Variación de la tasa de fertilidad entre 1950 y 2025 en Europa
Europa enfrenta una silenciosa pero profunda implosión poblacional: con tasas de fecundidad en mínimos históricos, hogares sin hijos y una cultura que ha reemplazado la maternidad por la autosuficiencia, la región se encamina hacia una crisis irreversible cuyas raíces no son solo económicas, sino espirituales.
Por: Horacio Giusto
El informe de Eurostat sobre demografía, con datos actualizados a junio de 2025, presenta una visión cada vez más preocupante para el futuro poblacional de Europa. La persistente caída en las tasas de natalidad, sumada al progresivo envejecimiento de la población, ya comienza a generar efectos visibles y apunta a un escenario de estancamiento demográfico en los próximos años.
Una realidad alarmante se desprende del informe, y es que en 2024, menos de una cuarta parte de los 202 millones de hogares en la Unión Europea (23,6%) contaban con al menos un hijo menor de edad. Esto significa que el 76,4% de los hogares están conformados únicamente por adultos. Además, entre los hogares con hijos, casi la mitad tiene un solo niño. Estas cifras reflejan un panorama que muchos expertos califican como una inminente “glaciación demográfica”, con inevitables repercusiones económicas y sociales. Aunque algunos podrían considerar alentador que esta tendencia se haya mantenido estable desde 2021, lo cierto es que se trata de una señal profundamente negativa. La combinación de un envejecimiento poblacional constante y una natalidad en retroceso continúa debilitando las bases demográficas de Europa. En 2023, los nacimientos descendieron a 3,665 millones, el nivel más bajo registrado desde 1961. La tasa media de fecundidad se ubica en apenas 1,38 hijos por mujer, muy por debajo del umbral de reemplazo generacional, establecido en 2,1. Ninguno de los países de la Unión Europea logra alcanzar ese umbral. La tasa más alta corresponde a Bulgaria, con 1,63 hijos por mujer en 2024, seguida de Francia, con 1,62. En el otro extremo, Malta presenta la tasa más baja, estimada en solo 1,08 hijos por mujer. Si se comparan las cifras de 1950, cuando la fecundidad era de 2,7 hijos por mujer, con las actuales (1,36 en 2024), se evidencia una caída abrupta y sostenida, prácticamente a la mitad en poco más de siete décadas.
Entre los hogares europeos que tienen hijos, la mayoría se limita a un solo niño: el 49,8% de ellos opta por una familia de hijo único. Le siguen las familias con dos hijos (37,6%) y aquellas con tres o más, que representan apenas el 12,6%. Esta tendencia refleja el progresivo retroceso de las familias numerosas, que tienden a desaparecer, especialmente en países como Finlandia (donde solo el 18% de los hogares con hijos son familias numerosas), Lituania (19,6%) y Alemania (20,1%). En contraste, Eslovaquia (35,6%), Irlanda (31%) y Chipre (28,6%) destacan como los países con mayor proporción de hogares con hijos en la Unión Europea.
Este cambio en la estructura familiar preocupa profundamente a demógrafos y economistas, quienes advierten sobre sus implicancias de largo plazo: una reducción constante de la población en edad laboral, una creciente presión sobre los sistemas de pensiones y de salud, y un riesgo real de estancamiento económico e incluso recesión. Aunque varios Estados miembros han aplicado políticas natalistas, sus efectos han sido, en el mejor de los casos, limitados e insuficientes frente a la magnitud del problema.
Las causas de esta crisis no son solo económicas. También existen factores sociales y culturales que inciden directamente en la decisión de formar una familia. Entre ellos destacan la precariedad laboral, el alto costo de la vivienda, la falta de medidas eficaces para conciliar la vida familiar y profesional, y las exigencias del mercado sobre las mujeres en términos de trabajo y carrera. Pero quizá el cambio más profundo sea de orden moral: la pérdida progresiva de los principios cristianos que daban sentido y estabilidad al concepto de familia, sumada a un sistema educativo que ya no la promueve ni la defiende, ha generado un clima social que desalienta tanto la maternidad como la paternidad. El Consejo Europeo sobre Demografía, en su más reciente informe, lo expresa con claridad y urgencia: «La situación es crítica. Sin nuevos nacimientos hoy, no habrá adultos que nos sostengan mañana».
En su último libro, el fallecido Patrick Buisson ofreció un análisis incisivo y sin concesiones sobre las causas profundas que han conducido a Europa a su actual declive demográfico. Su diagnóstico comienza con un cambio cultural radical; esto es, la transformación del trabajo femenino. Lo que alguna vez fue una actividad secundaria y complementaria, se convirtió —según Buisson— en “el gran proyecto existencial alternativo a la maternidad”. Esta mutación no fue neutra ya que desplazó el ideal de la mujer como madre hacia un modelo centrado en la productividad, la autosuficiencia y la realización individual fuera del hogar.
Buisson también aborda con crudeza el impacto de la “sociedad anticonceptiva”, a la que dedica el capítulo titulado «Aviso de tormenta sobre la madre». Esta expresión resume una realidad donde la fertilidad es vista como un problema, y la maternidad, como una carga o una opción de segundo orden. Esta mentalidad, afirma el autor, pavimentó el camino hacia la sociedad abortiva, donde el derecho a no tener hijos se antepone a toda otra consideración, incluso a la vida misma. A esto se suma —según Buisson— la idolatría del cuerpo, que impone una “obligación de belleza” incompatible con el desgaste natural que conlleva el embarazo y la crianza. Esta presión estética se enlaza con la revolución sexual de mayo del 68, que legitimó un modelo de sexualidad sin compromiso, desarraigado del amor estable y de la procreación. La sexualidad se volvió mercancía, consumo, placer desvinculado de la trascendencia.
Todo esto desemboca en el ideal de la autonomía personal y del individualismo radical, que para el difunto Patrick Buisson ha destruido el tejido social, dando lugar a lo que denomina una “disociedad”, lo que implica una sociedad fracturada, sin vínculos duraderos ni proyectos comunes. En este contexto, el matrimonio tradicional, como institución portadora de estabilidad y apertura a la vida, ha perdido su centralidad. Paralelamente, la economía fue perdiendo solidez, debilitada por políticas erráticas que, en lugar de sostener a las familias, contribuyeron a su fragmentación.
Pero el golpe más profundo, según Buisson, ha sido espiritual, una apostasía silenciosa, casi imperceptible en su desarrollo, pero devastadora en sus efectos. Y aquí no escatima críticas a la Iglesia, que lejos de resistir el movimiento de secularización, lo habrían acelerado con una posición más propia del ecumenismo y la sinodalidad.
Hoy, todos estos cambios ya no son excepciones o tendencias marginales, sino que forman parte del alma misma de la cultura dominante. Están tan profundamente interiorizados que ninguna política natalista, por bien diseñada que esté, parece tener la fuerza suficiente para revertir la situación. No bastarán medidas técnicas, ni los discursos ecológicos, ni las experiencias sinodales. La raíz del problema es espiritual y antropológica, por ello lo óptimo es volver al primer mandato: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Ejerzan dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra”.