En un mundo marcado por el multiculturalismo sin raíces, la inmigración masiva y la islamización silenciosa de Occidente, este texto plantea una urgente reflexión católica: ¿cómo defender la fe, la cultura y la patria sin caer en la trampa del relativismo? Frente a una Iglesia muchas veces desorientada, y a gobiernos que sacrifican la identidad por la tolerancia, la respuesta no es el odio, sino la fidelidad a la Verdad.
Por: Horacio Giusto
El mundo contemporáneo enfrenta un dilema moral, político y espiritual único; es que ciertamente la disolución progresiva de las fronteras nacionales, alentada por ideologías globalistas que debilitan la identidad cultural y religiosa de las naciones cristianas, pone en debate cómo debería comportarse un creyente ante la inmigración masiva y sustitutiva. Para muchos católicos, esta tendencia no es simplemente una cuestión de política migratoria o economía; es una amenaza directa a los fundamentos de la civilización cristiana y al orden moral que la Iglesia ha custodiado durante siglos.
Conviene considerar que el “relativismo cultural” sostiene que todas las culturas son igualmente válidas y que no existe una verdad moral o religiosa objetiva. De hecho, la Enciclopedia Herder postula que el Relativismo Cultural es una “concepción ampliamente extendida en la antropología cultural según la cual los patrones de valores, usos y costumbres son relativos a la cultura de la que forman parte. Así, pues, no pueden establecerse un único punto de referencia para juzgar la corrección o incorrección de valores y costumbres. Cada sistema de valores, y cada conjunto de usos y costumbres, debe ser entendido en función de la cultura que los engendra. De ahí el rechazo a toda comparación que tenga como baremo el de una pretendida superioridad o inferioridad cultural”. Esta postura es explícitamente condenada por el papa Benedicto XVI, quien advirtió que “se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus apetencias”.
En verdad, la Iglesia enseña que Jesucristo es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), y que fuera de Él no hay salvación (extra Ecclesiam nulla salus). Por tanto, la promoción de todas las culturas como moralmente equivalentes —incluidas aquellas que niegan la divinidad de Cristo, la igualdad ontológica entre hombre y mujer o la libertad religiosa— es incompatible con el Evangelio; más erróneo sería decir incluso que todas las religiones son un camino a Dios. Por ello se entiende que las políticas de fronteras abiertas basadas en el multiculturalismo relativista fomentan precisamente esta igualdad ficticia entre religiones y sistemas morales. Se invita a fusionar sociedades que, bajo la bandera de la tolerancia, no comparten —ni desean compartir— los valores cristianos de Occidente, sino que buscan mantener y expandir sus propios códigos sociales y religiosos. Hasta Giovanni Sartori que estaba lejos de defender una monarquía católica, supiera decir que “estamos en manos de políticos ignorantes, que no conocen la Historia ni tienen cultura. Solo se preocupan por conservar su sillón. Pasan el día escuchando la opinión del contrario y pensando en qué respuesta darle. Así no se construye nada. No hay líderes ni hombres de Estado y así nos va: la Unión Europea es un edificio mal construido y se está derrumbando. La situación se hace más desastrosa porque algunos han creído que se podían integrar los inmigrantes musulmanes, y eso es imposible… El islam es incompatible con nuestra cultura. Sus regímenes son teocracias que se fundan en la voluntad de Alá, mientras que en Occidente se fundan en la democracia, en la soberanía popular”[3].
Desde una perspectiva católica, la caridad hacia el extranjero es un mandamiento evangélico (cf. Mt 25,35), pero también lo es el respeto al orden y la justicia. La inmigración ilegal no es simplemente una cuestión administrativa; implica la transgresión de leyes legítimamente establecidas por la autoridad civil; enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2241, Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben. Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas. El mismo número afirma que los inmigrantes, y se vuelve a remarcar, “están obligados a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que los acoge”, lo cual no siempre ocurre.
Numerosos estudios muestran cómo la inmigración masiva e ilegal puede desestabilizar sociedades enteras. Por ejemplo, en Francia, el 10% de la población ya es musulmana, y muchas ciudades como Roubaix o partes de París muestran signos de islamización cultural, con normas sociales paralelas a las del Estado laico. En Suecia, uno de los países con políticas migratorias más abiertas, los delitos sexuales y la violencia urbana han aumentado drásticamente desde la llegada masiva de inmigrantes de países musulmanes. En Alemania, el influjo de más de un millón de refugiados en 2015–2016 tuvo consecuencias sociales y culturales significativas, entre ellas un aumento de la criminalidad en algunas regiones.
La inmigración descontrolada no solo desestabiliza el tejido social, sino que contribuye a la marginalización de las comunidades católicas tradicionales, que ven cómo su identidad es arrinconada en aras de una “convivencia” que muchas veces no es recíproca. El avance del Islam en Europa no es un fenómeno nuevo, pero ha adquirido una dimensión inédita en las últimas décadas, exponiendo cómo esa farsa de “tender puentes” que tienen algunos pastores es, luego, abrir las puertas del corral para que los lobos devoren a sus ovejas. Se ve cómo en Francia, con más de 6 millones de musulmanes (aprox. 9% de la población), se estima que en algunas zonas escolares las prácticas islámicas ya influyen en los menús, la vestimenta y el calendario escolar. La natalidad musulmana supera ampliamente a la del resto de la población. Por otro lado,Reino Unido, Según Pew Research (2017), si continúan las tendencias actuales, los musulmanes podrían representar entre el 17% y el 30% de la población para el año 2050. En Alemania, según sus datos oficiales, el número de musulmanes pasó de 3,3 millones en 2009 a más de 5 millones en 2021. De hecho, “Los musulmanes alcanzarán un tercio de la población mundial en 2060” es lo que vaticina Mundo Islam, al sostener que “la población musulmana, que hoy roza los 1.800 millones de personas, podría alcanzar y superar a la cristiana en el año 2060, según todos los informes prospectivos. Para ese año, el islam podría ser profesado ya por 3.000 millones de creyentes, un 70% más que hoy, y se convertiría en la religión más numerosa del mundo por primera vez en la historia moderna. Los musulmanes representarían entonces el 31,1% de la población mundial, 7 puntos más que ahora, mientras que los cristianos, que hoy suman 2.400 millones, verían disminuir su presencia en términos relativos. África se convertirá dentro de 38 años en el área geográfica con más musulmanes del planeta, incluso por encima del mundo árabe, que hasta hoy ha sido el baluarte sin discusión de la religión del profeta Mahoma”.
Este crecimiento no se limita a cifras demográficas; implica también un aumento de mezquitas, tribunales informales de la sharía, presión por cambios legislativos y rechazo a la asimilación cultural. Mientras los cristianos se ven cada vez más marginados en la vida pública, el islam se presenta con una fuerza social cohesionada, financiada muchas veces desde el extranjero (Arabia Saudita, Catar, Turquía). Históricamente, el islam ha sido un competidor directo del cristianismo, no solo en el plano teológico, sino militar, político y cultural. Desde las conquistas del siglo VII hasta el sitio de Viena en 1683, la expansión islámica ha sido marcada por el uso de la fuerza, la imposición de la sharía y la conversión forzada o el sometimiento de los cristianos. Es que simplemente alcanza con ver que el islam niega la divinidad de Cristo y la Trinidad, pilares del cristianismo; además el Corán contiene pasajes que permiten o incluso alientan la violencia contra los infieles (por ejemplo, Sura 9:5). Por su parte, la sharía, en su interpretación clásica, no reconoce la igualdad entre hombres y mujeres ni la libertad religiosa. Por tanto, un católico fiel no puede ver al islam como una “religión hermana” en igualdad de condiciones, sino como una religión teológicamente errada y moralmente incompatible con muchos valores cristianos.
El Catecismo enseña bien que los gobernantes tienen el derecho y la obligación de regular la inmigración según el bien común (n. 2241). No hay obligación moral de aceptar a todo el que desea entrar, y mucho menos cuando su presencia debilita la fe, la paz social o el orden público. Frente a la expansión del islam, la desorientación espiritual de Occidente y la traición de muchos líderes eclesiásticos al espíritu misionero de la Iglesia, el católico comprometido debe defender no solo su fe, sino también su cultura, su patria y sus raíces.
La oposición católica a las fronteras abiertas no nace del odio, sino del amor, el amor a la Verdad, a la Patria, a la Iglesia y a la Justicia. No es xenofobia, sino discernimiento y distinción entre el bien y el mal, para no ser de aquellos que llamen bueno a lo malo y malo a lo bueno.