Eduardo Verástegui analiza detalladamente por qué no es real que exista una democracia en México, sino una partidocracia que quiere llenar los bolsillos de algunos y en la práctica, ser una monarquía indefinida que no entrega el poder fácilmente.
Por: Eduardo Verástegui
Familia, México no anda bien. Hace ya más de un año que decidí emprender un viaje que llamaría la atención de todo un sistema. Un sistema que enseña en las escuelas que los mexicanos vivimos en un país democrático. Un sistema que aún enseña a los niños desde pequeños que la división de poderes es uno de los máximos principios de organización del poder público de nuestro amado país. Pero después de varios años y las suficientes experiencias y noticias como para darme cuenta, llegué a una conclusión: La democracia en México murió hace tiempo y ni siquiera pudimos despedirnos.
Democracia, palabra de origen griego: demos (pueblo) y kratos (poder o gobierno). Es decir, “el poder del pueblo”. No de unos pocos, no de las élites, no de los partidos, sino del pueblo entero que decide su destino. Si retrocedemos un poco en la historia hasta Aristóteles, específicamente en su obra Política, ya advertía sobre este fenómeno:
“Si el derecho de nombrar de entre todos los ciudadanos pertenece solamente a algunos, y las magistraturas se proveen unas por suerte, otras por elección, o de ambos modos a la par, en este caso la institución es oligárquica.”
Lo que el filósofo griego denunciaba hace más de dos mil años es exactamente lo que hoy vivimos. Cuando unos pocos controlan quién puede ser votado, quién accede al poder, quién maneja los recursos y cómo se reparten los cargos, ya no estamos ante una democracia, sino ante una oligarquía. No por nada quien fuese alumno de Platón, distinguía entre formas puras de gobierno como la monarquía, la aristocracia y la república (politeia) y sus formas impuras o corruptas, la tiranía, la oligarquía y la demagogia. La diferencia esencial radica en la finalidad del poder. Mientras las formas puras buscan el bien común, las formas corruptas persiguen el beneficio de quienes gobiernan.
Sin embargo, siglos después de los planteamientos clásicos sobre las formas de gobierno, nos encontramos con un fenómeno que para los antiguos filósofos aún era desconocido: el surgimiento de los partidos políticos como actores formales y permanentes en la estructura del poder. Estos no existían como tales en la Grecia de Aristóteles ni en la Roma republicana. Su aparición respondió a una necesidad moderna: organizar, articular y canalizar diferentes visiones ideológicas y proyectos de nación dentro del marco del Estado representativo.
Para que un partido exista como tal, necesita distinguirse de otro, ofrecer una alternativa real, un modelo distinto de país. Así como la cultura se define en contraste con otras culturas pues no hay costumbre, tradición o identidad que se reconozca a sí misma sin compararse con otra. De igual manera, un partido político no puede definirse en el vacío ni en la homogeneidad. Necesita de un contrapeso real para existir auténticamente. Y justo ahí está el detalle.
Cuando hablo de partidocracia es común que reciba mensajes de ciudadanos preguntándome: ¿A qué te refieres? Aquí lo explico con algunos ejemplos.
Si para que un partido político auténtico y en su forma e intención más sana tenga razón de ser, requiere de un otro del cual diferenciarse y en México todos (y cuando digo todos me refiero a TODOS) abanderan las mismas causas diferenciándose quizá únicamente en la forma de comunicar, entonces no existe ese otro proyecto de nación, no existen esas otras propuestas ni esas otras causas que le darían razón de ser a la existencia de tantos partidos políticos que actualmente hay en México. Las luchas por el matrimonio entre parejas del mismo sexo o el aborto las vamos a encontrar tanto en el PAN como en MORENA, tanto en el PRI como Movimiento Ciudadano. Las diferencias son tan mínimas que un candidato puede brincar de uno a otro partido y seguir defendiendo lo mismo y no pasa nada. Los estatutos, orígenes y principios de los partidos ya no importan.
¿Hay democracia cuando las opciones a elegir son iguales pero pintadas de colores diferentes? Votar no es igual a poder de elección. Ir a una urna a votar no implica que ese voto valga algo. Pensemos en Estados como el Estado de México en recientes campañas para elegir Gobernador. Fue más que claro que la elección que terminaría por darle la victoria a la hoy gobernadora del Estado, Delfina Gómez, estaba pactada. ¿Cuál democracia? Millones de ciudadanos piensan su voto, meditan las consecuencias y platican con sus familiares para contrastar opiniones antes de una elección, yo me pregunto: ¿cambia algo?
Lo que México atraviesa el día de hoy es elegir entre dos plumas que no pintan, solo que una es azul y otra es guinda. Queremos escribir historia nueva y prospera sobre una hoja en blanco, pero cuando vamos a elegir con qué pluma pintar, por más que haya cien opciones diferentes, puntas diversas, colores de tinta llamativos y marcas distintas; nada de eso importa si ninguna pluma pinta. ¿Elegimos? Podríamos decir que sí, pero: ¿podremos pintar sobre la hoja? Ahí está el problema, familia.
Una oligarquía en época de partidos deriva en lo que hoy llamamos desde nuestro movimiento una partidocracia. Es un régimen en el que los partidos ya no son expresión de la pluralidad, sino herramientas de una clase política profesionalizada que controla quién puede postularse, qué temas se debaten, cómo se reparten los recursos públicos y qué tipo de ciudadanía se permite formar. En lugar de representar las distintas voces de una nación, los partidos se convierten en filtros de control ideológico y económico. Se hacen necesarios para acceder al poder, pero también se convierten en guardianes del sistema que impide que otros accedan a él.