Aunque a menudo se reduce a simple “moderación”, la templanza es una virtud cardinal de profundo significado espiritual y moral. Desde la filosofía griega hasta la teología cristiana y desde la ética hasta la psicología contemporánea, esta virtud enseña a dominar los deseos y orientar los placeres hacia el bien. En un mundo marcado por el hedonismo y el exceso, la templanza se revela como un camino hacia la verdadera libertad interior, la paz del alma y la vida virtuosa.
Por: Horacio Giusto
La templanza es una de las cuatro virtudes cardinales clásicas, junto con la prudencia, la justicia y la fortaleza. Aunque en el imaginario popular suele ser entendida simplemente como “moderación” o “autocontrol”, su significado profundo va mucho más allá. Para el católico es “una virtud sobrenatural que modera la inclinación a los placeres sensible, especialmente del tacto y del gusto, conteniéndola dentro de los límites de la razón iluminada por la fe”.
El término templanza proviene del latín temperantia, que a su vez traduce el griego sophrosyne (σωφροσύνη), un concepto fundamental en la ética de los antiguos griegos; significa moderación, sobriedad y equilibrio. Para Platón, en La República, es una de las virtudes que deben regir el alma y la ciudad; una armonía entre las partes racionales y apetitivas del alma humana. La templanza consiste en que la parte racional domine sobre los apetitos desordenados, se explica que es la virtud propia de la parte concupiscible del alma y, en armonía con el coraje y la sabiduría, conduce al ser humano a la virtud de la justicia. Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, ofrece una definición más matizada. La templanza es la virtud que regula los placeres del cuerpo, especialmente los relacionados con el gusto y el tacto (comida, bebida, sexo), guiando al ser humano a actuar con moderación conforme a la razón. Para Aristóteles, la virtud es el justo medio entre el exceso y el defecto; así, la templanza es el justo medio entre la insensibilidad (la represión exagerada) y la intemperancia (la entrega desordenada al placer).
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El cristianismo retoma y transforma el concepto de templanza. Desde los primeros Padres de la Iglesia hasta Santo Tomás de Aquino, la virtud es vista no sólo como equilibrio humano, sino como parte del camino hacia la santidad y la participación en la vida divina. San Agustín entiende la templanza como amor ordenado. En “Ciudad de Dios”, afirma que la templanza es el amor que se guarda puro e íntegro para Dios. No se trata simplemente de controlar pasiones, sino de dirigirlas hacia su fin último: Dios. La templanza cristiana tiene un componente teológico: no basta con moderarse por conveniencia o por equilibrio, sino por amor y fidelidad a la voluntad divina. Dice el Santo en cuestión “Pongamos primero la atención en la templanza, cuyas promesas son la pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto, tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven cogidos en las redes de los mayores errores y aflicciones. La codicia, dice el Apóstol, es la raíz de todos los males, y quienes la siguen naufragan en la fe y se hallan envueltos en grandes aflicciones (1 Tim 6, 10). Este pecado del alma está figurado en el Antiguo Testamento de una manera bastante clara, para quienes quieran entender, en la prevaricación del primer hombre en el paraíso (…).
Nos amonesta Pablo (cfr. Col 3, 9) que nos despojemos del hombre viejo y nos vistamos del nuevo, y quiere que se entienda por hombre viejo a Adán prevaricador, y por el nuevo, al Hijo de Dios, que para librarnos de él se revistió de la naturaleza humana en la encarnación. Dice también el Apóstol el primer hombre es terrestre, formado de la tierra; el segundo es celestial, descendido del cielo. Como el primero es terrestre, así son sus hijos; y como el segundo es celestial, celestiales también sus hijos, como llevamos la imagen del hombre terrestre, llevemos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 47); esto es despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ésta es la función de la templanza: despojarnos del hombre viejo y renovarnos en Dios, es decir, despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas, y referir todo su amor a las cosas invisibles y divinas (…)”.
Santo Tomás de Aquino, en su Suma Teológica, sistematiza la virtud de la templanza como una disposición habitual del alma que modera los placeres sensibles conforme a la razón iluminada por la fe. La templanza, dice, permite al hombre mantenerse firme en la integridad moral y espiritual, evitando que los placeres corporales dominen el alma. Para él, la templanza se expresa en múltiples formas concretas: la castidad, la sobriedad, la modestia, la continencia. Pero no implica represión sino orden: disfrutar de los bienes sensibles en su justa medida y en el momento adecuado. La templanza, en este sentido, es libertad frente al desorden pasional, y por tanto una clave para la vida virtuosa y cristiana. Explicita en su Suma Teológica: “al como ya señalamos (1-2 q.55 a.3), es esencial a la virtud inclinar al hombre al bien. Pero el bien del hombre consiste en vivir conforme a la razón, como dice Dionisio en IV De Div. Nom.. Por consiguiente, es virtud humana la que inclina hacia lo que es acorde con la razón. Ahora bien: la templanza inclina claramente a esto, pues su mismo nombre indica cierta moderación o atemperación, propias de la razón. Luego la templanza es virtud… En el lenguaje humano, algunos nombres comunes se suelen usar para designar por antonomasia los objetos más importantes dentro del conjunto definido por ellos; así, el nombre ciudad designa por antonomasia a Roma. De igual modo, el nombre templanza admite una doble acepción. En primer lugar, según su acepción más común. Y así, la templanza no es una virtud especial, sino general; indica, en efecto, una cierta moderación o atemperación impuesta por la razón a los actos humanos y a los movimientos pasionales, es decir, algo común a toda virtud moral. Sin embargo, la noción de templanza es distinta de la de fortaleza, incluso considerando ambas como virtudes generales; pues la templanza aparta al hombre de aquello que le atrae en contra de la razón, y la fortaleza, en cambio, le anima a soportar y afrontar la lucha contra lo que le lleva a rehuir el bien de la razón. Pero si consideramos la templanza por antonomasia, como lo que pone freno al deseo de lo que atrae al hombre con más fuerza, entonces sí es una virtud especial, que tiene una materia especial, igual que la fortaleza”.
En la modernidad, aunque el lenguaje de las virtudes pierde centralidad frente a teorías éticas más racionalistas o utilitaristas, algunos pensadores conservan la preocupación por el dominio de sí. Kant, aunque no usa el término “templanza” como tal, incorpora su esencia en su noción de autonomía moral. El ser humano libre es aquel que actúa conforme al deber, no esclavo de sus inclinaciones. La subordinación de los deseos a la ley moral puede verse como una expresión racionalista de la templanza. La virtud consiste en actuar por respeto a la ley moral, venciendo el imperio de las pasiones. Incluso, y paradójicamente, hasta Nietzsche, quien criticó el ascetismo cristiano, reconoce el valor del autocontrol, aunque desde otra óptica. En su ideal del “superhombre” (Übermensch), la fuerza de voluntad y la autotransformación constante son centrales. Aunque se distancia del concepto tradicional de templanza por su crítica a la represión religiosa, Nietzsche aprecia una forma de “templanza activa”, esto es, una capacidad de dominar las fuerzas interiores para crear nuevos valores.
En las últimas décadas, la psicología ha redescubierto el valor de las virtudes, entre ellas la templanza, desde un enfoque empírico y científico. Martin Seligman y Christopher Peterson, en su obra “Character Strengths and Virtues”, clasifican la templanza como una de las seis virtudes humanas universales, junto con la sabiduría, el coraje, la justicia, la humanidad y la trascendencia. Para ellos, la templanza incluye fortalezas como el autocontrol, la prudencia, la humildad y la capacidad de perdonar. La templanza aparece como clave para una vida equilibrada y satisfactoria. El autocontrol, definido como la capacidad de posponer gratificaciones inmediatas en favor de metas a largo plazo, ha sido estudiado extensamente por psicólogos como Walter Mischel (con el famoso experimento del malvavisco). Su investigación demostró que los niños capaces de esperar por una recompensa mayor tenían mejores resultados en la vida adulta. La templanza, entonces, no sólo tiene un valor moral, sino también práctico y psicológico.
El psiquiatra vienés Viktor Frankl, creador de la logoterapia, aporta una visión existencial que conecta profundamente con la templanza cristiana. Para Frankl, la verdadera libertad humana no es hacer lo que uno quiere, sino ser capaz de responder con sentido ante cualquier circunstancia, incluso las más dolorosas. Esta “libertad interior” implica dominio de uno mismo, autocontrol, y orientación hacia un propósito trascendente: todos elementos de la templanza entendida como virtud espiritual y existencial.
En un mundo dominado por el hedonismo, el consumo compulsivo y la gratificación inmediata, la templanza puede parecer una virtud obsoleta o anticuada. Sin embargo, tanto la tradición cristiana como la filosofía y la psicología contemporánea coinciden en que la verdadera libertad no es seguir cualquier deseo, sino saber gobernarlos.
La templanza no es represión, sino sabiduría práctica. No niega los placeres, sino que los integra en una vida orientada al bien. Nos libera del caos interior y nos conduce a una paz que nace de la armonía entre cuerpo, mente y espíritu. En el cristianismo, esto se traduce en vivir conforme al Espíritu, donde los frutos —como la paz, la mansedumbre y la moderación (Gálatas 5,22-23)— son consecuencia de una vida en gracia y dominio de uno mismo. En una sociedad donde se glorifica el exceso y se desprecia el límite, esta virtud ofrece una forma de sabiduría que no niega el deseo, sino que lo ordena hacia el bien.