En medio de una profunda crisis identitaria que sacude a la Iglesia desde dentro, el Papa León XIV —el primer pontífice estadounidense y peruano— enfrenta el desafío de restaurar la fidelidad doctrinal, litúrgica y moral de la Iglesia. Esta reflexión tomista denuncia con claridad la infiltración del modernismo y el progresismo que amenazan la esencia misma del Cuerpo Místico de Cristo
Por: Horacio Giusto
El 8 de mayo de 2025, el cardenal estadounidense Robert Francis Prevost fue elegido como el nuevo papa de la Iglesia Católica, adoptando el nombre de León XIV. Esta elección marca un hito histórico al convertirse en el primer pontífice originario de Estados Unidos y con nacionalidad peruana. Prevost, nacido en Chicago en 1955, cuenta con una destacada trayectoria en Perú, donde sirvió como misionero agustino desde 1985 y posteriormente como obispo de Chiclayo. Su labor en el país sudamericano lo llevó a obtener la nacionalidad peruana en 2015.
La elección de León XIV se concretó en la cuarta votación del cónclave, en el segundo día de deliberaciones, cuando la tradicional fumata blanca anunció al mundo la designación del nuevo pontífice; a partir de este punto podemos sostener que la Iglesia tiene ya sucesor designado en la Cátedra de Pedro. Con ello implica que el actual Papa tiene una serie desafíos delante de él.
En estos tiempos, la Iglesia Católica se encuentra sumida en una crisis religiosa sin precedentes, ya no por persecuciones externas como antaño (aunque las mismas se hacen presentes en lejanas tierras), sino por una insidiosa descomposición interna que se evidencia en Occidente. Como licenciado en filosofía con formación tomista, y por tanto amante del orden, de la verdad objetiva y de la naturaleza racional de la fe, no puedo sino denunciar con dolor la profunda crisis identitaria que aflige al Cuerpo Místico de Cristo. Esta crisis no es el fruto de un accidente fortuito, sino de una infiltración progresiva del modernismo —ese “compendio de todas las herejías“, como lo llamara San Pío X— y del progresismo teológico que han corroído las columnas doctrinales, morales y litúrgicas de la Santa Iglesia.
Es que en verdad la Iglesia no es una mera construcción sociológica o una institución histórica mutable al albur de las épocas. Es, por el contrario, una sociedad perfecta y sobrenatural, fundada por Nuestro Señor Jesucristo, dotada de una constitución divina, visible y jerárquica. Su misión es la santificación de las almas por medio de la predicación de la verdad revelada, la dispensación de los sacramentos y la custodia del depósito de la fe.
El modernismo, sin embargo, ha sustituido esta esencia teológica por una visión inmanentista y subjetivista de la fe. El actual Papa debe asumir que un importante sector de la Iglesia, en vez de proclamar la verdad objetiva y perenne, propone una religión de la experiencia individual, donde la doctrina se adapta al “sentir” del creyente y donde la revelación ya no es un don divino sellado por la autoridad apostólica, sino una evolución constante de la conciencia colectiva. Esto constituye una apostasía silenciosa; sin ir más lejos tenemos el apoyo implícito de la curia a James Martin.
El progresismo eclesial, heredero directo del modernismo, se disfraza de caridad pero siembra confusión. Su discurso aparente de apertura y misericordia se convierte, en la práctica, en una demolición sistemática de todo lo tradicional. Los sacramentos son trivializados, la liturgia despojada de su sacralidad, la moral relativizada, la fidelidad a la Tradición Apostólica es presentada como rigidez o fanatismo; todo ello es parte de los desafíos que ahora León XIV debe afrontar.
Santo Tomás de Aquino enseña que la caridad está inseparablemente unida a la verdad. Separarlas, como hace el progresismo, no solo es irracional, sino profundamente anticristiano. La verdadera misericordia no consiste en aprobar el pecado, sino en conducir al pecador a la conversión. Al socavar la doctrina en nombre del diálogo, al diluir el Evangelio en nombre de la cultura contemporánea, se traiciona a Cristo. Bien se enseña: “La paz implica la concordia entre las partes, pero va más allá, pues además de la unión exterior que se produce al darse unidad entre voluntades de las personas, implica la unión de las fuerzas al interior de cada persona, y sólo así se logra la paz verdadera. Para San Agustín se define como la “tranquilidad en el orden”, es decir, el efecto de que cada cosa y cada persona tenga el lugar que le corresponde priorizando lo más importante. Implica no envidiar el “lugar” o el logro de otro que genera discordia y, si no se corrige a tiempo, guerra (no siempre violenta). En efecto, donde concurren varios protagonistas debe darse una cierta “concordia” o “unión de voluntades” y corazones que permita que todos caminen juntos en la misma dirección. Eso hace de la comunidad o sociedad una unidad con diversos miembros que convergen al bien común como su fin y no un conjunto de partes disgregadas entre sí. La concordia es compatible con la diversidad de opiniones y, de hecho, constituye una riqueza, siempre que haya acuerdo en lo esencial -los valores indiscutibles fundamentales. Por otro lado, la concordia no surge por arte de magia o porque lo imponga la ley, sino que es efecto propio de la caridad, como amor verdadero en el que –en Dios y desde Dios- “amamos al prójimo como a nosotros mismos; [y] por eso quiere cumplir el hombre la voluntad del prójimo como la suya propia” (Suma Teológica, II-II, q. 29, a. 3, in c)”.
Quienes, movidos por fidelidad a la fe de siempre, permanecen arraigados a la liturgia tradicional, al magisterio constante de los Papas, y al orden doctrinal heredado de los Padres y Doctores de la Iglesia, son hoy perseguidos dentro del propio redil. Se les tacha de divisivos, se les margina, se les priva de templos, y en algunos casos se les reprime con medidas canónicas; si realmente León XIV busca la unidad de la Iglesia deberá lograr rescatar la Tradición que hoy es blanco de las mayores persecuciones internas dentro de la Iglesia. Esta inversión de valores es testimonio de una crisis de autoridad. En lugar de defender la unidad fundada en la verdad, se impone una unidad vacía fundada en la obediencia a lo mutable. Pero la obediencia sólo es virtud cuando está al servicio del bien y del orden divino, como nos enseña Santo Tomás. La fidelidad es a la Roma Eterna y no al poder temporal sesgado por las Ideologías.
Frente a esta crisis, el flamante Papa no debe callar sino apaciguar a sus ovejas. Debemos levantar la voz con reverencia, pero con claridad. No por nostalgia ni por romanticismo ritualista, sino por amor a la Verdad y a las almas. Es necesario un regreso radical —radix, la raíz— al pensamiento escolástico, a la teología sólida, a la liturgia que eleva el alma, y a la santidad que desafía al mundo, y en esto es fundamental la guía del Santo Padre por quien rezamos.