¿Qué hay detrás de toda esa aparente felicidad de redes sociales? La felicidad disfraza depresión y el amor más explosivo puede ser en casa, una zona de guerra. Las redes pueden ser auténticas máscaras que vuelven la intimidad en contenido y la cotidianidad, en un reality show. Horacio Giusto lo desarrolla desde la filosofía: ¿cómo es el amor en los tiempos de Instagram?
Por: Horacio Giusto
Dijera una vez Byung Chul-Han: “La adicción a las selfies no genera amor propio, es una autorreferencia narcisista. Los selfies son superficies hermosas de un yo vacío y completamente inseguro. Para escapar del vacío insoportable, usan un teléfono inteligente. Los selfies son superficies lisas que ponen el self vacío en una luz agradable por un corto tiempo. Pero si los das vuelta, te encuentras con las heridas cubiertas de heridas que sangran. Entonces las heridas son el rostro de los selfies.”
Según Han, la proliferación de selfies no refleja amor propio genuino, sino una forma de autorreferencia narcisista que intensifica la sensación de vacío interior. Han distingue entre el amor propio saludable y el narcisismo. Mientras que el amor propio implica una relación equilibrada con uno mismo y con los demás, el narcisismo desdibuja los límites entre el yo y el otro, llevando a una autoabsorción que elimina la alteridad necesaria para una identidad estable. El filósofo señala que en la sociedad actual, las energías libidinales se centran excesivamente en el ego, lo que denomina “Ichlibido”. Esta concentración en el yo, impulsada por imperativos sociales como la autenticidad y el rendimiento, conduce a una autoexplotación constante y a una búsqueda incesante de validación externa.
El narcisismo digital y el culto al selfie encuentra un eco inquietante en lo que es “el amor en tiempos de Instagram”. Es que tanto el yo, como la pareja que hace a la propiedad del yo, se proyectan en la progresiva “estetización” y mercantilización de la vida íntima en la era de la hipervisibilidad. Según el estudio Digital 2019: Global Digital Overview, Instagram —la red social de crecimiento más vertiginoso, con más de mil millones de usuarios mensuales, mayoritariamente jóvenes entre 18 y 34 años— no solo sirve como escaparate de vidas deseables, sino como el nuevo escenario donde el amor se negocia, se representa y se vigila.
Investigaciones como la de Tania Rodríguez Salazar y Zeyda Rodríguez Morales, desde la Universidad de Guadalajara, revelan que el amor contemporáneo ha sido absorbido por la lógica digital: una tensión entre libertad y control. Las redes amplían nuestras posibilidades afectivas, sí, pero también refuerzan antiguos patrones de dominación emocional. Se observa una vigilancia constante disfrazada de interés, celos romantizados y actos de control que los jóvenes naturalizan —sin demasiada autocrítica— como parte del ritual amoroso.
El amor, antes concebido como un vínculo íntimo, se ha convertido en un fenómeno regulado por normas invisibles impuestas por la cultura digital. Ya no basta con amar: hay que demostrarlo públicamente, rastrear al otro, validar afectos con likes. Así, lo que parecía una revolución afectiva puede estar produciendo, en silencio, nuevas formas de sujeción emocional. En ese sentido, Han diagnostica una sociedad en la que la identidad se construye en función del reconocimiento visual, donde el selfie no es un simple autorretrato, sino una herramienta de validación externa; así también, el amor es algo que sólo se valida por el reconocimiento en Instagram a través de comentarios positivos y likes. En esta lógica, tanto el yo como la pareja, se convierten en espectáculo, y el otro, en mero espectador. Esta exposición constante —aparentemente voluntaria— encierra una paradoja: cuanto más nos mostramos, más nos alejamos de una experiencia auténtica de nosotros mismos. No hay diálogo con la alteridad, sino una repetición de la misma imagen, del mismo deseo de ser visto y aprobado.
Mutilado el “yo”, también se mutila la pareja y por ello hay hoy una mutación del amor: ya no como vínculo ético, sino una performance, un postureo romántico que detrás de selfies hermosas se esconde una relación vacía. El amor se “estetiza”, se vuelve contenido. Las relaciones se presentan ahora como vitrinas cuidadosamente curadas donde lo importante no es amar, sino parecer que se ama. La pareja se transforma en símbolo de estatus afectivo, en una narrativa visual que busca likes y aprobación. El “postureo romántico” no es más que una forma sofisticada de autoexplotación emocional: se mercadea la intimidad para mantener una imagen acorde a los cánones de la deseabilidad social.
Lamentablemente la tecnología ha transformado nuestras formas de mostrarnos y de vincularnos, convirtiendo incluso el amor en un acto performativo para la mirada del Otro, no ya como alteridad significativa, sino como audiencia. La autenticidad es reemplazada por la estrategia, la verdad por la estética, y el deseo por la necesidad de agradar. En este marco, la moral y el amor devienen gestos públicos, no actos interiores. Lo que se exhibe como libertad y amor no es más que una nueva forma de control: la del sujeto que no puede dejar de exponerse, amar públicamente y posar éticamente, en busca de una aceptación que nunca se colma. La era digital no ha eliminado la esclavitud: simplemente la ha hecho voluntaria y fotogénica.