Friedrich Nietzsche escribió en “Humano, demasiado humano” una sentencia sublime, “El mal gusto de querer coincidir con muchos”. Una sentencia breve, cortante y provocadora, pero cargada de una vigencia sorprendente. Aunque Nietzsche no fuera precisamente un amigo del cristianismo, antes bien, lo combatió con ardor, su advertencia señala una verdad que todo católico reconoce y es que la mayoría no es garante de la verdad. El criterio de lo verdadero y lo bueno no se decide por votos ni consensos, no es una mera creación de mayorías circunstanciales.
El problema de nuestra época es que esta advertencia ha sido olvidada ya que vivimos bajo un sistema político que convierte la voz de la mayoría en un ídolo incuestionable; hoy la democracia moderna parece ser una sacrosanta deidad. Y, sin embargo, esta misma democracia, tan ensalzada por políticos, medios de comunicación y pedagogos del pensamiento único, es el instrumento con el cual se legitiman los grandes males de nuestro tiempo.
El catolicismo, desde sus orígenes, ha sabido que la verdad no se mide por el número de quienes la sostienen, tal como se vio en tiempos de Arrio donde la mayoría abrazó la herejía. De hecho, esto recuerda al mismo Jesucristo que nos advirtió: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida, y pocos son los que lo hallan!” (Mt 7,13-14). Sin ir más lejos, mientras una multitud aclamó a Cristo el Domingo de Ramos, luego fue la multitud que, pocos días después, pidió a gritos su crucifixión (o cuanto menos no salió a defender con su vida a quien previamente adoraban). No es de extrañarse este tipo de cambio si consideramos que el pueblo de Israel, liberado milagrosamente de Egipto, se volvió enseguida hacia el becerro de oro. Los profetas casi nunca fueron escuchados; antes bien, fueron perseguidos por no coincidir con el sentir popular.
Hoy, sin embargo, se nos ha inculcado la superstición de que el número es garantía de justicia. “Si la mayoría lo vota, será legítimo”, nos repiten desde académicos hasta periodistas que heredan el pensamiento revolucionario francés. Pero nadie se pregunta qué ocurre cuando esa mayoría decide aprobar leyes que contradicen frontalmente la ley de Dios y la dignidad del hombre, cuando el hombre directamente va contra su propia naturaleza. Lo que ayer era delito como el aborto, la eutanasia, la profanación del matrimonio o la corrupción de menores, hoy se convierte en “derecho humano” simplemente porque la mayoría parlamentaria lo decide.
La democracia moderna, tal como se practica hoy, no es solo un procedimiento político, sino que se ha convertido en una religión secular. Se la invoca con un fervor casi litúrgico; se la defiende como si fuera la esencia misma de la justicia. Quien la cuestiona es tachado de retrógrado, autoritario o enemigo de la libertad. Pero desde la perspectiva católica, la democracia encierra un grave equívoco porque sustituye la verdad objetiva por el consenso subjetivo. No importa si algo es bueno o malo en sí mismo, basta con que la mayoría lo apruebe. En este marco, la moral deja de ser objetiva y trascendente para volverse mera convención. Lo bueno es lo que “todos” dicen que es bueno. Lo malo es lo que “todos” rechazan. La voluntad general sustituye a la voluntad divina, consolidando así el gran “contrato social” añorado por la Revolución Francesa.
Este desplazamiento es fatal porque ciertamente que el bien y la verdad no dependen del número. La ley natural no cambia porque cambien las encuestas. El mandamiento “no matarás” no se convierte en “aborto libre” porque 180 diputados lo aprueben en un parlamento. Sin embargo, es precisamente esto lo que ocurre hoy con la legalización del aborto, la eutanasia o las ideologías contrarias a la naturaleza del hombre. La democracia moderna, convertida en absoluto, se convierte en tiranía de la mayoría. Esa tiranía, al contrario de lo que se nos promete, no libera, sino que somete a los pueblos a leyes inicuas y a un pensamiento único cada vez más asfixiante.
Incluso la filósofa judía Hannah Arendt acuñó la expresión “la banalidad del mal” para describir cómo los peores crímenes pueden cometerse no por odio explícito, sino por obediencia ciega y rutina burocrática. Lo mismo ocurre en la democracia contemporánea. Las leyes más inhumanas que llevan a la eliminación de los inocentes en el vientre materno, la manipulación de la infancia a través de ideologías perversas, la disolución del matrimonio y la familia, se aprueban en sedes parlamentarias con una formalidad impecable y bajo el amparo de votaciones “democráticas”. El mal, así, se normaliza. Deja de ser percibido como mal, porque ya tiene el sello de legitimidad que le otorga el número. Muchos ciudadanos, que en conciencia podrían rechazar esas prácticas, callan para no quedar fuera del consenso, para no ser tachados de intolerantes. Prefieren coincidir con muchos antes que sostener la verdad solitariamente. Exactamente lo que Nietzsche calificaba como “mal gusto”, pero que, para un cristiano, es mucho más grave porque se trata de un pecado contra la conciencia y traición a la verdad divina.
El catolicismo nos enseña que el discípulo de Cristo debe estar preparado para ir contracorriente ya que “Si el mundo os odia, sabed que antes me ha odiado a mí” (Jn 15,18). El cristiano no puede guiarse por la opinión de la mayoría, sino por la fidelidad a Cristo y a su Iglesia. A veces, esto implica la soledad, el rechazo social, la incomodidad del disenso. Pero esa soledad es fecunda si es que uno permite que esa cruz sea causa de martirio.
El mismo Cristo nos lo enseñó: “Vosotros sois la sal de la tierra” (Mt 5,13). Y la sal, para dar sabor, no puede confundirse con lo insípido, y la luz no puede coincidir con las tinieblas sin dejar de ser luz. Coincidir con todos, cuando todos caminan hacia el error, es volverse insípido y apagado.
En consonancia a esto, Byung-Chul Han ha descrito nuestra época como un infierno de uniformidad, donde todos hacen lo mismo y piensan lo mismo bajo una “esclavitud consentida”. Ciertamente vivimos en un infierno de lo igual. La democracia moderna, en su forma actual, no rompe con esa lógica, sino que la alimenta. Bajo la apariencia de libertad, lo que produce es uniformidad porque todos debemos aceptar los dogmas laicos de la ideología dominante, todos debemos callar ante los abusos del poder, todos debemos coincidir en que el consenso es el bien supremo.
Así también, el filósofo estadounidense Ralph Waldo Emerson, que tanto inspiró a Nietzsche, hablaba de la importancia de no ser absorbido por la tribu. Y aunque Emerson lo planteaba en clave individualista, su advertencia también sirve al buen cristiano en cuanto que el discípulo de Cristo no puede vender su conciencia para ser aceptado en la tribu del mundo.
La libertad verdadera no se encuentra en el consenso democrático, sino en la obediencia a la verdad. Como enseña el Evangelio “La verdad os hará libres” (Jn 8,32) es que uno entiende que sólo la verdad de Cristo, custodiada por su Iglesia, puede liberar al hombre de la esclavitud del error. Por eso, aunque el mundo entero coincida en legitimar el mal, el cristiano debe tener el valor de disentir y resistir, incluso si ello implica ser tachado de intolerante, retrógrado o enemigo de la democracia. Porque mejor es coincidir con Cristo, aunque estemos solos, que coincidir con todos contra Cristo.
Nietzsche, con su habitual provocación, dijo que era de “mal gusto coincidir con muchos” y uno, como filósofo católico, añade “es pecado coincidir con muchos cuando esos muchos rechazan la verdad de Dios”. La democracia moderna, convertida en ídolo, se ha transformado en la coartada perfecta para legalizar el mal. Bajo el disfraz de la mayoría, se imponen leyes inicuas que claman al cielo. Coincidir con muchos puede ser cómodo, pero la comodidad nunca ha sido sinónimo de santidad.