La misericordia, virtud profundamente humana y reflejo del amor divino, no se limita a un sentimiento pasajero: es un llamado a actuar ante el sufrimiento, a consolar no sólo las miserias materiales, sino, sobre todo, las espirituales. Horacio Giusto nos invita a redescubrir su verdadero sentido, de la mano de Santo Tomás de Aquino y la enseñanza cristiana más auténtica.
Por: Horacio Giusto
En el libro “Las 54 virtudes atacadas” de Marta A. H. de Olivero, se nos explica que la misericordia es la “compasión que experimenta nuestro corazón ante la miseria espiritual o material de otro, sentimiento que nos compele a socorrerlo si podemos”.
Tal concepto es una transcripción de lo que bien expone Santo Tomás de Aquino (1225-1274) quien definió la virtud de la misericordia en la Summa Theologiae (ST II-II.30.1) como «la compasión que sentimos por la miseria ajena, una compasión que nos impulsa a hacer todo lo posible por ayudarla».
La misericordia es, ante todo, un afecto de la caridad, virtud capital entre todas, que ordena los afectos humanos hacia el bien divino y el bien del prójimo. La misericordia, considerada en sí misma, es aquella tristeza interior que el hombre experimenta ante la miseria ajena, de tal modo que no permanece pasivo, sino que es movido a aliviarla.
Digo tristeza, no como una pasión desordenada, sino como una justa percepción del mal ajeno, la cual, lejos de entristecer el alma de forma viciosa, la dispone al acto de la virtud. Esta tristeza es fructuosa, porque produce un movimiento de amor que se traduce en obras: el socorro al necesitado. La misericordia es más perfecta cuando no se limita al consuelo de las miserias materiales —como el hambre, la desnudez o la enfermedad— sino cuando se extiende a la miseria espiritual, que es la carencia de gracia o la falta de bienes espirituales. Así, el acto más alto de misericordia es procurar la conversión del pecador, el consuelo del afligido en su fe, y la instrucción del ignorante en las verdades de Dios. Por tanto, el hombre verdaderamente virtuoso no se conmueve sólo por el sufrimiento corporal, sino principalmente por el sufrimiento del alma, que es más grave por su naturaleza; aquí valdría el ejemplo de Santa Mónica que temía más la pérdida del alma de su hijo a que su hijo perdiese la vida corporal.
Ahora bien, dado que Dios es el Sumo Bien y el Sumo Misericordioso, el hombre que practica la misericordia se asemeja más perfectamente a Dios. De aquí que la misericordia no sólo es una virtud humana, sino una participación en la divina bondad, tal como está escrito: “Sed misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).
Vale considerar que para Santo Tomás, esta virtud tiene dos aspectos: la misericordia afectiva y la misericordia efectiva. La misericordia afectiva es una emoción, es decir, la compasión que sentimos por la situación ajena. Ello se da principalmente por la vulnerabilidad humana al sufrimiento. Sentimos compasión por quienes sufren porque nosotros también estamos sujetos a esas miserias; es ver las miserias ajenas proyectadas en nosotros mismos. Así, nuestra compasión afectiva por los demás surge de nuestra capacidad de empatía. Santo Tomás señala: «Quienes se consideran felices y tan poderosos que ningún mal puede sobrevenirles, no son tan compasivos» (II-II.30.2). La misericordia efectiva, en cambio, es algo que hacemos, una acción positiva por el bien de otro; es actuar, poner en acto, el bien para el prójimo.
Los tomistas diríamos que en esta vida hay tres formas principales de miseria, a saber. La primera miseria es aquella que contradice nuestro natural amor a la vida: como la enfermedad, la pobreza o cualquier dolencia que aflige nuestro cuerpo o espíritu. Estas cosas nos hacen sufrir porque, por naturaleza, deseamos vivir bien y en paz. La segunda miseria es aquella que nos hiere de manera inesperada, como un accidente o una calamidad repentina. Nos golpea cuando menos lo esperamos y nos recuerda la fragilidad de nuestra condición humana. La tercera, y más amarga de todas, es cuando alguien que busca sinceramente el bien se encuentra, en cambio, con un mal abrumador. Este tipo de sufrimiento es más doloroso porque recae sobre personas inocentes y virtuosas, aquellas que de ninguna manera lo merecen. Es, pues, una gran prueba para el alma.Ante tanta miseria, el corazón humano debe ser movido a la misericordia. Esta virtud, si ha de ser verdadera, debe tener dos cualidades: Primero, debe fundarse en la razón recta. Es decir, no basta con sentir compasión; debemos conocer verdaderamente el sufrimiento ajeno y discernir cuál es el verdadero bien para el prójimo. Segundo, la misericordia debe llevarnos a actuar. No es suficiente lamentar el dolor del otro; debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para aliviarlo. De lo contrario, nuestra misericordia será vana.