Por: Mons. José Antonio Eguren Anselmi
“La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes” (2 Cor, 13, 14). Con este hermoso saludo trinitario, tomado de la segunda carta del apóstol San Pablo a los Corintios y con el cual suele comenzar la celebración de la Santa Misa, deseo saludarlos a todos ustedes, a unos días de haber celebrado, el misterio de los misterios: La Santísima Trinidad.
La Solemnidad de hoy, resume la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales que hemos celebrado recientemente: La muerte y resurrección de Cristo, su gloriosa Ascensión a la derecha del Padre, y la efusión del Espíritu Santo. La Iglesia, Madre y Maestra, ubica la celebración de esta gran fiesta, al final de los tiempos fuertes del Año litúrgico, a saber, el Adviento, la Navidad, la Cuaresma y la Pascua, para que comprendamos que la asombrosa obra de la Creación, y la aún más maravillosa obra de nuestra Reconciliación, han sido obra del amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La señal de los cristianos, es la señal de la cruz. La hemos aprendido a hacer desde pequeños, de manos de nuestros padres y abuelos. La hacemos trazándola con la mano sobre la frente y el pecho, mientras pronunciamos las palabras: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. Si prestamos atención es un solo “Nombre”, porque Dios es uno solo, aunque en Él haya tres Personas distintas.
Por ello en la liturgia de hoy, manifestamos en el Prefacio de la Misa: “Al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos a Tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en dignidad”, es decir, un solo Dios, no una sola Persona, sino tres Personas distintas que participan de una sola sustancia. Invocamos a la Trinidad con la señal de la cruz, porque muriendo en ella, nuestro Señor Jesucristo, manifestó el amor salvífico del Padre, amor que es el Espíritu Santo, quien procede eternamente del Padre y del Hijo.
El misterio de la Santísima Trinidad que hoy celebramos nos introduce en la intimidad misma de Dios. Antes de Cristo, este misterio era desconocido. “Es Jesús quien nos ha revelado el misterio más íntimo de Dios, que Dios es Trino, Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas en un solo Dios. Este es el misterio de la Trinidad, misterio central de la vida cristiana, y un misterio en sentido estricto, es decir, que no lo habríamos conocido de no haber sido por la revelación de Jesús”.
Es un misterio que sobrepasa la capacidad de nuestro entendimiento para poder conocerlo y abarcarlo, lo cual no lo hace irracional, sino meta-racional y, por lo tanto, no lo hubiéramos conocido si no fuera porque el mismo Dios, Uno y Trino, nos la ha revelado.
El conocimiento de la intimidad de Dios, de su “misterio escondido desde toda la eternidad” (ver Col 1, 26), fue revelado al ser humano por la misión del Hijo y del Espíritu Santo. Israel había llegado en su fe al monoteísmo estricto, Dios era para ellos un Dios solitario. En cambio, Cristo nos revela que Dios es comunión de Amor: Tres Personas distintas pero que participan de una misma naturaleza o sustancia, la divina. Nuestro Dios no es soledad, nuestro Dios es comunión de Amor, y de un Amor volcado hacia nosotros. Por eso San Juan exclamará emocionado: “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es Amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él” (1 Jn 4, 7-9).
Dios ha revelado el misterio trinitario en la Historia de la Salvación, es decir, en su acción salvadora o reconciliadora por
nosotros. Es así que Dios se manifestó como Padre al entregarnos a su único Hijo: “Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito, para que todo el que cree en Él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).
Jesús se manifestó como el Hijo de Dios, obediente en todo a la voluntad de su Padre, realizando nuestra perfecta reconciliación por su encarnación, muerte y resurrección: “En Él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia” (Ef 1, 7). Y el Espíritu Santo se nos manifiesta como nuestro
Santificador, es decir, como el que constantemente derrama en nuestras vidas el Amor que Dios nos tiene, suscitando así en nuestros corazones el deseo del amor a Dios y a los hermanos: “Y la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado” (Rom 5, 5).
Del seno de la Trinidad proceden todos los proyectos de vida y de salvación. En la Trinidad no hay más que Amor, el cual nos ha sido revelado en toda su altura, anchura y profundidad en el misterio de la Cruz de Cristo. De la intimidad de Dios, Uno y Trino, fluye el amor.
Lamentablemente el Amor verdadero acontece poco hoy en día, pero cuando ocurre es conmovedor, es puro, es hermoso, es fuente de vida que renueva la esperanza, trae luz y consuelo. No es obra del hombre, es don de Dios Trinidad que es el origen y la fuente del Amor. Por eso la necesidad de la oración, de la vida espiritual y sacramental, porque si no estamos en comunión con Dios-Amor, no podremos acoger su Amor e irradiarlo a los demás. Por otro lado, quien ha tenido una experiencia del Amor, ha tenido un anticipo de la eternidad, pues “el Amor no tiene fin” (1 Cor 13, 8).
Asimismo, no olvidemos que nuestro destino final es la Santísima Trinidad, como bellamente lo expresa San Agustín: “Esta es nuestra completa alegría, no hay otra ulterior: gozar de Dios Trinidad a cuya imagen fuimos creados”.
Por ello quiero concluir esta homilía con este profundo y a la vez hermosísimo pensamiento del Papa Benedicto XVI sobre la vida eterna, que no será otra cosa sino sumergirse en el océano infinito del amor trinitario, es decir, del amante que es Dios Padre, del amado que es Dios Hijo, y del Amor que es el Espíritu Santo: “En realidad, como ya observaba San Agustín, todos queremos la «vida bienaventurada», la felicidad; queremos ser felices. No sabemos bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión «vida eterna» querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo”.
Pidamos a María Santísima, Hija del Padre, Madre del Hijo, y Esposa-Cooperadora del Espíritu Santo, que la Solemnidad de hoy nos ayude participar, cada vez más y más, del don extraordinario de la vida íntima de Dios, Uno y Trino, porque: “Dios es Amor y quien conserva el Amor permanece en Dios y Dios con Él” (1 Jn 4, 16).