Lejos de ser solo una novedad tecnológica, la inteligencia artificial refleja la crisis de un pensamiento moderno que, al reducir la inteligencia humana a procesos cuantificables, ha olvidado su dimensión espiritual. Más que una herramienta, la IA es el síntoma de una visión empobrecida del hombre y de la sabiduría, que urge revisar desde una perspectiva metafísica más profunda.
Por: Horacio Giusto
Desde los albores de la modernidad en su supuesto giro antropocéntrico, el hombre ha emprendido un ambicioso intento por alcanzar un dominio exhaustivo de los procesos mentales, destacando disciplinas tales como la epistemología, la antropología y la psicología. Vicio propio del hombre desligado del orden trascendental y divino, tal empresa, animada por una confianza exacerbada en las capacidades de la razón instrumental, ha tendido progresivamente a identificar la verdad con lo mensurable y a reducir el conocimiento a un procedimiento metódico, purgado de errores y pasiones. Esta mentalidad condujo, no sin consecuencias, a una progresiva desconfianza hacia las dimensiones más frágiles y creativas del alma humana. Resultado de ello se ha producido una tendencia a construir dispositivos y sistemas —suplementos, por así decir— que pretendan regir y normar la acción correcta, desplazando la deliberación prudencia del alma racional por la lógica impresa en los algoritmos.
La irrupción reciente de la llamada inteligencia artificial (IA) en nuestra vida cotidiana no es sino la consumación técnica de este largo anhelo moderno de generar una pretendida técnica que optimice los procesos cognitivos del hombre. Su presencia, sin embargo, lejos de disipar las incertidumbres, las exacerba. La atmósfera espiritual en la que nos hallamos —atravesada por el asombro, el temor, la exaltación o el rechazo— no habla tanto de la novedad tecnológica de estos sistemas como del agotamiento de una forma de pensar que ha pretendido sostener durante siglos la vida común. Así, la IA aparece más como un signo que como una causa; es el signo de una sociedad que, en su afán por objetivar la inteligencia, ha amputado su verdadera esencia.
Para comprender adecuadamente este fenómeno, una lectura que se podría hacer es volver la mirada hacia las raíces metafísicas del pensamiento moderno, cuya figura paradigmática es, sin duda, René Descartes. En su “Discurso del método”, el filósofo francés afirma que el fundamento del conocimiento y de la existencia reside en el cogito, en una operación del alma que se concibe desligada del cuerpo y de la experiencia sensible. Esta escisión entre el pensamiento y la corporeidad, entre la razón y la afectividad, inaugura una forma de conocer que ya no parte de la totalidad del ser humano, sino que pretende universalizar un modelo abstracto de razón calculadora.
Es, pues, comprensible que este método cartesiano —concebido como un conjunto de reglas universales y aplicables a cualquier entendimiento— haya devenido, a través de la educación moderna, en una suerte de proto-inteligencia artificial. Esto en cuanto una guía externa que pretende pilotar el pensamiento sin la necesidad de la virtud, la experiencia o la sabiduría. Pero si este modelo lleva siglos operando entre nosotros, ¿por qué el desconcierto actual ante la IA? ¿Acaso no estamos preparados para asumir las consecuencias de nuestros propios principios?
Desde una perspectiva tomista, se puede argumentar que la raíz del malestar contemporáneo se encuentra en la confusión entre la actividad mental y el acto de pensar propiamente dicho. Como bien señala Javier Roiz en su obra “El experimento moderno”, la modernidad ha tendido a identificar toda operación mental con pensamiento, cuando en verdad este último es un acto espiritual elevado que requiere no solo del intelecto agente —que abstrae las formas inteligibles—, sino también de la voluntad ordenada por la virtud. El pensamiento genuino es infrecuente, requiere recogimiento interior, contemplación del ser, y un hábito de sabiduría (habitus sapientiae) que no puede ser sustituido por la simple reproducción de datos o procedimientos.
La IA, en cuanto dispositivo técnico, es capaz de reproducir operaciones mentales con extraordinaria eficacia. Pero, como afirma Santo Tomás, intellectus est aliud quam imaginatio, el entendimiento es de otra naturaleza que la simple elaboración de imágenes o simulacros. La inteligencia verdadera —aquella que capta lo universal, que discierne fines y no solo medios— no puede ser reducida a un algoritmo, pues participa de una dimensión espiritual que trasciende la materia. Por ello, aunque la IA sea un producto humano, no representa la inteligencia humana en su esencia, sino tan solo una externalización de sus funciones más objetivables.
A esta objetivación se suma otro elemento inquietante, y es que en una sociedad donde el conocimiento se ha equiparado al poder, la IA aparece como la fusión definitiva de ambos. Pero esta fusión no es neutra en tanto que los objetos técnicos están cargados de valores, fines e intenciones. No son instrumentos indiferentes, sino medios que configuran nuestra forma de vivir, de pensar y de convivir. En este sentido, la IA no es solo una herramienta, sino un agente de configuración cultural con una profunda carga simbólica y política.
Así pues, el hombre contemporáneo se halla ante una disyuntiva crucial. El método que lo ha guiado —el implante cartesiano que ha servido de sustento a su acción y pensamiento— parece hoy insuficiente. Puede optar por actualizar ese software con añadidos éticos o perfecciones técnicas, o bien puede abrirse a una tradición de pensamiento más rica y realista, como la que ofrece el tomismo. Esta tradición, enraizada en la metafísica del ser, reconoce que el conocimiento no es mero procedimiento, sino participación en la verdad del ente; que la inteligencia no es una función computacional, sino una potencia espiritual ordenada al bien y a la sabiduría. Es en este contexto donde debe situarse el verdadero debate sobre la inteligencia artificial. No se trata de una mera cuestión ética, ni de un problema técnico o jurídico, sino de una cuestión antropológica y metafísica: ¿qué es el hombre?, ¿cuál es la naturaleza de su inteligencia?, ¿qué tipo de vida queremos cultivar?
Por ello, no es conveniente ceder al simplismo maniqueo de los que reclaman adhesiones absolutas, ya sea a favor o en contra de la tecnología. Tal actitud es un reflejo más de la lógica binaria propia del pensamiento moderno. La IA puede, sin duda, aportar beneficios en múltiples ámbitos, pero no debe ser a costa del sacrificio de la inteligencia humana. Es tiempo, más bien, de redescubrir esa sabiduría que brota del alma cuando, recogida en sí misma, se abre a la contemplación de la verdad y al misterio del ser.