En un mundo saturado por la exposición y el consumo, donde la intimidad ha sido devorada por el espectáculo y el deseo reducido a mercancía, la mirada —silenciosa, detenida, no posesiva— se convierte en el último refugio del amor verdadero. Este ensayo reivindica el poder subversivo de contemplar al otro sin devorarlo, en una sociedad que ha olvidado el valor del misterio y del pudor.
Por: Horacio Giusto
Vivimos en una época dominada por el exceso y la transparencia de ese exceso; un tiempo en el que la visibilidad lo es todo y la privacidad ha sido devorada por la lógica del espectáculo. Hoy hablar de intimidad se ha vuelto un acto casi revolucionario, o quizás, para ser más preciso “Contra Revolucionario”.
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Sostuvo una vez Byung Chul Han: “Roland Barthes definió la esfera privada como” esa zona del espacio, del tiempo, donde no soy una imagen, un objeto “. Pero si este es el caso, ya no tenemos ninguna esfera privada en absoluto: no existe una zona donde estoy. No es una imagen, donde no hay cámara en funcionamiento”.
De ahí advertimos que vivimos en una sociedad que Jean Baudrillard calificó como “obscena”, no por una presencia desmedida de lo sexual (aunque sí están hipersexualizadas diversas relaciones entre las personas), sino por la desaparición de todo velo. Jean Baudrillard usaba el término “obsceno” para referirse a la saturación de imágenes, la publicidad y la cultura de consumo que, según él, habían reemplazado la realidad con una hiperrealidad artificial.
Puede sostenerse que lo obsceno es lo que no conoce el secreto, lo que rompe la distancia, lo que no tiene escena; lo obsceno rompe esa relación de presencia y distancia. En este escenario donde abundan las imágenes en las cuales las líneas entre lo real y lo virtual se desdibujan, el sexo ha sido reducido a un producto consumible más, y la intimidad ha perdido su espesor simbólico. Sin embargo, cabe preguntarse: ¿puede una mirada, silenciosa y detenida, ser más íntima que el propio acto sexual? ¿Es posible que la intimidad, como experiencia radical del otro, se juegue más en el gesto sutil que en el cuerpo desnudo?
Para responder a esto, es necesario comprender que la intimidad no es simplemente la proximidad física, sino la apertura al misterio del otro. El rostro —y podríamos decir también la mirada— no es algo que simplemente veo, sino que me enfrenta con una presencia que no se deja poseer, sólo contemplar; tal como la belleza en cuanto causa fin, la mirada no se posee, sólo se contempla sin tocar para así deleitar de la forma más sublime el alma de uno. En esta línea, la mirada no es un contacto superficial, sino una irrupción que revela la singularidad del otro, aquello que nunca será del todo comprensible ni menos aún, reducible a objeto. Así, una mirada puede contener una profundidad afectiva, una apertura total a la otredad, que el sexo, muchas veces instrumentalizado, no alcanza ni por asomos. La mirada es esa cosa que nos une sin poseernos, y es algo que hoy las pantallas como la cultura onanista han disipado.
Ciertamente que estas ideas contrastan con la lógica pornográfica del deseo contemporáneo, que busca la satisfacción inmediata, donde el cuerpo se convierte en mercancía y la relación se vuelve transacción. El capitalismo posmoderno ha trivializado incluso los actos más profundamente humanos, vaciándolos de contenido simbólico y de un espíritu que trascienda la materia. El sexo ha sido estetizado, hiperexpuesto y convertido en una performance. Pero la mirada —cuando es auténtica— escapa a la lógica del mercado. No se puede comprar ni vender una verdadera mirada de intimidad, porque en ella no hay consumo, sino revelación.
Byung-Chul Han, en La agonía del Eros, señala que vivimos en una era en la que el otro ha sido abolido como alteridad. El exceso de positividad, de exposición y de rendimiento, ha hecho que incluso el deseo se vuelva narcisista. El otro ya no nos interpela, no nos hiere, no nos transforma. La mirada es la apertura, en ella el amor interrumpe la perspectiva del uno y hace surgir el mundo desde el punto de vista del otro, de la diferencia. En este contexto, la intimidad verdadera se vuelve rara, subversiva. Una mirada que toque el alma, que atraviese el velo de lo inmediato y nos haga sentir vistos de verdad, es más erótica que cualquier desnudez. Porque el erotismo implica velo, implica presencia y distancia, seduce pero no consume. Esto es impensable para una sociedad marcada por la pornografía.
Se explica pues: “La palabra «pornografía» proviene del vocablo griego pornographos, que significa «escrito acerca de las prostitutas». Por lo tanto, en el sentido más literal, designa la descripción de las prostitutas y, por extensión, a sus actividades distintivas. No obstante, debe aclararse que el uso del término es muy reciente ya que en la Antigua Grecia no se utilizaba. Así, en la actualidad se entiende por pornografía todo aquel material que representa actos sexuales con el fin de provocar la excitación sexual del receptor. Sin embargo, la Real Academia de la Lengua Española añade un elemento más: define la pornografía como «el carácter obsceno de las obras literarias o artísticas»; sería todo lo que se represente artísticamente y ofenda al pudor”.
Esta es precisamente la diferencia entre el erotismo y la pornografía, entre la intimidad y el espectáculo. La pornografía expone todo; el erotismo sugiere. La pornografía muestra; la intimidad revela. En la mirada, hay un erotismo contenido, un misterio, un abismo de sentido que no se deja clausurar. Incluso Simone Weil sostenía que la atención absoluta es la forma más rara y pura de generosidad, algo que encontramos en esa mirada tan especial. Mirar verdaderamente a alguien —con atención, con respeto, con presencia plena— es un acto de amor más profundo que la mayoría de los actos físicos, porque implica renunciar a apropiarse del otro y, en cambio, acogerlo como enigma. La cultura del consumo, por el contrario, nos enseña a devorar. El amor ha sido reemplazado por el “match”; la espera, por la inmediatez; la profundidad, por la superficie; el respeto, por el “like”. En este mundo, la intimidad ha sido colonizada por el algoritmo. Pero hay aún un espacio de resistencia: la mirada íntima, que no se rinde al consumo. Una mirada que no quiere poseer, sino comprender; que no desea exhibir, sino guardar. La intimidad auténtica no se mide por el grado de exposición, sino por la densidad del encuentro. En tiempos en que todo se muestra, mirar verdaderamente —y dejarse mirar— es un acto radical. Una mirada puede contener una carga de humanidad, de deseo, de vulnerabilidad y de verdad mucho más profunda que el acto sexual reducido a mera función placentera. Quizá por eso, como decía Rilke, “El amor consiste en dos soledades que se protegen, limitan y procuran hacerse mutuamente felices”.