Lejos de ser un simple afecto pasajero o una coincidencia de intereses, la verdadera amistad —vista desde una mirada cristiana— es una virtud que refleja el amor de Dios y nos impulsa hacia la plenitud del ser. Inspirado por las enseñanzas de Aristóteles, Santo Tomás y el testimonio de los santos, este texto profundiza en el papel espiritual y pedagógico de la amistad como camino de santificación, crecimiento personal y comunión divina.
Por: Horacio Giusto
David Isaacs en su libro “La educación de las virtudes humanas” explica que la amistad es la virtud “Llega a tener con algunas personas, que ya conoce previamente por intereses comunes de tipo profesional o de tiempo libre, diversos contactos periódicos personales a causa de una simpatía mutua, interesándose, ambos, por la persona del otro y por su mejora.”
Al reflexionar profundamente sobre la amistad a la luz de la definición propuesta por David Isaacs, es necesario contemplar esta realidad humana como algo más que un simple vínculo afectivo o un intercambio de intereses comunes. Debemos recordar que el hombre es un “animal político” y esa noción es fundamental para entender la virtud de la amistad. El término “animal político” proviene del filósofo griego Aristóteles, quien en su obra Política afirma que “el hombre es por naturaleza un animal político” (zoón politikón). Con esta expresión, Aristóteles no se refiere a la política partidista como la entendemos hoy, sino a una verdad más profunda sobre la naturaleza humana; el ser humano está hecho para vivir en sociedad, para formar comunidades, para vincularse con otros. Por ello, la amistad, enraizada en la virtud, trasciende lo meramente utilitario o emocional, convirtiéndose en un reflejo del amor mismo de Dios y un camino concreto hacia la plenitud del ser humano en tanto que ser social.
>>> LA FILOSOFÍA DE LA AMISTAD – HORACIO GIUSTO <<<
Ser un animal político significa que la vida humana solo alcanza su plenitud en relación con los demás. El hombre no es un ser autosuficiente o aislado como podrían serlo ciertos animales solitarios; necesita de los otros para sobrevivir, desarrollarse, educarse, amar y trascender. Esta necesidad no es solo material (como compartir alimentos o seguridad), sino también espiritual y moral: necesitamos compartir palabras, ideas, afectos, valores. Necesitamos vivir en comunidad para realizar nuestra humanidad. La amistad es una de las formas más elevadas y profundas de convivencia social. Si el hombre es un animal político porque necesita vivir en comunidad, la amistad es la expresión más noble y virtuosa de esa vida en común. Aristóteles mismo dice en su Ética a Nicómaco que “sin amistad nadie querría vivir, aunque tuviera todos los bienes del mundo”.
La amistad verdadera nace de la simpatía mutua y del interés por el bien del otro; es la constante búsqueda del muto a través del tiempo. Esto es esencialmente una manifestación de caridad —la más alta de las virtudes teologales— cuando se vive según el modelo cristiano. No es simplemente un “llevarse bien”, ni una afinidad pasajera basada en gustos o afinidades, sino una disposición permanente del alma a buscar el bien integral del amigo. Esta forma de relación supone el reconocimiento del otro como persona, es decir, como un ser creado a imagen y semejanza de Dios, con dignidad infinita y un destino eterno. Santo Tomás de Aquino, en la Suma teológica – Parte II-IIae – Cuestión 114, explica: “Que, según se ha explicado (q.109 a.2), como la virtud se ordena al bien, donde hay una razón especial de bien debe asimismo haber una virtud especial. Pero el bien consiste en el orden, como dijimos antes (q.109 a.2). Y es necesario que exista un orden conveniente entre el hombre y sus semejantes en la vida ordinaria, tanto en sus palabras como en sus obras; es decir, que uno se comporte con los otros del modo debido. Es preciso, pues, una virtud que observe este orden convenientemente. Y a esta virtud la llamamos amistad o afabilidad… Que esta virtud es parte de la justicia en cuanto se adjunta a ella como a su virtud principal. En efecto, coincide con la justicia en que una y otra dicen relación de alteridad, pero se aparta de ella porque no existe en la amistad una plena razón de deuda, como sucede cuando uno está obligado a otro, bien sea por una deuda legal, cuyo pago exige la ley, bien por un deber que dimana de algún beneficio recibido; esta virtud dice relación sólo a un deber de honestidad que obliga más al que la posee que al otro, porque el afable debe tratar al otro del modo conveniente.”
La amistad no es entonces una virtud abstracta, sino concreta y práctica, en la cercanía, en el trato cotidiano, en la entrega silenciosa. La amistad verdadera requiere tiempo, profundidad, conocimiento mutuo y apertura del corazón. Y como bien sugiere Isaacs, surge habitualmente en contextos donde hay afinidad de intereses —profesionales, recreativos, culturales—, pero se eleva a virtud cuando se transforma en un interés por la persona del otro y por su crecimiento como ser humano. Podríamos decir que nada hay tan propio de la naturaleza humana como vivir en amistad; de hecho, tal como explica Juan Varela, la amistad es uno de los cinco rostros del buen varón. El hombre fue creado para el amor, para la comunión. La amistad es, por tanto, una forma de participación en la comunión divina. Cuando dos personas se unen en amistad virtuosa, están viviendo ya en germen lo que será la comunión plena de los santos en el cielo. Por ello, la amistad no puede estar desligada de la vida espiritual. Un amigo verdadero no solo se interesa por el bienestar físico o emocional del otro, sino que vela por su alma. Corrige con amor cuando es necesario, consuela en el dolor, fortalece en la tentación, y, sobre todo, ora por su amigo. En la vida de los santos encontramos abundantes ejemplos de amistades que se convirtieron en verdaderos caminos de santificación: San Francisco y Santa Clara de Asís, San Juan Pablo II y Santa Teresa de Calcuta, San Vicente de Paúl y Santa Luisa de Marillac, Santa Teresita del Niño Jesús y Santa Elisabeth de la Trinidad, Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, San Ignacio de Loyola y San Francisco Javier.
El modelo supremo de amistad lo encontramos en Cristo mismo, quien dice a sus discípulos: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre os las he dado a conocer” (Jn 15,15). En esta afirmación, el Señor nos revela que la amistad no es una categoría menor, sino una de las más altas formas de relación entre Dios y el hombre. Cristo, al entregarse por nosotros, nos muestra que la verdadera amistad implica sacrificio, donación total, fidelidad inquebrantable. Por eso, la cruz es también el trono del Amigo perfecto.
La amistad virtuosa, tal como la plantea Isaacs, es un medio privilegiado de crecimiento personal. Quien tiene un amigo auténtico se ve impulsado a mejorar, no por vanidad, sino por amor. El amigo actúa como un espejo moral, como un referente que nos anima a alcanzar nuestra mejor versión. Esto tiene una enorme relevancia pedagógica, especialmente en la juventud: educar en la amistad es educar en la virtud, en el compromiso, en la responsabilidad. Así pues, desde una visión católica, la amistad es mucho más que una simpatía compartida o un sentimiento agradable. Es una realidad profundamente espiritual, una escuela de virtud, una manifestación del amor divino encarnado en lo humano. Es don y tarea, misterio y práctica concreta. A través de la amistad, el hombre se perfecciona y participa del amor de Cristo a sus hermanos.