Las reyertas políticas sobre el aborto pueden hacernos perder de vista el auténtico drama y la sordidez de este aberrante “derecho”. El testimonio que ahora compartimos es duro, pero es de una víctima que ha abierto su corazón y que merece ser escuchada. “Me quedé mirándolo. Mi esposo me miró y creo que también estaba en estado de shock. Metió al bebé en el retrete y tiró de la cadena. Nunca me lo he perdonado”.
The Federalist publicó un artículo que incluye el siguiente relato escrito bajo un seudónimo y ligeramente editado, según informa la publicación:
Era estudiante de segundo curso de Derecho y vivía con mi entonces novio (ahora marido). Yo era muy liberal y una buena feminista influida por el feminismo de la segunda ola. Me enteré de que estaba embarazada justo antes de Navidad. Quería quedarme con el bebé, pero mi familia y mi marido me convencieron de que interferiría en mi capacidad para terminar la carrera de Derecho y en mis perspectivas profesionales futuras. A mi marido también le aterrorizaba la idea de defraudar a sus padres y tener un hijo fuera del matrimonio, algo sobre lo que sus padres siempre le advirtieron cuando era joven.
Después de Navidad, llamé a la consulta de mi ginecólogo y, sin verme ni hablar conmigo, el médico pidió a la recepcionista que me diera el nombre y el teléfono de un abortista. Pedí cita con él y me dijo que me costaría 500 dólares. No tenía ni idea de lo que estaba pasando ni de lo que estaba haciendo. Me limité a hacer las llamadas y me presenté.
Mi ahora marido y yo nos presentamos a la cita, pocos días antes de Nochevieja. El abortista fue muy directo y al grano. Me hizo una ecografía transvaginal, señaló la pantalla y dijo: “Aquí está el embarazo”.
Me preguntó si quería abortar y le dije que sí. Me dijo que me diera la vuelta en la camilla y me puso una inyección en la cadera derecha. Me dijo que esta inyección haría que el corazón dejara de latir. Luego me dio una receta y me dijo que me la surtiera, que me tomara las pastillas y me las introdujera en la vagina en unos días, y que tendría calambres como los de la regla y una ligera hemorragia. Luego me dijo que pidiera cita para otra ecografía para asegurarme de que todo estaba bien.
No sé si estaba en estado de shock o no lo había pensado bien. Pero nunca se me ocurrió que iba a expulsar un bebé de verdad en mi apartamento. No estaba preparada para lo que ocurrió. Tampoco mi marido. Me introduje las píldoras el domingo 2 de enero de 2000. El hermano de mi marido jugaba al fútbol americano en la universidad y ese día se disputaba un partido de la copa, así que nos sentamos en el sofá a ver el partido.
Empecé a tener calambres intensos. En un momento dado, fui al baño y salió un bebé. Era exactamente igual que los bebés de siete a nueve semanas que se ven en las fotos. Era redondeado. Tenía un ojo morado. Mi marido lo sacó del retrete y sostuvo al bebé muerto en la mano. Recuerdo que lo miré y me pregunté qué era.
Pero también sabía lo que era. Recuerdo que me quedé completamente dormida. No pedí coger al bebé. Me quedé mirándolo. Mi marido me miró y creo que también estaba en estado de shock. Metió al bebé en el retrete y tiró de la cadena.
Nunca me lo he perdonado.
Fui al médico un par de días después y la ecografía salió bien.
Empezó el siguiente semestre escolar para los dos. Decidimos casarnos enseguida. No quería volver a encontrarme en la situación de no estar casada y quedarme embarazada. Nos casamos en otoño. Creo que la planificación de la boda y la facultad de Derecho me mantuvieron ocupada y me impidieron pensar en lo que había hecho.
Ahora tenemos tres hijos, pero sigo llorando hasta quedarme dormida pensando en aquel bebé. Nadie me preparó para lo que ocurrió aquel día. Nadie me dijo lo que pasaría ese día. Lloro a ese bebé. Lamento lo que hice con todo lo que hay en mí.
Seguí siendo liberal. Seguí votando a los demócratas y diciéndole a la gente que apoyaba el aborto. Pero algo ocurrió cuando tuve a mi hija en 2008. Empecé a darme cuenta de las mentiras que me habían contado. Empecé a darme cuenta de que yo era un experimento para el feminismo. Me di cuenta de que había sido utilizada por gente con una agenda.
Oírte hablar de que la gente no está preparada para abortar en casa me impactó mucho. Es verdad. Es la primera vez que oigo a alguien reconocer lo que pasó y entender lo horrible y traumático que fue.
Tuve suerte y no tuve que ir a urgencias. Pero también me pregunto qué habría pasado si hubiera tenido que hacerlo. Estaba tan poco preparada para lo que estaba pasando que no estoy segura de haberme dado cuenta de que necesitaba atención médica. Todo había sido tan casual y despreocupado. No me di cuenta de la gravedad de lo que estaba haciendo. Si hubiera empezado a sangrar, no creo que hubiera pensado que necesitaba ayuda. Ahora me parece una locura, pero ésa era la disonancia cognitiva que experimentaba.
Nunca volví a ver a la ginecóloga que me derivó a la abortista, pero mi hermana sí lo hizo y tuvo dos partos con ella. No soportaba ni oír su nombre cuando mi hermana la mencionaba. Ni siquiera puedo recordarlo; es como si mi cerebro no me dejara pensar en esa llamada telefónica.
En cambio, nunca olvidaré al abortista. Su nombre, su consulta, su manera de decirme lo que estaba haciendo, pero también su total evasión a la hora de contarme lo que estaba pasando. Leí que había muerto. También era un gran abortista. No tenía ni idea en ese momento. Tampoco me di cuenta entonces de que lo que él hacía ni siquiera estaba aprobado.
Ahora tengo tres hijos, entre ellos una hija adolescente. No le he contado lo que pasó. Ella y sus hermanos no tienen ni idea. Ni siquiera marco este embarazo en los formularios de los médicos. Ni siquiera estoy segura de que quede constancia en alguna parte de que hice lo que hice.
– “Jenny”
Puede el artículo completo y el relato, ambos en inglés, aquí.
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Foto: rodnae-productions / pexels