Aunque Nayib Bukele asegura que no le importa ser llamado dictador mientras El Salvador siga siendo seguro, su proyecto de reelección indefinida despierta serias dudas desde una perspectiva católica sobre el poder, la justicia y el respeto a la dignidad humana.
La reciente reforma constitucional aprobada por la Asamblea Legislativa de El Salvador ha desatado una ola de reacciones a nivel nacional e internacional. Con el respaldo de 57 votos de la bancada oficialista y apenas tres en contra, el Legislativo dio luz verde a la reelección presidencial indefinida y extendió el mandato presidencial de cinco a seis años. La medida también adelanta las próximas elecciones para el año 2027, en lo que muchos consideran un paso decisivo hacia la consolidación de un régimen personalista.
Durante la celebración del sexto aniversario de su llegada al poder, el presidente Nayib Bukele lanzó una de sus frases más controversiales hasta la fecha: “Me tiene sin cuidado que me llamen dictador”. Lo dijo sin rodeos, ante miles de seguidores que lo aclamaban por los supuestos logros de su administración, en especial en materia de seguridad.
— Nayib Bukele (@nayibbukele) August 3, 2025
Bukele ha defendido con firmeza su modelo de gobierno, sosteniendo que El Salvador ha dejado de ser “el país más violento del mundo” para convertirse en uno de los más seguros de América Latina. Según cifras oficiales, en 2024 se registraron apenas 114 homicidios, lo que equivale a una tasa de 1.9 por cada 100,000 habitantes. A ello se suman más de 700 días consecutivos sin homicidios en el país, un récord impensable hace apenas una década.
Este clima de seguridad se ha convertido en el principal argumento del mandatario para justificar medidas que muchos consideran autoritarias. Desde su ascenso al poder, Bukele ha logrado controlar no solo el Congreso, sino también la Corte Suprema, la fiscalía y los principales órganos de justicia. Ha marginado a la oposición, presionado a medios de comunicación independientes y restringido el trabajo de organizaciones de la sociedad civil. Pero, para él, mientras El Salvador sea seguro, el resto no importa.
Desde una mirada católica, el panorama plantea preguntas fundamentales sobre el equilibrio entre el bien común y el respeto a la institucionalidad democrática. Es indudable que la reducción de la violencia y la pacificación de los barrios anteriormente controlados por pandillas representan una mejora significativa para la vida cotidiana de miles de familias salvadoreñas. Proteger la vida y la integridad de los ciudadanos es una de las funciones esenciales del Estado, y en ese sentido, muchos católicos ven en Bukele un líder decidido a cumplir esa misión.
Sin embargo, la doctrina social de la Iglesia también subraya la importancia del respeto a la ley, la justicia y la participación política. Concentrar el poder en una sola figura, eliminar los contrapesos y perpetuarse en el cargo bajo el argumento de la eficacia, supone una amenaza para la libertad y la dignidad de las personas. Como ha señalado el Papa Francisco en diversas ocasiones, los líderes deben gobernar “con y para el pueblo”, no por encima de él.
La alternancia en el poder, la pluralidad política y el respeto a las instituciones no son lujos de la democracia, sino garantías de que los gobiernos sirven al bien común y no a intereses personales. Si bien la seguridad es una condición necesaria para el desarrollo humano integral, no puede alcanzarse a costa de la verdad, la libertad o la justicia.
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Las opiniones están divididas. Mientras una parte importante de la población salvadoreña celebra la continuidad de Bukele como un signo de estabilidad y orden, otros —tanto dentro como fuera del país— advierten sobre el peligro de un régimen que ya no reconoce límites ni rendición de cuentas. Organizaciones como Human Rights Watch han alertado que El Salvador se dirige hacia un modelo autoritario, disfrazado de eficiencia y popularidad.
El presidente, por su parte, parece decidido a ignorar estas críticas. “No me interesa lo que digan. Lo importante es que la gente pueda salir de noche sin miedo”, dijo recientemente en una entrevista. Y en efecto, su popularidad sigue siendo alta, especialmente entre los sectores que vivieron durante años bajo la amenaza constante de las pandillas.
El problema, sin embargo, no es únicamente jurídico o político. Es también moral. ¿Es lícito renunciar a los principios democráticos si a cambio se obtiene orden? ¿Puede un católico apoyar un modelo de gobierno que sacrifica la institucionalidad a cambio de resultados inmediatos?
El Salvador vive hoy una encrucijada que interpela la conciencia de los ciudadanos, y especialmente de los creyentes. La seguridad es un bien necesario, pero no suficiente. La paz verdadera, como recuerda San Juan Pablo II, es “el fruto de la justicia”. Y no hay justicia sin libertad, sin ley, sin instituciones que sirvan al hombre y no al revés.
Nayib Bukele ha prometido continuar su proyecto político con mano firme. Sus seguidores lo aclaman. Sus detractores lo denuncian. Pero en medio de ese debate, los católicos están llamados a discernir con claridad: no solo lo que funciona, sino lo que es verdaderamente bueno.