El reciente artículo de Shmuley Boteach, quien reclama que la Iglesia Católica debería reconocer al Estado moderno de Israel como “el cumplimiento” del Israel bíblico, revela una profunda confusión teológica e histórica.
Aún más preocupante es ver cómo figuras como el cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado del Vaticano, abren las puertas a este tipo de presiones ideológicas bajo el disfraz del “diálogo interreligioso”. Esta actitud, que sacrifica la verdad de la fe católica en aras de una política de gestos, expone a la Iglesia a la secularización y al relativismo doctrinal.
Como católicos, debemos responder con claridad: El Israel bíblico no es el Estado moderno de Israel.
Boteach cita largamente el Antiguo Testamento para justificar que la tierra prometida es “eternamente” posesión de los descendientes de Abraham. Sin embargo, omite una verdad esencial que ha sido siempre enseñanza de la Iglesia: las promesas hechas a Abraham y a sus descendientes se cumplen en Cristo y en Su Iglesia.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña:
“La Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios” (CIC 781).
La “tierra prometida” en la visión cristiana es símbolo del Reino de Dios, no de un dominio territorial político. El auténtico cumplimiento de las promesas divinas no se realiza en un Estado moderno fundado en 1948, sino en la reunión de todos los pueblos en Cristo.
San Pablo lo enseña sin ambigüedad:
“Pues no todos los descendientes de Israel son Israel” (Romanos 9,6).
Y añade:
“No son los hijos de la carne los hijos de Dios, sino que son considerados como descendencia los hijos de la promesa” (Romanos 9,8).
El verdadero “Israel de Dios” no es una etnia ni una nación política, sino aquellos que viven por la fe en Jesucristo, sean judíos o gentiles.
Por tanto, identificar el actual Estado de Israel con el Israel bíblico es un error grave que tergiversa la Revelación.
Boteach recurre a Génesis y a los profetas para afirmar que el don de la tierra es “eterno”. Pero olvida que el mismo Antiguo Testamento anuncia una nueva y eterna Alianza que superaría la Antigua.
Dice Jeremías:
“He aquí que vienen días —oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una Alianza nueva” (Jeremías 31,31).
Esta Nueva Alianza fue sellada por la Sangre de Cristo, como Él mismo declara en la Última Cena:
“Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre” (Lucas 22,20).
Desde el momento en que Cristo cumple la Antigua Alianza, el antiguo régimen de promesas temporales deja de ser el centro del plan de salvación. La salvación ya no pasa por un territorio nacional, sino por la pertenencia al Cuerpo de Cristo, la Iglesia.
Pretender que la Iglesia reconozca como “hermanos mayores” a los que rechazan explícitamente a Cristo como Mesías, sería negar la centralidad de Jesucristo y, en definitiva, caer en el error del indiferentismo religioso.
Aunque Boteach lo pasa por alto, el actual Estado de Israel:
¿Puede un Estado secular, apóstata, que persigue a los cristianos, ser el legítimo heredero del Israel bíblico?
Evidentemente no.
El Israel bíblico no era un mero proyecto étnico: era una comunidad fundada en la Alianza con Dios, en la Ley dada a Moisés y en la espera del Mesías.
Ese Mesías llegó: Jesucristo.
Quien lo niega, se excluye de la plenitud de las promesas divinas.
En todo esto, resulta profundamente alarmante el papel del cardenal Pietro Parolin, quien se muestra receptivo a las propuestas de Boteach.
Parolin ha construido su carrera sobre el principio de “diplomacia a toda costa”, sacrificando frecuentemente la claridad doctrinal. Su política de “apertura” hacia comunistas, regímenes ateos, y ahora hacia el sionismo laico, no es expresión de caridad cristiana, sino de pusilanimidad espiritual.
De llegar a ser Papa, Parolin:
Aceptar el relato de Boteach —el sionismo como cumplimiento de las promesas de Dios— sería un suicidio teológico para la Iglesia.
La expresión “hermanos mayores”, utilizada por Juan Pablo II en un contexto pastoral concreto, ha sido tergiversada y explotada por muchos para insinuar que el judaísmo post-cristiano sigue siendo válido como vía de salvación.
Esto es falso. El Concilio Vaticano II en Lumen Gentium es claro:
“Quienes no reciban el Evangelio no pueden salvarse si no por caminos conocidos sólo por Dios” (LG 16).
San Pedro dijo con fuerza:
“No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el cual debamos ser salvados” (Hechos 4,12).
Nuestros verdaderos “hermanos” son aquellos que han aceptado a Cristo.
Los judíos actuales, que niegan a Jesús como Mesías, necesitan la conversión, no el halago político.
La Iglesia Católica no puede —ni debe— reconocer al Estado moderno de Israel como el cumplimiento de las promesas bíblicas. Nuestra misión es proclamar a Cristo como el único Salvador y llamar a todos, incluidos los judíos, a entrar en la Nueva Alianza de Su Sangre.
Cualquier otro camino —por más diplomático o sentimental que parezca— es traición al Evangelio.
Que la Santísima Virgen, Madre de la Iglesia, nos preserve de los errores de este siglo.