caldo de cultivo para la disensión; sin ir más lejos véase qué sucedió con Fiduccia Suplicans que al día de hoy es materia de debate. En este sentido, el trabajo teológico y magisterial de la Iglesia debería consistir, entre tantas obligaciones para con las almas del Señor, en clarificar y definir con precisión los contenidos de la fe.
De hecho, la unidad de la Iglesia se basa en la comunión de fe, sacramentos y gobierno. La ambigüedad doctrinal como se ha visto en la historia erosiona esa unidad, ya que permite que surjan interpretaciones divergentes dentro del mismo cuerpo eclesial, desde movimientos cismáticos a herejías públicas. Esto puede llevar a divisiones internas, conflictos pastorales y escándalo público. La unidad de la fe, como recuerda San Ireneo, es un signo distintivo de la verdadera Iglesia.
No en vano, desde los primeros siglos del cristianismo, la Iglesia se ha preocupado por formular la fe en términos claros y concisos. El Símbolo Niceno-Constantinopolitano, fruto de los primeros concilios ecuménicos, es una expresión concreta de esa claridad doctrinal. Los Padres de la Iglesia, conscientes de los peligros de la ambigüedad, insistieron en la necesidad de una doctrina bien definida como medio de comunión y salvaguarda de la ortodoxia.
Jesucristo confió a sus discípulos la misión de “hacer discípulos a todas las naciones” enseñándoles “todo lo que os he mandado” (cf. Mt 28,19-20). Esta tarea implica transmitir con exactitud la doctrina recibida, de tal manera que ninguna alma, tentada por los sofismas del mundo, caiga en interpretaciones favorables al error, pero cómodos a la debilidad de la voluntad. El pastor que enseña con ambigüedad traiciona, aunque sea sin intención, este mandato, y expone a las almas al error más fatal.
La conciencia cristiana necesita ser iluminada por la verdad objetiva para actuar con rectitud, para adecuar el intelecto a la realidad, ordenar la potencia racional a la Verdad. La ambigüedad doctrinal oscurece la conciencia y dificulta incluso discernimiento moral. En palabras de Benedicto XVI: “La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).”[4]
En una cultura marcada por la dictadura del relativismo, el testimonio claro de la fe adquiere una importancia misionera, una verdad objetiva que se predica en caridad; por amor a Dios y al prójimo es que el mensaje siempre ha de ser claro para evitar excusas futuras. Los cristianos están llamados a dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe 3,15), no de forma vaga o acomodaticia, sino con la certeza que nace del encuentro con la Verdad. La ambigüedad es percibida no sólo para la Fe, sino por el mundo, ya no como tolerancia y menos como misericordia, sino como inseguridad y falta de convicción en aquello que debe predicarse.
La claridad doctrinal no es una exigencia opcional para el católico, sino una responsabilidad esencial. Lejos de ser una rigidez intelectual, es expresión de fidelidad a la Verdad revelada, de amor a la Iglesia y de caridad hacia los fieles. La ambigüedad, por el contrario, introduce confusión y división. Hoy es momento de decir “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!”