En medio de una batalla ideológica sin precedentes, el progresismo ha convertido la “resignificación” y la “deconstrucción” en armas culturales para desmantelar el legado cristiano de Occidente. Este artículo examina críticamente cómo estos conceptos subvierten el lenguaje, la moral y la verdad objetiva, proponiendo una respuesta desde la filosofía realista y la fe católica ante lo que Benedicto XVI denunció como una dictadura del relativismo.
Por: Horacio Giusto
La cultura contemporánea se encuentra en un momento de intensas batallas ideológicas que ponen a prueba el semblante identitario de cada nación. Dentro de este escenario, conceptos como “resignificación” y “deconstrucción” se han vuelto ejes discursivos fundamentales para los movimientos progresistas, que buscan reconfigurar el sentido común y el lenguaje para así subvertir la forma en que se concibe la realidad. Por ello es que se hace necesario examinar críticamente el origen, el desarrollo y el uso estratégico de estos conceptos, particularmente en su relación con el cristianismo, el cual es percibido por ciertos sectores como un obstáculo para la instauración de nuevos paradigmas culturales.
Así pues, de manera simple y resumida, podríamos decir que la resignificación consiste en el acto de atribuir un nuevo sentido a un símbolo, discurso, institución o práctica previamente establecido. En su raíz etimológica, el término implica volver a dotar de significado a algo, lo cual supone un desplazamiento, una transformación intencional del valor cultural, moral o espiritual de un objeto simbólico. Este proceso no ocurre en el vacío, sino que se inserta dentro de una lucha por el poder semiótico: ¿quién tiene la autoridad de nombrar? ¿quién define qué significa qué?
Desde una perspectiva realista, el significado se refiere a la capacidad de un elemento, como una palabra o un signo, de expresar o representar algo más allá de sí mismo, es decir, su relación con el objeto que denota; es interesante ver que aquí el lenguaje guarda vínculo con la verdad, ya que la verdad como juicio lógico se entiende que es “la correcta adecuación del intelecto a la realidad”. El concepto, por otro lado, es el producto de la abstracción del intelecto, una representación mental de la esencia o forma general de un objeto o conjunto de objetos, lo que permite luego la formación de juicios. Por lo tanto, para que el lenguaje exprese un significado propio, claro y preciso, es necesario que se asiente en un concepto ordenado a la verdad. El significado para un realista, y más para un católico, no es una creación arbitraria del sujeto, sino una participación en el Logos divino, aquella inteligencia superior que otorga orden, verdad y dirección al mundo. Vale recordar que el lenguaje, para San Agustín, es un medio sensible necesario para comunicar el pensamiento; podríamos decir que el lenguaje es un vehículo para alcanzar la Verdad, no un instrumento para manipularla. De hecho, Para San Agustín, la verdad no es simplemente una coincidencia entre el pensamiento y la realidad, sino que está intrínsecamente vinculada a la búsqueda de Dios, y eso es lo que conecta el juicio humano con la realidad que le trasciende. Por ello, la resignificación moderna, cuando se ejerce sin referencia a una verdad objetiva, se convierte en un gesto de rebeldía contra el orden trascendente.
El proceso de resignificación no es autónomo: bebe de una raíz filosófica específica, la deconstrucción, asociada principalmente con Jacques Derrida. Esta corriente crítica postula que todo texto (y por extensión, toda cultura) está plagado de contradicciones internas, y que el sentido nunca es estable, sino diferido. Deconstruir significa, en esencia, desmontar las estructuras conceptuales que sustentan la autoridad de ciertos discursos, evidenciando sus presupuestos ocultos.
Aunque presentada como una metodología neutral de análisis en un principio, la deconstrucción ha sido empleada políticamente para deslegitimar las cosmovisiones tradicionales, especialmente aquellas que apelan a fundamentos metafísicos, como el cristianismo. Lo que se promueve es una radical inestabilidad del significado, un terreno fértil para que la voluntad de poder, más que la verdad, determine qué debe creerse y vivirse.
No en vano, el progresismo, entendido como una corriente que persigue la transformación radical de las estructuras sociales en nombre de la igualdad, la autodeterminación y los “nuevos derechos”, ha encontrado en la resignificación y la deconstrucción sus herramientas predilectas para subvertir el legado cristiano de Occidente. Uno de los principales frentes de esta ofensiva cultural es el lenguaje propiamente. Palabras como “familia”, “amor”, “libertad”, “justicia” y “derechos” han sido resignificadas para adaptarse a una antropología ajena —cuando no abiertamente hostil— al cristianismo. Así, la familia deja de ser la unión natural entre un hombre y una mujer abierta a la vida, para convertirse en cualquier forma de cohabitación afectiva, por ejemplo. Así también, el amor ya no se define como entrega sacrificial, sino como una autorrealización emocional. También, como entre tantos casos más que se podrían mencionar, la libertad se reduce a la autonomía absoluta, desvinculada del bien y de la verdad.
En este contexto, el cristianismo no sólo es visto como una opción espiritual entre otras, sino como un sistema que debe ser desmontado, precisamente porque custodia un orden simbólico que se resiste a la manipulación arbitraria. La moral cristiana, en su visión del hombre como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios, tiene una comprensión del cuerpo, del sexo, de la vocación religiosa, del orden político, de la unión familiar (entre tantos tópicos más), que son percibidos como estructuras represoras que impiden la fluidez del nuevo sujeto deseante que promueve el progresismo, aquel donde sólo prima la propia voluntad y sus pasiones.
Frente a esta ofensiva, el cristianismo está llamado no a replegarse, sino a proponer con claridad y caridad su visión del mundo. El combate no es simplemente político, sino espiritual y cultural. Como advirtió Benedicto XVI, nos enfrentamos a una “dictadura del relativismo”, que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio ego y sus deseos. La tarea de los católicos, y en particular de los filósofos, es doble: por un lado, denunciar la falsa neutralidad de los procesos de resignificación, mostrando su raíz nihilista; por otro, volver a articular las verdades trascendentales en la vida humana, de modo que el corazón del hombre moderno pueda reconocer en ellos no una imposición que restringe, sino una verdad que libera.
La resignificación y la deconstrucción no son meras herramientas teóricas, sino armas culturales en una batalla por el alma de la civilización. El progresismo las utiliza para redefinir los fundamentos del orden simbólico occidental, con el cristianismo como blanco fundamental. Frente a esta realidad, hoy se deben desenvainar espadas para decir que el cielo es celeste y el pasto verde.