Aunque el mundo nos dice que huyamos del sufrimiento, el corazón que ama de verdad sabe que el dolor no es enemigo del amor, sino su expresión más pura cuando las circunstancias impiden la unión. A la luz de la fe católica, el dolor no se evita: se abraza, se ofrece, se transforma en lenguaje de amor que purifica, madura y une en lo invisible.
En toda historia de amor verdadera, llega un momento en que aparece el dolor. No el dolor que destruye o humilla, sino ese que nace de amar profundamente en un mundo herido, de desear lo bueno y lo bello cuando las circunstancias parecen cerrarse, de luchar por la unidad cuando todo alrededor grita que renuncies. Ese dolor no es una falla del amor, sino una prueba de su autenticidad. Porque cuando se ama de verdad, se está dispuesto no solo a dar, sino también a sufrir.
El amor, cuando es profundo, toca zonas del alma que ninguna otra experiencia alcanza. Por eso duele cuando se ve impedido, postergado, desgarrado por la espera, por la distancia, por las contradicciones del tiempo y la vida. Pero ese dolor no debe ser rechazado ni negado. Debe ser vivido, saboreado, incluso. Porque forma parte del misterio del amor cristiano: el amor que no huye del dolor, sino que lo transforma.
Lo decía san Juan de la Cruz: “Para venir a gustarlo todo, no quieras tener gusto en nada”. El amor duele porque nos purifica. Porque arranca de nosotros los restos de egoísmo, de impaciencia, de querer poseer al otro. El dolor nos obliga a mirar más allá de lo inmediato y a amar al otro no por lo que me da, sino por lo que es, incluso cuando no lo tengo cerca, incluso cuando todo parece perdido. En esa fidelidad silenciosa, el amor se depura.
Y es que no hay amor cristiano sin cruz. Lo vemos en Cristo: Él amó con ternura, pero también con lágrimas, con angustia, con abandono. “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz… pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42). En ese clamor se revela una verdad que no debemos olvidar: el dolor, vivido con amor, es oración. Es redención. Es ofrenda.
En el mundo moderno, se nos enseña a evitar el sufrimiento a toda costa. Pero eso nos ha vuelto incapaces de vivir el amor con hondura. Queremos el amor sin espera, sin renuncias, sin heridas. Y así, nos perdemos lo más grande: la posibilidad de ser transformados por el dolor, de hacernos más parecidos a Cristo, que ama incluso cuando le duele el alma.
El dolor de amar, cuando se vive en Dios, se convierte en una forma de comunión. No todo amor culmina en unión visible, pero todo amor verdadero tiene una dimensión eterna, porque ha sido tocado por lo divino. A veces, quienes más se han amado son los que más han tenido que luchar, esperar, callar. Pero ese sufrimiento no es inútil. Es semilla. Es fuego que purifica. Es entrega silenciosa que Dios ve y recoge.
Como católicos, no glorificamos el dolor por sí mismo. Pero lo aceptamos como parte del camino, como la tierra donde el amor echa raíces profundas. El dolor no es el final. Es el umbral. “Los que siembran entre lágrimas, cosecharán entre cantares” (Salmo 126,5).
Así como en el amor se alcanza una dicha que ninguna pasión vacía puede igualar, en el dolor por amor se experimenta una profundidad que ninguna alegría superficial puede dar. Solo en el más profundo dolor podemos ver con claridad el verdadero amor, entre las lágrimas de frustración podemos darnos cuenta que de pronto, jamás hemos conocido el amor antes de ese momento. Hay lágrimas que santifican, ausencias que educan el alma, silencios que elevan.
Amar así, con todo, incluso con el corazón roto, es amar de verdad. Es el fuego que podría prenderse en el mundo entero.