Aunque algunos aseguran que tatuarse es pecado citando fuera de contexto versículos del Antiguo Testamento, la Iglesia Católica no prohíbe los tatuajes. Lejos del literalismo, el Magisterio distingue entre normas morales universales y preceptos ya cumplidos en Cristo. Este artículo desmonta los mitos, expone ejemplos históricos de tatuajes cristianos y recuerda que la fe no se reduce a reglamentos estéticos ni a juicios farisaicos.
Por: Lupe Batallán
A cada época le corresponde un fariseísmo. En esta, son los que se pasean por redes sociales con una Biblia en mano —generalmente protestante y/o mal interpretada— para señalar que un tatuaje es pecado, profano o antibíblico. Repitan de memoria Levítico 19,28: “No se hagan heridas en el cuerpo por un muerto, ni tatuajes en la piel”, y creen haber hecho Teología moral. El problema es que eso no es doctrina católica ni moral cristiana ni siquiera una lectura honesta de las Sagradas Escrituras. Es sencillamente literalismo mal digerido y arrogancia.
En pocas palabras: la Iglesia Católica no prohíbe los tatuajes, ni en el Catecismo ni en el Derecho Canónico ni en los documentos del Magisterio. Y la Iglesia no lo hace por una razón muy sencilla: porque el cuerpo humano no es idolatrado, pero tampoco despreciado. ¿Es templo del Espíritu Santo? Sí, pero también es portador de cultura, de historia, de belleza, de expresión. Y la Iglesia, desde hace siglos, distingue entre moral universal y preceptos disciplinarios del Antiguo Testamento que fueron plenos en Cristo.
Porque si vamos a ponernos puntillosos: Levítico también prohíbe comer cerdo (11,7), mezclar telas (19,19), tocar a una mujer menstruante (15,19-24) o cortarse la barba (19,27). ¿Eso también lo vamos a imponer como ley eterna? A nadie se le ocurriría hacerlo porque la Iglesia no es literalista. No seguimos la Torá como los judíos ni reducimos la Biblia a un código penal como hacen muchos protestantes. La moral cristiana se construye sobre la ley natural, la razón iluminada por la Fe y el Magisterio vivo, no sobre una cita descontextualizada del Levítico.
Y si hace falta recordar hasta qué punto la historia de la Iglesia desmiente esta manía puritana, bastan algunos ejemplos. Entre los primeros: los cristianos coptos en Egipto, perseguidos durante siglos, que se tatuaban pequeñas cruces en la muñeca para identificarse como seguidores de Cristo. Hoy todavía lo hacen, como signo indeleble de su Fe. En segundo lugar, encontramos que durante los siglos XVI al XVIII, muchos peregrinos que llegaban a Tierra Santa —incluidos católicos latinos— se tatuaban el rostro de Cristo, la cruz o frases en latín como señal de su peregrinación. También en algunos contextos de persecución, hubo cristianos que se grabaron símbolos religiosos en la piel como acto de resistencia espiritual. No era rebeldía ni capricho: era martirio voluntario. Era Fe encarnada, el cuerpo marcado como testimonio. Por eso, decir que tatuarse es pecado no es solo una aberración doctrinal, es un insulto a los santos anónimos que entregaron hasta su piel por no negar a Cristo. Quien reduce el Evangelio a un reglamento estético traiciona la memoria de quienes se tatuaron el amor cuando ya no les quedaba otra cosa que ofrecer.
Ahora bien, que no esté prohibido no significa que todo tatuaje sea prudente. La Iglesia no censura pero tampoco obliga, el discernimiento existe. Si una persona se graba en la piel símbolos satánicos, obscenos o provoca escándalo con imágenes deliberadamente ofensivas, claramente está faltando a la caridad o incluso a la virtud. Pero no por el tatuaje en sí, sino por el contenido, el contexto o la intención. Lo mismo pasa con la ropa: no todo bikini es impúdico ni todo velo es casto. Depende, siempre depende.
El propio Papa Francisco dijo que los tatuajes no deben ser temidos, sino que pueden ser un modo de diálogo con los jóvenes. Lo dijo en 2018, hablando con religiosos y consagrados sobre cómo acercarse al mundo juvenil. Y no estaba “relajando la moral”, estaba mostrando que el cristianismo no es una lista de prohibiciones sino un encuentro con la verdad que libera. Porque la Iglesia es madre, no policía.
Por su parte, el Catecismo, en el punto 2297, menciona las mutilaciones voluntarias, pero ahí se habla de prácticas que lesionan gravemente el cuerpo por odio, desesperación o superstición. Un tatuaje no entra en esa categoría, a menos que se use para degradar el cuerpo o promover el pecado. Hay soldados que se tatuaban cruces antes de ir a la guerra, hay católicos que se graban a sus santos o frases de oración. ¿También vamos a decir que ellos “profanaron el templo del Espíritu Santo”? Bajo ningún concepto, eso no es celo: es necedad.
Lo que no podemos permitirnos como católicos es que la ignorancia religiosa y el puritanismo moral se transforme en vara para juzgar a los demás. En resumen: la Iglesia no prohíbe tatuarse. Lo que condena es el desprecio por el cuerpo, la banalización del alma o la idolatría del ego. Si tu tatuaje nace del amor, del arte, de la historia o incluso de una cicatriz que decidiste resignificar, no tenés que justificarte ante nadie. No le debés explicación a ningún fariseo con Biblia evangélica y corazón cerrado.