En una cultura que trivializa el sufrimiento con frases vacías y verdades a medida, este texto de Horacio Giusto nos recuerda que el alma doliente no necesita anestesia emocional, sino la luz de la Verdad con mayúscula. A través de una profunda reflexión teológica y espiritual, se nos invita a mirar el dolor desde la cruz, abrazando la esperanza que solo Cristo puede ofrecer.
Por: Horacio Giusto
En tiempos de dolor y confusión, cuando el alma humana se halla abatida por el sufrimiento, la pérdida o la incertidumbre, emerge con urgencia la necesidad más profunda del corazón cristiano, esta es, la de la verdad. No de cualquier verdad —no de una mera colección de hechos o consuelos superficiales—, sino de la Verdad con mayúscula, aquella que según el Evangelio se ha encarnado, ha habitado entre nosotros y ha ofrecido sentido a todo lo humano, Jesucristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14,6). En el marco de la antropología católica, el hombre sufrido no puede sanar verdaderamente si no es enraizado en la Verdad, porque ha sido creado por el Verbo eterno (cf. Jn 1,1-3), y su corazón no halla reposo sino en Él, como lo expresó san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones, I,1,1).
El dolor, ya sea físico, moral o espiritual, desgarra nuestra experiencia cotidiana. Nos saca de lo familiar, nos deja vulnerables y muchas veces nos enfrenta con la realidad perversa que nos rodea. La pérdida de un ser querido, el fracaso, la enfermedad o el pecado nos colocan ante un abismo. Es entonces cuando la tentación de la mentira se vuelve más fuerte: mentiras piadosas, anestesias emocionales, resignaciones nihilistas. El alma, confundida, busca alivios que no sanan, sino que prolongan el vacío, tales como entretenimientos, fugas ideológicas, espiritualidades light.
Pero aquí se revela la primera verdad fundamenta, y es que el dolor, lejos de ser una anomalía, forma parte del drama humano redimido. El catolicismo no banaliza el sufrimiento, ni lo diviniza como las filosofías estoicas o gnósticas. Lo reconoce en toda su crudeza, pero también en toda su potencialidad redentora: “completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo, por su cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Sólo quien acepta mirar de frente el dolor, puede empezar a encontrarle sentido. Pero para mirarlo de frente sin desesperar, se necesita la luz de la verdad.
La tradición católica ha entendido siempre la verdad no como una abstracción fría, sino como una realidad viviente que libera. Cristo dice a sus discípulos: “Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). En un contexto de dolor, la verdad no sólo informa, sino que transforma. Una verdad que no es la del relativismo moderno, que reduce toda afirmación a una opinión subjetiva. Sino la verdad ontológica del ser; que Dios existe, que es bueno, que ha creado al hombre por amor, que no abandona, que ha vencido a la muerte.
La fe católica no ofrece respuestas fáciles ni consuelos artificiales, sino que conduce al alma hacia una verdad que abraza toda la realidad, incluso la más oscura. El Crucifijo es el signo supremo de esta verdad: no hay dolor humano que no haya sido asumido por el Verbo encarnado. Y no hay herida tan profunda que no pueda ser redimida por sus llagas: “por sus heridas hemos sido curados” (Is 53,5). Por eso, en la confusión del alma herida, buscar la verdad es un acto de esperanza y de humildad. Es reconocer que mi visión está nublada, que mis sentimientos son pasajeros, que mis interpretaciones pueden estar deformadas, y que sólo en Dios —fuente de toda verdad— encontraré la palabra que no engaña, el juicio que no falla, la promesa que no se desvanece.
En la cultura contemporánea, dominada por el subjetivismo y la emotividad, se ofrece como medicina para el dolor una serie de falsos consuelos: “Haz lo que sientas”, “Tu verdad es lo que importa”, “Nada tiene sentido, solo vive el momento”. Esta exaltación del yo como única fuente de sentido, lejos de sanar, profundiza el abismo existencial. El alma herida necesita estructura, sentido, certeza; no puede curarse en la ambigüedad, sino sólo en la claridad que proviene de Dios.
El relativismo espiritual es, en este contexto, una forma de crueldad. Se le dice al que sufre que todo es válido, que todo se vale, que nada tiene forma ni finalidad. Pero esa “libertad” es en realidad una prisión, porque deja al alma sola, sin rumbo ni ancla. El dolor, sin la verdad, se convierte en una trampa del enemigo. El demonio es llamado el padre de la mentira (Jn 8,44), y nada lo complace más que un alma desorientada que, en lugar de volver a Dios, se repliega sobre sí misma, se desespera o se corrompe.
Para el católico que sufre, el camino de sanación no es meramente psicológico ni sentimental. Es un camino espiritual que exige verdad, penitencia, fe y comunión. Se trata de volver los ojos a Dios, reconocer su soberanía, y reordenar la propia vida según su voluntad. Es de sabios que, en tiempo de desolación, nunca hacer mudanza. En momentos de crisis, el alma no debe tomar decisiones basadas en el dolor, sino refugiarse en lo que ha sido revelado como verdadero, esto es, la fidelidad de Dios, la eficacia de los sacramentos, la comunión de los santos, la certeza del juicio y la gloria de la vida eterna.
La confesión sacramental es una expresión privilegiada de esta necesidad de verdad; en ella, el alma herida no se excusa, no se victimiza, sino que confiesa la verdad sobre sí misma ante Dios, y recibe de Él la verdad sanadora de su perdón. En la Eucaristía, el alma se alimenta del Verbo encarnado, y sufre una transformación ontológica que la va capacitando para mirar incluso el dolor desde la esperanza.
Los santos son testigos de que el dolor no destruye al alma que permanece en la verdad. En la noche oscura de la fe repetimos “Aunque no lo sienta, creo”. San Juan Pablo II, marcado por pérdidas familiares, guerras y atentados, escribió que “El motivo del sufrimiento y de la gloria tiene una característica estrictamente evangélica, que se aclara mediante la referencia a la cruz y a la resurrección. La resurrección es ante todo la manifestación de la gloria, que corresponde a la elevación de Cristo por medio de la cruz. En efecto, si la cruz ha sido a los ojos de los hombres la expoliación de Cristo, al mismo tiempo ésta ha sido a los ojos de Dios su elevación. En la cruz Cristo ha alcanzado y realizado con teda plenitud su misión: cumpliendo la voluntad del Padre, se realizó a la vez a sí mismo. En la debilidad manifestó su poder, y en la humillación toda su grandeza mesiánica. ¿No son quizás una prueba de esta grandeza todas las palabras pronunciadas durante la agonía en el Gólgota y, especialmente, las referidas a los autores de la crucifixión: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen »?. A quienes participan de los sufrimientos de Cristo estas palabras se imponen con la fuerza de un ejemplo supremo El sufrimiento es también una llamada a manifestar la grandeza moral del hombre, su madurez espiritual. De esto han dado prueba, en las diversas generaciones, los mártires y confesores de Cristo, fieles a las palabras: « No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla »” (Salvifici Doloris, 1984). Y la Virgen María, al pie de la cruz, vivió el dolor supremo, pero no se entregó a la desesperación, permaneció fiel a la verdad del plan de Dios, aun cuando no entendía todo en ese momento.
El católico que sufre está llamado a unirse a estos modelos, no por estoicismo, sino porque en la verdad descubren la presencia de Dios incluso cuando la emoción lo niega. En definitiva, el alma católica, cuando atraviesa el valle oscuro del dolor y la confusión, no necesita primero sentirse mejor, sino saber la verdad; que Dios no ha abandonado, que su Providencia guía todo, que el sufrimiento no es inútil, y que el mal no tiene la última palabra. Esta verdad no es una idea abstracta, sino una Persona viva, el Señor Resucitado, que camina con nosotros, como con los discípulos de Emaús, explicándonos el sentido del dolor a la luz de las Escrituras (cf. Lc 24,13-35). La verdad no anestesia, pero consuela; no engaña, pero sana; no evita la cruz, pero da fuerza para cargarla. Por eso, buscar la verdad en medio del dolor es el acto más profundamente católico que el alma puede realizar. Porque sólo la verdad, en última instancia, lleva a la vida.
Veritas liberabit vos.