Por: Horacio Giusto
Recientemente se publicó una excelente nota en Voto Católico sobre la renovación de la capacidad electora de dos cardenales africanos. Aquí veremos que se plantean cuestiones que, aunque a primera vista parecen meramente administrativas o anecdóticas, tocan fibras profundas del orden eclesial, la autoridad y la tradición en la Iglesia Católica.
De entrada, es posible apreciar un enfrentamiento entre la tradición y la excepción. El hecho es, cuanto menos, curioso: se trata del “rejuvenecimiento jurídico” de dos cardenales africanos —John Njue, de Kenia, y Philippe Ouédraogo, de Burkina Faso— por corrección de sus fechas de nacimiento, lo que los vuelve aptos para participar en un futuro cónclave. Tal como se informó en Voto Católico, “la inusual ‘actualización’ administrativa de dos cardenales que originalmente no tenían derecho a voto y pasaron a ser votantes atrajo la atención de la prensa italiana el sábado 3 de mayo”.
En un contexto donde la Iglesia parece cada vez más proclive a ajustar tradiciones y prácticas en nombre de la “apertura”, cualquier modificación que implique redefinir límites ya establecidos —como la edad de 80 años para votar en un cónclave— puede parecer una grieta más en la estructura de continuidad. Más aún cuando se observa que, llamativamente, estos postulantes son de líneas teológicas heterodoxas.
Desde el punto de vista tradicional, las normas en la Iglesia no son meros tecnicismos, sino expresiones del sensus fidelium, donde se entiende que en la labor pastoral debe haber un equilibrio entre la sabiduría y el vigor que se espera del Cuerpo Cardenalicio. En ese sentido, la edad también forma parte de la consideración del pastor universal, al igual que tantos otros requisitos previstos para la correcta labor en la Santa Sede. “Rejuvenecer” a un cardenal por una corrección administrativa puede parecer un tecnicismo inocente, pero también puede sentar un precedente para revisar otros límites y normativas, socavando el principio de estabilidad institucional. Además, pone en evidencia la inoperancia de los responsables técnicos encargados de los actos administrativos.
Otro punto de inquietud es la insistencia en la “africanidad” de los cardenales. Si bien es innegable que el crecimiento del catolicismo en África es una realidad demográfica y espiritual relevante, existe el riesgo de que esta identidad geográfica y cultural sea utilizada como herramienta simbólica para legitimar una determinada dirección ideológica en la Iglesia. Más aún cuando del África —tierra de mártires actuales— las voces que han surgido en los últimos años han sido profundamente conservadoras. Ahora, con este milagro inesperado, ingresan al cónclave dos voces africanas más tendientes al liberalismo religioso.
Desde una óptica conservadora, lo esencial en un cardenal no es su procedencia étnica ni su relevancia geopolítica, sino su fidelidad a la doctrina, su apego a la tradición y su defensa del depósito de la fe. Usar su lugar de origen como argumento implícito de autoridad moral corre el riesgo de caer en una forma de identitarismo eclesial ajeno a la universalidad católica (valga la redundancia). En particular, algunos sectores progresistas en la Iglesia podrían instrumentalizar la figura de África para presentar al continente como portador de una “renovación eclesial” desligada de la Roma Eterna y orientada a la “inclusión radical” propia de estos tiempos.
El cardenal Robert Sarah es, curiosamente, una figura muy respetada en los círculos conservadores por su defensa firme de la liturgia tradicional, su crítica al relativismo moral y su diagnóstico de la crisis espiritual de Occidente. Sin embargo, sus pares parecen ahora eclipsar lo que en redes sociales circuló como “el Papa negro”. Es que, finalmente, se nota que estas sutiles coincidencias siempre terminan opacando todo aquello que recuerda lo que es propiamente el tradicionalismo católico.
Por un lado, su presencia en un futuro cónclave es esperanzadora para quienes anhelan un retorno a la sacralidad, el orden y la reverencia en la Iglesia. Pero, por otro lado, que su restitución dependa de un ajuste administrativo podría debilitar simbólicamente su autoridad, como si su permanencia en la esfera decisoria fuese un accidente burocrático y no una necesidad espiritual de la Iglesia.
Finalmente, esta nota puede interpretarse como una muestra del sentimentalismo moderno que ha infiltrado incluso los ámbitos más sagrados de la Iglesia. La forma en que se presenta la noticia —casi como una “segunda oportunidad”, un renacer institucional— parece más propia del lenguaje terapéutico o mediático que de la seriedad austera de la tradición católica. La Iglesia no es una ONG ni una democracia que se emociona con los relatos personales de sus miembros. Es una estructura jerárquica, divina en su origen, cuyo orden debe reflejar el misterio del Cielo.
Desde una perspectiva conservadora, lo que parece una noticia menor refleja tendencias más profundas y preocupantes: la erosión del principio de autoridad basada en la tradición, la tentación del identitarismo eclesial y la creciente sentimentalización de los asuntos de gobierno eclesiástico. No se trata de negar la valía de los cardenales Turkson y Sarah, sino de preguntarse qué se está perdiendo cuando se privilegia la flexibilidad administrativa sobre la estabilidad doctrinal. En tiempos de confusión, la Iglesia no necesita excepciones ni ajustes, sino claridad, firmeza y fidelidad a la Tradición que la ha sostenido durante dos mil años.