En una era dominada por la imagen y el marketing de la virtud, la humildad corre el riesgo de convertirse en espectáculo. Este texto desmonta la falsa asociación entre pobreza externa y humildad auténtica, recordando que la verdadera virtud no necesita ser exhibida, sino vivida en lo oculto del alma, como lo hizo Cristo.
Por: Horacio Giusto
En La salvación de lo bello, el filósofo Byung Chul Han decía: “El orden digital desplaza todos los parámetros del ser. «Propiedad», «vecindad», «clan», «estirpe» y «estamento» se encuadran todos ellos en el orden terreno, en el orden de la tierra. La interconexión digital disuelve el clan, la estirpe y la vecindad. La economía del compartir o del sharing hace que también la «propiedad» se vuelve superflua, reemplazándola por el acceso. El medio digital se asemeja al mar sin carácter, en el que no pueden inscribirse líneas ni marcas fijas. En el mar digital no se pueden edificar fortalezas, ni umbrales, ni muros, ni fosos, ni mojones fronterizos. Se pueden interconectar mal los caracteres firmes. No son capaces de conexión ni de comunicación. En los tiempos de la interconexión, de la globalización y de la comunicación, un carácter firme no es más que un obstáculo y un inconveniente. El orden digital celebra un nuevo ideal. Se llama el hombre sin carácter, la lisura sin carácter.”
En ese sentido se puede ver cómo toda la existencia posmoderna se reduce a eso, a una imagen sin contenido, a una selfie, a un retrato hermoso de un yo vacío. Y, así pues, el mundo religioso no está exento de este postureo; es más, hoy pareciera que si uno no muestra lo virtuoso que es entonces la virtud no existe. De allí es que se vive un retorno al fariseísmo, por cuanto no faltan los hombres de fe que públicamente deben mostrar su virtud, concretamente, la “humildad” para que así se sepa que son eso, “humildes”. Hoy ser humilde es tener la soberbia de mostrarse públicamente en una imagen que vocifere a los cuatro vientos: “mírenme, soy especial, yo sí soy humilde como Jesús, yo no soy como esos pecadores que caen en las opulencias del capitalismo”.
No se puede negar que, en la tradición católica, la humildad es una virtud esencial para vivir conforme al Evangelio. La humildad es la virtud “derivada de la templanza, que nos inclina a cohibir el desordenado apetito de la propia excelencia, dándonos el justo conocimiento de nuestra pequeñez y miseria principalmente con relación a Dios”. Sin embargo, en muchas ocasiones se confunde con la pobreza material o, peor aún, con la apariencia de pobreza. Esta confusión puede llevar a malentendidos tanto dentro como fuera de la Iglesia. La virtud de la humildad, la verdadera humildad, no consiste en mostrar una imagen de carencia, sino en adoptar una actitud interior de verdad, sencillez y dependencia de Dios.
Ciertamente, la humildad es, ante todo, una disposición del corazón. Santo Tomás de Aquino dice al respecto: “El bien de la virtud humana consiste en el orden de la razón, el cual se mira principalmente por orden al fin. Por eso las virtudes teológicas, cuyo objeto es el último fin, son las más excelentes. Pero, secundariamente, se tiene en cuenta también el orden que guardan entre sí los medios en función del fin. Esta ordenación consiste esencialmente en la misma razón que ordena y, por participación, en el apetito ordenado por medio de la razón. Esta ordenación, en forma universal, es efectuada por la justicia, sobre todo la legal. Pero el que el hombre se someta a su dictamen es obra de la humildad de forma universal y en todas las materias, y todas las demás virtudes en alguna materia especial. Por eso después de las virtudes teologales y de las intelectuales, que dicen orden a la misma razón, y de la justicia, sobre todo la legal, la humildad es la más excelente de todas”. No se trata de minimizarse falsamente ni de despreciarse, sino de reconocerse tal como uno es: criatura limitada, necesitada de Dios, y, sin embargo, infinitamente amada por Él, donde uno ordena su naturaleza racional a la Verdad. En este sentido, la humildad no depende de la vestimenta, de la posición social ni de los bienes materiales, sino de una actitud del alma que busca la perfección de sus potencias en reconocimiento verdadero de sus límites.
Jesús mismo, modelo supremo de humildad, no fue siempre “pobre” en el sentido externo. Aceptó que mujeres pudientes lo ayudaran con sus recursos (cf. Lc 8,1-3), no condenó el uso de perfumes costosos (cf. Jn 12,1-8) y asistió a banquetes en casas de ricos. Su humildad se manifestaba en su obediencia al Padre, en su cercanía a los marginados, y en su disposición para servir, incluso lavando los pies de sus discípulos. Él no necesitó adoptar una apariencia externa de miseria para mostrar su humildad. Su grandeza residía en que, siendo Dios, se hizo siervo (cf. Flp 2,6-7). Pero, vale recordar que fue Judas, el traidor, quien dijo: “¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?”; no en vano los populistas y demagogos, aquellos que quieren “mostrarse humildes” terminan siendo los primeros en traicionar la Verdad.
Además, la humildad tampoco implica rechazar los dones o talentos que Dios nos ha dado. Como lo expresó Santa Teresa de Ávila, “la humildad es andar en verdad”. Fingir no tener capacidades, negar los propios logros o rehuir responsabilidades puede parecer modesto, pero en realidad es una forma de orgullo disfrazado. El humilde verdadero reconoce sus dones, pero no se gloría de ellos, pues sabe que todo lo ha recibido de Dios (cf. 1 Cor 4,7). A veces se cae en la soberbia de querer mostrarse virtuoso, incluso cercano a los pobres, pero en ese marketing precisamente se ve cómo se gastan millones de dólares en el postureo que podrían tranquilamente destinarse a caridad sin que la mano derecha sepa qué hizo la izquierda.
En el contexto actual, donde muchas veces se valora la imagen por encima de la realidad, es fácil caer en una especie de “teatro de humildad“, donde se aparenta pobreza para ganarse el favor o la admiración de los demás. Esta actitud contradice el Evangelio. Jesús advirtió contra quienes hacían alarde de su piedad para ser vistos (cf. Mt 6,1-6). La humildad auténtica no busca ser notada, sino vivida en lo oculto del corazón. Por tanto, todos estamos llamados a vivir la humildad con honestidad ante todo. No se trata de cuánto tenemos o no tenemos, sino de cómo nos relacionamos con Dios y con los demás. Podemos ser humildes siendo ricos o pobres, doctos o sencillos, siempre que reconozcamos que todo bien viene de Dios y que estamos al servicio de su voluntad. La humildad cristiana no es cuestión de apariencia externa ni de pobreza material. Es una actitud interior de verdad, confianza y entrega. Es reconocer que sin Dios nada somos, y que todo lo que somos y tenemos está ordenado al amor. Vivir con humildad es caminar en la verdad, no en la simulación. Y eso, más que cualquier imagen, es lo que agrada al corazón de Dios y cumple su voluntad.