Aunque muchos aún defienden la pornografía como una elección personal o una forma de educación sexual, este artículo desmantela esa ilusión para revelar la cruda verdad: el porno no educa ni libera, sino que cosifica, violenta y deshumaniza. Desde una mirada católica y profundamente humana, Lupe Batallán denuncia el negocio multimillonario que transforma cuerpos en mercancía, erosiona la capacidad de amar y entrena a las nuevas generaciones en una cultura del descarte y el abuso.
Por: Lupe Batallán
Mientras algunos siguen creyendo que la pornografía es una “elección” personal o una forma de “educación sexual”, los católicos tenemos la obligación de decir las cosas como son. La pornografía no solo destruye la noción de amor sino que también deshumaniza, normaliza la violencia y alimenta la cultura de descarte. No estamos ante un producto cultural más, estamos ante una industria multimillonaria que se nutre del cuerpo y del alma de miles de mujeres, hombres y niños, y que ofrece como placer lo que, en realidad, es esclavitud.
El día de ayer, la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos lo expresó con claridad en su carta pastoral Creando un corazón limpio: “La pornografía es una grave ofensa a la dignidad humana. Daña a quienes la consumen y a quienes participan en su producción. Es una amenaza a la salud espiritual, emocional y relacional”. No es moralismo vacío: es verdad encarnada. La degradación del cuerpo nunca es neutra. No se puede separar el acto de mirar de las consecuencias que ese mirar genera. Y no hablo solo del plano espiritual —que ya bastaría para cualquier crítica y denuncia radical— sino también del impacto psíquico, social, antropológico y político que arrastra.
Como expliqué en mi libro “Calladita te ves más bonita”, “el porno no es malo solo porque haya trata o abuso sexual. Esas son consecuencias. El problema central es que convierte a la persona en un objeto”. La industria pornográfica toma una persona —con historia, con alma, con heridas, con capacidad de amar— y la reduce a carne desechable. A una imagen, una cosa, un fusible descartable que tirar cuando se quema. Esa deshumanización es el corazón mismo del producto que vende. No importa cuántas regulaciones se impongan ni cuántos eufemismos se inventen. Mientras el sexo sea un producto que se compra, la persona será el residuo.
Uno de los mitos más difundidos es que el porno es ficción inofensiva. Pero eso no se sostiene frente a los datos. Según un estudio publicado en Violence Against Women en 2010, más del 88% de los videos porno más vistos contiene violencia física o verbal, y la mayoría muestra una respuesta “positiva” o “neutra” de las mujeres frente a esa violencia. La regla es clara: si duele, gusta. Si somete, excita. Si humilla, vende. No hay forma de separar eso de la lógica que después se reproduce en la vida real. Según un informe de VictimFocus de 2021, en el Reino Unido reveló que uno de cada cuatro adolescentes había visto escenas de sexo no consentido en pornografía, y otro informe mostró que el 16% de las mujeres había sido coaccionada a hacer actos sexuales vistos en porno. ¿Y todavía hay quienes se atreven a defenderlo como “liberación sexual”?
El consentimiento no resuelve nada si el sistema está estructurado para que una necesidad económica, un trauma o una historia de abandono sean la puerta de entrada al “trabajo sexual”. En 2020, Pornhub —la plataforma pornográfica más grande del mundo— tuvo que eliminar el 80% de su contenido por no poder garantizar que los videos no incluyeran a menores o a personas sin consentimiento. Y en su historial hay demandas por violación, trata, y hasta casos de niños violados cuyos videos fueron subidos y monetizados sin que nadie hiciera nada. ¿De verdad vamos a seguir creyendo que todo esto es un problema de “consumo responsable”?
Pero incluso si no existieran esos horrores —que existen— el problema seguiría siendo el mismo: el porno enseña a usar, a que el otro sea instrumento, no fin; a que el deseo esté por encima del respeto. Y cuando uno repite una y otra vez que el otro existe para satisfacerlo, no hay manera de amar. Como enunció Santo Tomás de Aquino, amar es querer el bien del otro. Usar, en cambio, es servirse del otro para un bien propio. Y la pornografía nos entrena para eso: para que el sexo ya no sea un lenguaje del amor sino una performance de poder.
Incluso en términos puramente biológicos, el porno altera la respuesta sexual humana. Se convierte en lo que los científicos llaman un “estímulo supernormal”: algo que sobreexcita el cerebro al punto de que el sexo real —imperfecto, limitado, vulnerable— deja de interesar. Hay hombres que ya no pueden excitarse con sus esposas. Mujeres que sienten que no dan la talla. Vínculos rotos por expectativas imposibles. ¿Y todo por qué? Por una ficción montada con cirugía, drogas y cortes de cámara, donde todo está pensado para simular placer mientras se graba dolor.
Mientras tanto, los adolescentes están aprendiendo de ahí. Más del 50% cree que lo que ve en porno es real. Cuatro de cada diez dicen que les da ideas para probar en su propia vida. Chicas de 13 o 14 años que piensan que lo normal es aguantar, fingir, dejarse grabar, “experimentar”. Varones de la misma edad que asumen que dominar, insultar o eyacular en la cara es una demostración de masculinidad. ¿Eso es lo que queremos para los hijos que decimos amar? ¿Eso es libertad?
Como bien enseña la Iglesia, no basta con decir “eso está mal”. Hay que construir una cultura distinta, donde la sexualidad vuelva a estar al servicio del amor. Donde el cuerpo del otro no sea una mercancía, sino un misterio. Donde el deseo no sea adicción, sino entrega. El problema no es el sexo. El problema es su degradación. El problema es que hemos dejado que la industria nos enseñe a amar. Y si el amor se aprende, también se puede volver a enseñar. Pero para eso, hay que levantar la voz. Porque con la pornografía, uno no se daña solo. Nos dañamos todos.