En una decisión unánime, la Corte Suprema de Estados Unidos reafirmó que la ley debe aplicarse por igual a todos los ciudadanos, sin importar si pertenecen a una mayoría o minoría. El caso de Marlean Ames, discriminada por ser heterosexual, pone en jaque ciertas políticas de Diversidad, Equidad e Inclusión y marca un precedente clave frente al avance de la discriminación inversa.
Por: Horacio Giusto
La reciente decisión unánime de la Corte Suprema de los Estados Unidos en el caso Ames v. Ohio Department of Youth Services representa un hito jurídico que merece una reflexión desde la perspectiva del realismo filosófico. Este fallo reafirma que la ley debe aplicarse de manera equitativa a todos los individuos, sin importar su pertenencia a grupos mayoritarios o minoritarios. Marlean Ames, una mujer heterosexual, alegó haber sido discriminada en su lugar de trabajo en favor de colegas homosexuales menos cualificados. La Corte Suprema determinó que imponerle una carga probatoria adicional por su pertenencia a un grupo mayoritario era incompatible con el Título VII de la Ley de Derechos Civiles de 1964. De hecho, como explica el sitio “apnews”, la decisión de los jueces afecta demandas en 20 estados y el Distrito de Columbia, donde, hasta ahora, los tribunales habían establecido un estándar más alto cuando los miembros de un grupo mayoritario, incluidos aquellos que son blancos y heterosexuales, demandan por discriminación bajo la ley federal.
“Al establecer las mismas protecciones para cada ‘individuo’ —sin importar su membresía en un grupo minoritario o mayoritario— el Congreso no dejó espacio para que los tribunales impusieran requisitos especiales únicamente a los demandantes del grupo mayoritario”, escribió Jackson. Aunque se unió a la opinión de Jackson, el juez Clarence Thomas señaló en una opinión separada que algunos de los “empleadores más grandes y prestigiosos del país han discriminado abiertamente a aquellos que consideran miembros de los llamados grupos mayoritarios”.
Esta decisión es coherente con la idea de que la justicia debe basarse en principios universales y no en identidades grupales. La ley, en su esencia, busca proteger a todos los ciudadanos por igual, y cualquier desviación que otorgue privilegios o imponga cargas adicionales basadas en la pertenencia a un grupo socava este principio fundamental. Este fallo es un antecedente que sirve de quiebre a las perspectivas posmodernas o constructivistas que sostienen que la justicia es una función del poder, del lenguaje o de la historia. Es que ciertamente los derechos no emergen de la lucha política de colectivos, sino del valor intrínseco de cada persona. La justicia se realiza cuando se respeta el derecho que corresponde a cada uno en virtud de su humanidad, no de su pertenencia a una minoría o mayoría.
El fallo también pone en tela de juicio ciertas prácticas de Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI) que, aunque bien intencionadas para algunos, en la realidad práctica pueden derivar en discriminaciones inversas. Al establecer estándares diferentes según la identidad del individuo, se corre el riesgo de perpetuar nuevas formas de injusticia. El caso ilustra una creciente tendencia en algunas políticas públicas contemporáneas: la discriminación inversa, esto es, la práctica de favorecer a miembros de grupos históricamente marginados a costa de otros. Aunque estas medidas suelen justificarse en nombre de la reparación histórica, desde el realismo se objeta que tal reparación no puede realizarse por medio de una nueva injusticia. Para un realista, la ley debe ser universal, esto es, aplicarse a todos por igual. Cualquier modificación del principio de igualdad ante la ley socava su credibilidad y, peor aún, rompe la coherencia lógica del sistema jurídico. Si se requiere que una mujer heterosexual, como en este caso, cumpla con una carga probatoria mayor que la que se exigiría a una mujer lesbiana en circunstancias similares, se está privilegiando la identidad por encima de los hechos objetivos. Esto no solo es injusto; es irracional. Esto significa pues, que discriminar a Marlean Ames, o imponerle obstáculos adicionales, no es menos injusto que hacerlo con alguien que pertenece a un grupo históricamente oprimido. La dignidad humana no se mide por cuotas de representación ni por narrativas de victimización. Es un valor absoluto.
Por lo dicho, la decisión de la Corte Suprema representa un regreso saludable a la centralidad del derecho como expresión de la razón práctica orientada al bien común. En una época en que la justicia tiende a ser reinterpretada a través de lentes ideológicas y emocionales, este fallo muestra la necesidad de juzgar no por afinidad grupal, sino por el uso sano de la razón.