La Navidad no es simplemente una celebración cultural o un periodo de intercambio de regalos; es el momento culminante en el que los cristianos conmemoran el misterio más profundo de nuestra fe: la Encarnación de Jesucristo, Dios hecho hombre.
Este evento no solo marca un antes y un después en la historia de la salvación, sino que también ofrece una renovada esperanza a toda la humanidad. Para los católicos, la Navidad es Cristo porque es el nacimiento del Emmanuel, “Dios con nosotros” (Mt 1:23). Es la manifestación concreta del amor divino que entra en el tiempo y la historia para redimirnos.
El misterio de la Navidad nos invita a contemplar a Cristo, no solo como un niño en el pesebre, sino como el Verbo eterno que “se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1:14). Este acto sublime de humildad divina resalta la profundidad de la misericordia de Dios, quien no dudó en asumir nuestra naturaleza humana para salvarnos. Cristo no es simplemente un maestro moral o un profeta, sino el Salvador prometido, el Hijo de Dios que viene a restaurar nuestra relación con el Padre. Por ello, para los católicos, la Navidad no puede separarse de su significado teológico más profundo: la celebración de la presencia de Dios en medio de su pueblo.
En este misterio, María ocupa un lugar crucial. La Iglesia Católica la proclama Theotokos, un título definido en el Concilio de Éfeso en el año 431, que significa “Madre de Dios”. Este título no se refiere únicamente a su maternidad biológica, sino también a su papel teológico como portadora del Verbo encarnado. Al aceptar libremente ser la madre del Salvador, María se convierte en el primer modelo de discipulado, manifestando una fe inquebrantable que responde plenamente al plan divino.
Es importante destacar que este título no sugiere que María sea divina, sino que subraya su papel único en la economía de la salvación. San Agustín nos recuerda que, aunque su maternidad física es extraordinaria, es su fe la que la hace verdaderamente grande. Al responder “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1:38), María se convierte en la primera discípula de Cristo y en un ejemplo para todos los creyentes.
La devoción a María es una expresión profunda de la fe católica. La Solemnidad de María, Madre de Dios, celebrada el 1° de enero, no solo honra su maternidad, sino que nos invita a reflexionar sobre cómo cada uno de nosotros está llamado a llevar a Cristo al mundo. Como dice Elizabeth Johnson, “al llevarlo en nuestros corazones llenos de amor, llevamos al Salvador al mundo necesitado”. María nos enseña que nuestra relación con Jesús no se limita a la adoración, sino que debe traducirse en una acción concreta que transforme nuestra realidad y la de quienes nos rodean.
La Navidad, al recordarnos el papel de María, nos desafía a preguntarnos cómo estamos llevando a Cristo al mundo. Al igual que María, cada uno de nosotros está llamado a ser un portador de Cristo, a manifestar su amor y su verdad en nuestras familias, comunidades y lugares de trabajo. Este llamado no es exclusivo de las mujeres ni de una vocación particular, sino una invitación universal a participar activamente en el plan salvífico de Dios.
En conclusión, celebrar la Navidad es celebrar a Cristo, el regalo más grande que Dios ha dado a la humanidad. Pero también es celebrar a María, la mujer que, con su “sí” incondicional, hizo posible la Encarnación. Al reflexionar sobre este misterio, los católicos no solo miramos al pesebre con asombro, sino que renovamos nuestro compromiso de ser portadores del amor y la esperanza que solo Cristo puede ofrecer al mundo.