Por: Lupe Batallán
La silla de Pedro está vacía y a su alrededor, todo es ruido. En las redes sociales, en los medios de comunicación, en los grupos católicos; algunos lloran como si hubiera muerto un padre; otros celebran como si hubiera caído un tirano. Todos exigen opiniones como si hubiera algo sobre lo que opinar. Pero más allá del afecto o el rechazo que Francisco haya podido despertar, su muerte pone en evidencia algo más profundo: la fractura espiritual con la que estamos viviendo nuestra pertenencia a la Iglesia. Porque no se trata solo de él, se trata de nosotros.
Francisco fue un Papa incómodo para el mundo. Querido por los medios cuando parecía coincidir con ciertas agendas ideológicas pero descartado por esos mismos cuando no entregó del todo lo que creyeron que venía a ofrecer. Fue aplaudido cuando habló de “incluir”, y fue ignorado cuando dijo que el aborto era “como contratar un sicario”; fue citado por ambientalistas por Laudato si, y callado por los mismos cuando criticó la cultura del descarte humano. Recibió muchos elogios por decir que la Iglesia debía parecerse a un hospital de campaña, pero también fue tremendo el escándalo cuando se animó a afirmar que “el diablo entra por el bolsillo”. En definitiva, la paradoja de Francisco fue que ni el mundo lo amó sinceramente ni muchos católicos lo entendieron del todo. Porque más que un líder cómodo, fue un signo de contradicción. Y en ese justo papel se pareció más a la Iglesia real que a la Iglesia idealizada por cada bando, una Iglesia que no entra en ninguna agenda pero también una Iglesia que molesta.
Pero el problema no es solo lo que Francisco fue, dejó de ser o pudo haber sido. El problema es lo que revela nuestra reacción ante su muerte. Porque la Iglesia ha tenido papas santos, papas mediocres, papas autoritarios y papas tiernos; y sin embargo, nunca necesitó ni aplaudidores incondicionales ni rebeldes disfrazados de profetas. Lo que la Esposa de Cristo siempre necesitó, de lo que está hambrienta desde el primer día de su existencia, es de fidelidad.
Y estas no son exigencias actuales inventadas por catolicones tibios que no saben cómo responder a su tiempo. Esta es la historia de siempre. Los grandes santos lo entendieron: Santa Catalina de Siena enfrentó el escándalo del Papado de Aviñón, le escribió cartas ardientes al Papa Gregorio XI, lo llamó a dejar su cobardía y volver a Roma, pero lo obedeció y sirvió como al dulce Cristo en la tierra; San Francisco de Asís reformó una Iglesia viciada por el lujo sin levantar un dedo contra su autoridad; Santa Teresa de Ávila chocó con confesores mediocres y estructuras podridas, pero nunca dejó de reconocer que el centro de comunión es el Papa. Y esto tiene que ver con que los grandes santos no suelen surgir en épocas de calma y esplendor institucional, sino justamente cuando la Iglesia está en crisis, incendiada por el pecado, la división o la mediocridad. Su magia es justamente esa: cuando más débil parece institucionalmente, más fuerte puede volverse espiritualmente.
Los grandes santos son antídotos de Dios para tiempos podridos. Ellos no se escandalizan de la miseria de la Iglesia. Por el contrario, la aman tanto que la enfrentan si hace falta. Pero no la rompen, la corrigen. No se van, no fundan otra iglesia, no arman un cisma: clavan las uñas en su cuerpo herido y la sanan desde dentro.
Esa es la diferencia entre un santo y un rebelde: el rebelde destruye lo que no entiende; el santo discierne, discute, denuncia si hace falta, pero no abandona. Porque sabe que la Iglesia no es una estructura humana a gusto del consumidor, sino la Esposa de Cristo, y a una esposa caída no se la reemplaza, se la redime. Y por eso, cada vez que la Iglesia parece desfigurada, Dios responde con un santo que le devuelve el rostro.
Hoy, en cambio, vivimos en un clima donde “discernir” se ha convertido en una coartada para desobedecer, donde la crítica se vuelve destructiva y la fidelidad se considera obsecuencia servil. Pero la obediencia no es sumisión. La obediencia, sobre todo en tiempos de oscuridad, es una forma madura de Fe.
Más allá de las especulaciones, no sabemos quién será el próximo Papa. Pero sí sabemos quién lo permitirá: Dios. Y eso debe bastarnos para saber qué hacer: rezar, sostener la unidad, obedecer incluso cuando no entendamos. Esa es la obediencia que convierte el dolor en ofrenda, la que purifica la protesta con oración y la que no rompe, aunque todo duela y nada se entienda.
Francisco tuvo gestos que desconcertaron, silencios que dolieron, prioridades que muchos no compartieron. ¿Y tuvo errores? Por supuesto. ¿Fue instrumentalizado? También. ¿Lo entendimos todos? Difícilmente. Pero el juicio último no es nuestro. No por lo menos este. Nuestro juicio no debe ser sobre Francisco, sino sobre cómo reaccionamos cuando Dios no actúa a nuestra medida.
Porque lo que está en juego no es si Francisco fue un buen Papa. Es qué tipo de Iglesia vamos a ser ahora que ya no está. Y el horizonte Dios lo ha dejado siempre claro: una Iglesia fiel aunque no entienda, que reza por el que venga, aunque no le guste, que no se parte cada vez que algo no la representa del todo; una Iglesia que sabe, como lo sabían los santos, que el Espíritu Santo no se toma vacaciones, ni siquiera cuando su Esposa arde.
Murió Francisco. Y lo que hagamos ahora también dirá quiénes somos nosotros.