¿Se puede hablar de santidad ignorando la salud mental? Este artículo desmonta prejuicios aún presentes en sectores católicos, recordando que la oración no reemplaza el trabajo psicológico ni niega la necesidad de sanar las heridas del alma. Desde una mirada fiel a la doctrina, se reafirma que la Fe y la razón no se oponen, y que negar la psicología es, en realidad, una forma de fideísmo condenado por la Iglesia.
Por: Lupe Batallán
Mientras en los últimos años el debate sobre la salud mental ha ganado protagonismo en la esfera pública, todavía hay sectores de la Iglesia Católica que se resisten a abordarlo con la seriedad que merece. Son numerosos los prejuicios dentro del mundo católico que dificultan una verdadera comprensión del sufrimiento psíquico, dando como resultado que estén a la hora del día afirmaciones como “con oración alcanza”, “la ansiedad es falta de confianza en Dios” o incluso que acudir a terapia equivale a desconfiar de la Gracia. Esta visión no refleja la doctrina de la Iglesia, pero sí constituye una expresión concreta del fideísmo que aún circula entre fieles mal formados.
En ese sentido, el fideísmo, condenado por la Iglesia desde 1864, es una herejía que consiste en absolutizar la Fe, negando el valor de la razón y de los medios naturales de conocimiento. En el plano de la salud mental, esto se traduce como una espiritualización indebida de todo malestar psíquico y en una desconfianza sistemática hacia la psicología. Dicha postura, lejos de ser un signo de virtud, representa una negación práctica de la propia antropología cristiana, que concibe al ser humano como una unidad de cuerpo, alma y mente, abierto tanto a la Gracia como al trabajo interior.
Asimismo, el Catecismo es claro: “la Fe nunca contradice la razón” (CEC 159). La Gracia no suprime la naturaleza, sino que la presupone y la perfecciona. Por lo tanto, desconocer el valor legítimo de la psicología es una forma de despreciar los medios que la Providencia misma ha puesto al servicio del bien humano. Porque rezar es fundamental, pero no reemplaza el proceso de integrar heridas, revisar vínculos, asumir el dolor o reconstruir la voluntad dañada. La oración puede sostener e iluminar el camino, pero no exime del trabajo personal ni sustituye el orden afectivo y cognitivo necesario para vivir con libertad. Pensar lo contrario sería equivalente a que un enfermo de cáncer se negara a recibir tratamiento médico porque cree que todo se resuelve con oración. Al respecto, la Iglesia nos enseña que Dios puede conceder cualquier tipo de milagro, incluso a través de medios inesperados o personas sin Fe; pero el hecho de que pueda hacerlo no significa que debamos prescindir de los medios humanos disponibles. Como bien lo resume la espiritualidad ignaciana: “Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios”.
A este punto, se le suma otro igual de nocivo: las afirmaciones que se presentan como prueba irrefutable, de quienes aseguran que su depresión se curó solo con oración. Si bien no debe desacreditarse la experiencia de quienes han encontrado alivio profundo en su vida espiritual o de aquellos, incluso, que hayan podido ser privilegiados de un milagro; es necesario hacer una distinción crítica: muchas veces, lo que en el lenguaje común se llama “depresión” no corresponde a un trastorno depresivo mayor clínicamente diagnosticado, sino a un episodio depresivo leve o a una etapa anímica difícil de tristeza que puede resolverse naturalmente con el tiempo, el consuelo espiritual y un entorno protector. La confusión entre estados transitorios de tristeza y cuadros clínicos es frecuente, y lleva a validar generalizaciones que, aunque ciertas en algunos casos, resultan profundamente dañinas cuando se imponen como norma. Esta confusión refuerza la idea de que quien no logra “salir adelante” rezando carece de Fe suficiente, cuando en realidad puede estar atravesando un cuadro que requiere también intervención psicológica o psiquiátrica. De modo que no sólo no genera alivio en el sufriente, sino que además constituye una falta de caridad enorme.
Atribuirle al sufrimiento psíquico como única causa la falta de Fe es desconocer por completo que figuras como Santa Teresita del Niño Jesús, San Juan de la Cruz o incluso Cristo mismo, en la angustia de Getsemaní, muestran que el sufrimiento interior no desaparece por el solo hecho de creer. La vida espiritual no anula la vulnerabilidad psíquica. Atribuir toda tristeza, ansiedad o bloqueo emocional a una supuesta debilidad espiritual es una forma de negar la complejidad real del alma humana.
También es importante distinguir entre psicologías incompatibles con la Fe, por su visión reductiva del hombre o su negación de la verdad moral, y las múltiples escuelas y profesionales que trabajan desde una antropología respetuosa del cristianismo. Existen psicólogos católicos y terapeutas no creyentes que respetan profundamente la libertad, la verdad y la dimensión trascendente de la persona. Rechazar la ayuda psicológica por sistema es una forma de encubrimiento espiritual: se evita mirar lo que duele, se niega la herida y, en consecuencia, se posterga la sanación.
Sobre esto Santiago García, representante de Veritas in Caritate Institute, una red de psicólogos católicos, comenta lo siguiente:
“Ni los traumas son solo químicos cerebrales, ni la esperanza es un mero mecanismo de supervivencia. El ser humano grita en silencio: ¿Para qué sufro? ¿Qué hago acá? La Fe responde a ese grito con algo que los manuales no contienen: un porqué. Combinar psicología y Fe es esencial porque nos permite vernos como Dios nos ve: completos, complejos y profundamente amados. Atender a la dimensión espiritual no es un lujo, sino una necesidad para quienes buscan una salud mental que no se quede en la superficie, sino que toque el corazón del ser humano. En este camino, la mente encuentra claridad, el cuerpo, descanso, y el espíritu, su hogar”.
De modo que negarse a pedir ayuda no es un signo de santidad. A veces es miedo, otras veces soberbia, otras simplemente ignorancia. Pero en ningún caso es virtud. Tampoco lo es hacer pasar el sufrimiento psíquico como una “cruz” que debe soportarse sin comprender ni integrar. El dolor tiene sentido cuando se asume desde la verdad, no cuando se idealiza desde el autoengaño.
Por su parte, la religiosidad ha demostrado ser, en numerosos estudios internacionales, un factor protector clave en los procesos de salud mental. Una de las compilaciones más citadas sobre religión y salud concluye que más del 80% de los estudios examinados encontraron una asociación positiva entre la práctica religiosa y el bienestar psicológico. A su vez, datos de Gallup de 2022, muestran que las personas que asisten regularmente a servicios religiosos reportan mayores niveles de satisfacción con la vida y menor prevalencia de depresión que el promedio de la población. Incluso desde la epidemiología, se ha registrado que la participación religiosa frecuente se asocia con menores tasas de suicidio, abuso de sustancias y comportamientos autodestructivos.
Frente a toda esta evidencia, resulta incoherente que precisamente desde ambientes confesionales surjan los mayores obstáculos a la integración de la Fe con un abordaje psicológico serio. La Iglesia, que históricamente ha sido refugio de almas heridas, no puede hoy convertirse en un factor que inhiba o demore el acceso a recursos legítimos para la sanación interior.