Fundado en la voluntad de Nuestro Señor, garantizado por la sucesión apostólica y sostenido por la asistencia del Espíritu Santo, el papado se nos revela al entender finalmente la Iglesia no es el Papa, pero no hay Iglesia sin Papa.
Por: Horacio Giusto
El Papa ocupa un lugar central en la estructura jerárquica, espiritual y doctrinal de la Iglesia católica. Más que una figura meramente administrativa o simbólica, el Papa es considerado por los católicos como el sucesor de San Pedro, el primer de los apóstoles, a quien Cristo confió una primacía especial en la Iglesia. Esta naturaleza particular del papado no es solo histórica, sino profundamente teológica, y se encuentra enraizada en la Sagrada Escritura, desarrollada en la Tradición de la Iglesia y definida en los grandes concilios ecuménicos. En este ensayo se examina la naturaleza teológica del papado, entendiendo su fundamento divino, su función dentro del cuerpo eclesial y su papel como principio de unidad y garante de la verdad revelada.
La teología católica sostiene que el papado tiene su origen en la voluntad expresa de Jesucristo. Según el Evangelio de Mateo (16,13-19), se dice: “Jesús se fue a la región de Cesarea de Filipo. Estando allí, preguntó a sus discípulos: «Según el parecer de la gente, ¿quién soy yo? ¿Quién es el Hijo del Hombre?» Respondieron: «Unos dicen que eres Juan el Bautista; otros que eres Elías, o bien Jeremías o alguno de los profetas.» Jesús les preguntó: «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro contestó: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo.» Jesús le replicó: «Feliz eres, Simón Barjona, porque esto no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos. Y ahora yo te digo: Tú eres Pedro (o sea Piedra), y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia; los poderes de la muerte jamás la podrán vencer. Yo te daré las llaves del Reino de los Cielos: lo que ates en la tierra quedará atado en el Cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el Cielo.»”
Este pasaje ha sido interpretado por la Iglesia como la institución de un ministerio de primacía confiado a Pedro, que incluye autoridad doctrinal, disciplinaria y pastoral. Bien explica Erick Ybarra, “hay tres textos famosos que se usan para mostrar que San Pedro y sus sucesores han sido divinamente apartados para un papel especial y único en el gobierno visible de la Iglesia. El más famoso, pero ciertamente no el más utilizado, es el del Evangelio según San Mateo, donde, después de que San Simón confiesa que Jesús es el Mesías, el Señor anuncia el nuevo nombre de Simón, Pedro, o “roca”, y que él sería la piedra fundacional sobre la cual Jesús levantaría su Iglesia. Además, Jesús le dice que le dará a Pedro las llaves del reino de los cielos con las cuales Pedro podrá atar en el cielo lo que ata en la tierra. En las polémicas entre católicos y protestantes, se ha debatido si San Simón es la roca sobre la que se construye la Iglesia o si es la confesión de su fe la roca. Los comentaristas del pasado también han planteado la idea de que la roca es Cristo mismo o el contenido de que Cristo es el Mesías. De hecho, el consenso de la erudición reciente, partiendo del hecho de que Jesús habría expresado sus palabras en arameo, ha reconocido que es San Simón, el hombre, quien es “la roca”. 1 También, cuando San Pablo quiere referirse a San Pedro, usa el griego para Πέτρος (Gal 2:8), pero también cambia a usar el griego para Κηφᾶς (Gal 2:9; 1 Cor 1:12, 3:22, 9:5, 15:5), que se remonta a la forma aramea de “Pedro”. ¿Por qué San Pablo, escribiendo libremente en la forma del griego koiné, volvería a una forma griega de la forma aramea del nombre de San Pedro? Muestra que incluso cuando los Apóstoles hablaban en griego, todavía usaban la forma aramea del griego para referirse a San Pedro en lugar del griego koiné estándar Πέτρος. ¿Cómo se puede explicar esto? La mejor explicación es que Jesús originalmente le dio a San Simón el nombre Kephā en arameo, ya que ese es el idioma que el Señor Jesús habló con sus discípulos, y que cuando los Apóstoles continuaron su ministerio en la lengua griega, simplemente mantuvieron el arameo. pronunciación en forma griega. Esa es una fuerte indicación de que el arameo era el idioma que se usaba, y por lo tanto San Pedro tiene que ser identificado como “la roca”, ya que el griego de Petra tiene una distinción femenina versus el griego de Petros; una distinción en el griego koiné del texto de San Mateo no se aplicaría ya que el arameo Kepha no tiene una distinción entre femenino y masculino. Desde principios del siglo XX, incluso los estudiosos protestantes llegaron a un acuerdo en que “la roca” es San Pedro. El difunto Dr. GB Stevens (1854– 1906), profesor tanto de Crítica del Nuevo Testamento como de Teología Sistemática en la Escuela de Divinidad de Yale, declaró: En el arameo, que sin duda habló Jesús, tanto Πέτρος como πέτρᾳ estarían representados por la misma palabra….. Es bastante cierto, y ahora se admite generalmente, que las palabras ‘esta roca’ se refieren, no a Cristo, ni a la confesión de fe de Pedro, sino al mismo Pedro. Según el Dr. Siecienski, incluso teólogos ortodoxos como Veselin Kesich y Theodore Stylianopoulos han llegado a estar de acuerdo”.
Por ello es que el papado es considerado una institución divina a partir del fundamento revelado; es por el autor, Nuestro Señor, que se diviniza su cuerpo místico. La Iglesia católica enseña que el papado no es una mera construcción histórica o un desarrollo eclesiástico, sino una institución de origen divino. Esta afirmación implica que su existencia y autoridad se derivan de la voluntad de Cristo y no simplemente del consenso eclesial o de necesidades prácticas de gobierno. De allí es que el Concilio Vaticano, en la constitución Pastor Aeternus, definió dogmáticamente que el Romano Pontífice posee un primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no solo de honor, sino de plena y suprema autoridad. Esto incluye la capacidad de definir doctrinas en materia de fe y moral de forma infalible (ex cathedra), cuando actúa como pastor y maestro de todos los cristianos. Esta infalibilidad no se basa en la persona del Papa, sino en la asistencia del Espíritu Santo prometida a la Iglesia. De allí que la constitución dogmática proclama: “Enseñamos, pues, y declaramos que, según los testimonios del Evangelio, el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia de Dios fue prometido y conferido inmediata y directamente por Cristo el Señor al bienaventurado Apóstol Pedro. Porque a un cierto Simón, a quien hacía tiempo había dicho: Serás llamado Cefas (Jn 1,42), después de haber hecho su confesión diciendo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Señor le dirigió estas palabras solemnes: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás; porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y todo lo que atéis en la tierra, quedará atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo (Mt. XVI, 16-19). Y después de su resurrección, Jesús confirió a Simón Pedro la jurisdicción de pastor principal y gobernante de todo su rebaño, diciendo: Apacienta mis corderos: Apacienta mis ovejas (Juan 21:15-17). A esta clarísima enseñanza de las Sagradas Escrituras, tal como siempre ha sido entendida por la Iglesia Católica, se oponen abiertamente las perversas opiniones de quienes, pervirtiendo la forma de gobierno establecida por Cristo Señor en su Iglesia, niegan que sólo Pedro fue instruido por Cristo, sobre los demás Apóstoles, ya individualmente ya todos juntos, y con verdadero y propio primado de jurisdicción; o bien aquellos que afirman que el mismo primado no fue conferido inmediata y directamente al mismo bienaventurado Pedro, sino a la Iglesia, y por medio de ella a él como ministro de la Iglesia misma. Si alguno dice, pues, que el bienaventurado Apóstol Pedro no fue constituido por Cristo Señor príncipe de todos los Apóstoles y cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que recibió la misma primacía de honor solamente, pero no de jurisdicción verdadera y propia, directa e inmediatamente del mismo Señor Jesucristo; Que sea anatema.”
Otro aspecto teológico esencial del papado es su función como principio y fundamento visible de la unidad de la Iglesia. El Papa, como sucesor de Pedro, es considerado el garante de la comunión eclesial entre las Iglesias particulares que conforman la Iglesia universal. Donde él está, está la Iglesia, según el axioma tradicional Ubi Petrus, ibi Ecclesia. Rodrigo Menéndez Piñar, gran sacerdote y canonista, explica: “Aunque el tratamiento académico del asunto nos llevaría muy lejos, se puede decir de manera simple que los vínculos que nos unen a la Iglesia son tanto invisibles como visibles. Los primeros pueden reducirse a los dones sobrenaturales de la gracia y las virtudes teologales por los que tenemos una unión mística con el Cuerpo Místico de Cristo. Sin embargo, la Iglesia es también una sociedad visible que reclama a su vez unos vínculos sociales que nos hagan estar en comunión jurídica con Ella. La tradición teológica ha señalado siempre tres principios de unidad que no pueden faltar para la plena comunión con la Iglesia: la unidad de fe, la unidad de culto y la unidad de régimen. Estos tres principios se relacionan con la triple potestad de la Iglesia, derivando ésta, a su vez, del triple munus de Jesucristo como Profeta, Sacerdote y Rey: el munus docendi o la misión de enseñar; el munus sanctificandi o la misión de santificar; y el munus regendi o la misión de gobernar.
En primer lugar, es necesario que todo católico profese la doctrina de la fe en su integridad. La adhesión a la Palabra de Dios y a Cristo mismo pasa por la profesión de fe. Esta doctrina ha quedado guardada y expuesta por el Magisterio de la Iglesia, teniendo una particularísima importancia la sede de Roma, pues es la que posee la potestad suprema para determinar y confirmar los enunciados que pertenecen a la Revelación, como así ha ido sucediendo a través de los siglos. De esta manera, donde esté la fe de Pedro, que recibió el sostenimiento del Señor para que no fallase en ella (cf. Lc 22, 32), allí está la doctrina de la Iglesia. Por eso: Ubi Petrus, ibi Ecclesia. Pero, ¿qué ocurre si un papa cae en herejía o enseña doctrinas no acordes con la Revelación, aunque no hayan sido explícitamente condenadas? Esta fue una pregunta que se hicieron ampliamente los grandes teólogos de la escolástica postridentina. Por poner dos ejemplos de escuelas diversas, pero muy representativos, tanto Melchor Cano como san Roberto Belarmino tenían muy claro que el privilegio de conservar siempre la fe era un privilegio de Pedro, pero que no se transmitía a sus sucesores, los obispos de Roma. Por esta razón, distinguieron que entraba en la promesa de indefectibilidad a Pedro solamente lo siguiente: un sumo pontífice nunca podría imponer como dogma de fe a toda la Iglesia universal una doctrina errónea. No descartaban, en cambio, que pudiera ser hereje y promotor de herejías y errores. Las condiciones que, siglos después, entraron en la definición de la infalibilidad en el Concilio Vaticano I son semejantes. ¿Qué ocurre, entonces, si un papa se aparta de la fe católica? Lógicamente el fiel católico ─aunque sea una situación dolorosa y que trae graves problemas que podrán estudiar los teólogos─ no pierde por ello unidad y comunión con la Iglesia. La mantendría con tal de mantener la fe de Pedro, no la fe de ese papa. Esto sería la adhesión a la fe que la Iglesia ha profesado siempre, la adhesión al depósito de la Revelación, tal y como ha sido definido por el Magisterio de la Iglesia. Dicho de otra manera: Ubi Petrus, non ubi Fulanus (permítaseme la improcedencia macarrónica, donde Fulano sería el papa reinante), ibi Ecclesia.
En segundo lugar, es necesario que todo fiel católico esté en la unidad de culto. Ésta comienza con la recepción válida del sacramento del bautismo, con cuyo carácter el nuevo cristiano queda incorporado al cuerpo de la Iglesia y es capacitado para dar culto verdaderamente agradable a Dios. En esta nueva situación tiene derecho a tener parte en el culto católico, que conlleva una unión cultual con los otros católicos, aunque pueda haber diferentes ritos litúrgicos ─uno de ellos el romano─, según las distintas tradiciones que han sido asumidas como legítimas por la autoridad de la Iglesia en el correr de los tiempos. Sin embargo, esta diversidad es tan solo en las formas rituales, pues es la misma santa Misa y son los mismos sacramentos los que todo católico celebra y recibe. En este sentido: Ubi Petrus, ibi Ecclesia. Pero, ¿qué ocurriría en el supuesto caso de que un papa no quisiese someterse a las rúbricas o que inventase oraciones o formas que son contrarias a la liturgia católica? Pongamos un ejemplo algo estrambótico. Si un papa indicase a un seglar que dijese las palabras de la consagración durante la celebración de la Misa porque él no las quiere decir para mejor manifestar que el pueblo también celebra la Misa, ¿qué ocurriría? No sólo no habría confección del sacramento, sino que ese seglar, por fidelidad a la Iglesia, no consentiría en hacer tal cosa. Se negaría a seguir las indicaciones de un papa, pero su comunión con la Iglesia y con Roma no se vería afectada. Por el contrario, si asintiese rompiendo el cauce propio de la liturgia, aun por seguir las indicaciones de un sucesor de Pedro, atentaría contra la unidad del culto católico. Una vez más, en un caso como éste ─y los casos que muchos fieles tienen que soportar a causa de clérigos avalados por la autoridad eclesiástica competente no son muy distintos a éste─, Ubi Petrus, non ubi Fulanus, ibi Ecclesia.
En tercer y último lugar, es necesario que todo fiel católico mantenga unos vínculos de comunión jurídica que son vehículo del orden y la caridad en la Iglesia considerada como sociedad. Esto implica el reconocimiento y la sujección a una jurisdicción que, como en la sociedad civil, es legislativa, ejecutiva y judicial. Tal jurisdicción no tiene otra pretensión que la de ordenar la vida cristiana para que las obras de los fieles contribuyan al bien común de la sociedad eclesiástica y a su propia salvación. El Romano Pontífice es el titular de la suprema jurisdicción ─no de la única─ en la Iglesia, siendo su potestad ordinaria, plena, universal e inmediata a todo católico. Por esto se entiende, quizá aquí de manera mucho más habitual, que Ubi Petrus, ibi Ecclesia y otras tantas sentencias clásicas como Roma locuta, causa finita. Efectivamente, la potestad del papa es suprema, pero esto no quiere decir absoluta. Absoluto solo es Dios y precisamente Dios, su Revelación o la recta razón que Él ha inscrito en el orden natural, son la regla primera para la actividad de la Iglesia. La autoridad más grande en la Iglesia ─no la única, insistimos─ está subordinada a esta regla primera, siendo una regla segunda. De este modo, el fiel cristiano debe reconocer al papa como supremo pastor de la Iglesia, sujeto de esta jurisdicción más alta, para mantener la comunión con la Iglesia: Ubi Petrus, ibi Ecclesia. Como consecuencia debe esforzarse por respetar y obedecer las leyes, las decisiones y los juicios que, conforme a la ley de Dios y a la propia vida de la Iglesia ─que no empieza con cada papa─ el Romano Pontífice puede imponer. Sin embargo, podría ocurrir que un papa malvado o llevado por una confusión doctrinal quisiese imponer leyes, tomar decisiones o juzgar causas de manera contraria al Depósito de la Fe. Aquí hay mucho espacio para ejercer la autoridad con legitimidad, aunque no sean los mejores pareceres (por ejemplo, no por ser mala la elección de un pastor indigno como obispo hace tal elección inválida). Pero si son disposiciones directamente contrarias a Cristo y su voluntad ─como por ejemplo la permisión para bendecir parejas de sodomitas o simplemente irregulares, algo contrario a la Palabra de Dios─ entonces el fiel católico debe mantenerse fiel a Cristo y rechazar tales disposiciones. Su fidelidad a Cristo queda encauzada por la fidelidad a la enseñanza de Pedro y de los Apóstoles, a toda la tradición de la Iglesia que ha ido determinando un cuerpo de doctrina incompatible con la nueva disposición y, por consiguiente, en estos casos Ubi Petrus, non ubi Fulanus, ibi Ecclesia.”
Esta unidad no es solo organizativa, sino profundamente sacramental y eclesiológica. Como cabeza del colegio episcopal, el Papa asegura la cohesión doctrinal y la fidelidad al depósito de la fe. En este sentido, su autoridad es una manifestación concreta de la unidad que tiene su origen último en Cristo, pero que debe expresarse visiblemente en la comunidad creyente.
Por lo antes expuesto, y en continuidad con la misión apostólica, el Papa participa en el triple munus (función) de Cristo: como profeta (enseñar), sacerdote (santificar) y rey (gobernar). Enseña el Papa siendo es el supremo maestro de la fe. Sea en comunión con el colegio episcopal, y sea en ocasiones de modo solitario, proclama la doctrina revelada en el depósito de la Fe, velando por su integridad y combatiendo el error. Su magisterio ordinario y extraordinario son la referencia última para los fieles, especialmente en materia de Fe y Moral. Santifica el Papa, aunque no celebre los sacramentos en cada comunidad por los límites propios del tiempo y espacio; es que el Papa promueve la vida litúrgica y espiritual de la Iglesia como Vicario de Cristo. Por ello es que además de confirmar en la Fe a su pueblo posee potestades como el canonizar santos, aprobar nuevas formas de ritos o regular la disciplina sacramental. Gobernar siendo Papa implica fungir como supremo pastor, ejercer la plenitud de potestades sobre toda la Iglesia. De allí es que nombra obispos, erige diócesis, legisla de modo pertinente y puede intervenir en asuntos locales cuando lo considera necesario para el bien de la Iglesia universal.
Se puede ver a lo largo de los siglos que el papado ha tenido momentos de esplendor espiritual y otros de crisis o controversia. Desde los primeros siglos, en los que los obispos de Roma eran vistos como referentes en disputas doctrinales, hasta el poder temporal que alcanzaron en la Edad Media, el ejercicio del ministerio petrino ha estado en tensión entre el servicio evangélico y el poder institucional; tema controvertido especialmente para quienes entendemos que la Ciudad de Dios implica que el poder político se subordine a la Voluntad Divina. No por ello se puede negar el ser servus servorum Dei (siervo de los siervos de Dios), “un título que se dan los Papas a sí mismos en documentos de importancia. El Papa San Gregorio I Magno fue el primero en usarlo extensamente, y fue imitado por sus sucesores, aunque no invariablemente hasta el siglo IX. Juan el Diácono afirma (P.L., LXXV, 87) que Gregorio asumió este título como una lección de humildad a Juan el Ayunador. Antes de la controversia con Juan (595), al dirigirse a San Leandro en abril de 591, Gregorio empleó esta frase, e incluso tan temprano como 587, según Ewald (“Neues Archiv fur altere deutsche Geschichtskunde”, III, 545, a. 1878), mientras todavía era un diácono. Una Bula de 570 comienza: “Joannes (III) Episcopus, servus servorum Dei”. Los obispos actuaban con humildad, por ejemplo, San Bonifacio [Jaffe, “Monum. Mogun.” en “Biblioth. Rer. Germ.”, III (Berlín, 1866), 157, 177 etc.], y los arzobispos de Benevento; o por orgullo, por ejemplo, los arzobispos de Rávena tan tarde como 1122 (Muratori, “Antiq. Ital.”, V (Milan, 1741), 177; “Dissertazioni”, II, disser. 36); e incluso gobernantes civiles, por ejemplo, Alfonso II, rey de España (n. 830), y el emperador Enrique II (n. 1017), se aplicaban el término a sí mismos. Desde el siglo XII se usa exclusivamente para el Papa.”
6. El papado como signo escatológico y custodia de la esperanza
Desde una perspectiva escatológica, el Papa representa también un signo de esperanza y permanencia. En medio de los cambios culturales, sociales y religiosos, el papado es un punto fijo que remite a la fidelidad de Dios a su promesa: que las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia.
Esta dimensión escatológica implica que el papado no es una estructura estática, sino una realidad viva, en evolución, abierta a los signos de los tiempos, pero firmemente anclada en la fe apostólica. En cada época, el Papa encarna el rostro de Cristo pastor para el mundo, y su voz resuena como eco de la Palabra eterna en contextos nuevos.
Conclusión
La naturaleza teológica del papado en la tradición católica no se reduce a una función institucional, sino que participa del misterio mismo de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Fundado en la voluntad de Cristo, garantizado por la sucesión apostólica y sostenido por la asistencia del Espíritu Santo, el papado es una expresión de la solicitud de Dios por su pueblo. El Papa, como sucesor de Pedro, es un don para la Iglesia, llamado a guiarla en la verdad, a custodiar su unidad y a servirla con humildad. Para los católicos, esta figura es más que un líder humano: es un signo visible del amor de Cristo, el Buen Pastor, que no abandona nunca a su grey.