La vocación musical se ha venido a menos en una época de posmodernidad y relativismo, en el que el globalismo progresista llama “arte” a cualquier cosa y pretende destruir la belleza a toda costa. Es ahí donde aparecen testimonios de amor como el de la Santa patrona de los músicos y la importancia de unir los talentos a Dios para que Él los perfeccione en su infinita misericordia.
El martirio de Santa Cecilia, patrona de los músicos, fue sumamente horroroso. La trataron de ahogar, pero ella seguía cantando a Dios con fe y devoción. La ilustran con un órgano, aunque muy posiblemente haya tocado otros instrumentos. Ella fue canonizada por haber “demostrado una atracción irresistible hacia los acordes melodiosos de los instrumentos. Su espíritu sensible y apasionado por este arte convirtió así su nombre en símbolo de la música”.
“El que canta, ora dos veces”, como dice San Agustín. La voz es finalmente el instrumento humano más impresionante de todos, porque se genera del cuerpo de la cumbre de la creación de Dios. ¿Qué sucede cuando los cantos se hacen en misa y más aún, cuando acompañan como presencia angelical la palabra de Dios y la Eucaristía? ¿No es una forma de servir, acaso? ¿No es un profundo acto de amor ofrecerle música a Nuestro Señor?
Ahora pensemos en cantos gregorianos, esos que acompañan de manera sublime las misas más bellas. Según el portal QNTLC: “Si bien ningún devoto de la vieja liturgia la prefiere o debería preferirla sólo por su belleza, no hay que negar el valor cultural y estético del rito tradicional. De hecho, en 1971 influyentes figuras de la cultura (incluyendo a no católicos e incluso a no cristianos), basados en fundamentos culturales, apelaron al papa Pablo VI, para que se preservara el viejo rito. En su pedido, publicado en The Times de Londres (15 de julio de 1971), decían que «El rito en cuestión, en su magnífico texto latino, ha inspirado un sinnúmero de inapreciables logros en las artes – no sólo textos místicos, sino trabajos de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores, de todos los países y épocas«. Asistir a una Misa solemne tradicional, repleta de vestiduras de hechura exquisita y con canto gregoriano, constituye, en efecto, una experiencia conmovedora”.
La USCCB señala la importancia del canto en la misa.
39. Exhorta el Apóstol a los fieles que se reúnen esperando la venida de su Señor que canten todos juntos con salmos, himnos y cánticos espirituales (cfr. Col 3, 16). El canto es una señal del gozo del corazón (cfr. Hech 2, 46). De ahí que san Agustín diga con razón: “Cantar es propio de quien ama”; y viene de tiempos muy antiguos el famoso proverbio: “Quien bien canta, ora dos veces”.
40. Téngase, por consiguiente, en gran estima el uso del canto en la celebración de la Misa, siempre teniendo en cuenta el carácter de cada pueblo y las posibilidades de cada asamblea litúrgica. Aunque no es siempre necesario usar el canto, por ejemplo en las Misas feriales, para todos los textos que de suyo se destinan a ser cantados, se debe procurar que por ningún motivo falte el canto de los ministros y del pueblo en las celebraciones que se llevan a cabo los domingos y fiestas de precepto.
Al hacer la selección de lo que de hecho se va a cantar, se dará la preferencia a las partes que tienen mayor importancia, sobre todo a aquellas que deben cantar el sacerdote o el diácono o el lector, con respuesta del pueblo, o el sacerdote y el pueblo al mismo tiempo.
41. El canto gregoriano, en igualdad de circunstancias, obtenga el lugar principal en cuanto propio de la Liturgia romana. Otros géneros de música sagrada, sobre todo la polifonía, de ningún modo se excluyen, con tal que respondan al espíritu de la acción litúrgica y favorezcan la participación de todos los fieles.
Y, ya que es cada día más frecuente el encuentro de fieles de diversas nacionalidades, conviene que esos mismos fieles sepan cantar todos a una en latín algunas de las partes del Ordinario de la Misa, sobre todo el símbolo de la fe y la Oración dominical en sus melodías más fáciles.
El Arzobispo de Río de Janeiro Eusébio Scheid, dijo ver la música como un apostolado y medio para predicar la Palabra y evangelizar a través de la sublimidad de la composición. El purpurado recuerda que «tenemos también, entre nuestros compositores populares, validísimos predicadores de la Palabra cantada, que desarrollan una excelente obra de evangelización a través de la música».
Pero se trata «de un campo que requiere una atención constante -advierte- en el sentido de que jamás se debe abdicar de la calidad, porque la música mediocre, con palabras banales o hasta erróneas, no evangeliza a nadie»; «como mucho, se convierte en un medio de distracción superficial».
Subraya el purpurado que «la sublimidad de la música refleja la trascendencia que, entre todas las criaturas, sólo el ser humano es capaz de desear, porque ha sido creado para esto por Dios».
Y Él «es armonía plena», sin disonancias; «nosotros formamos parte de un gran concierto universal, dirigido por el Divino Director», escribe el cardenal Scheid.
De Dios, armonía «plena, perfecta», «los grandes músicos logran sacar la inspiración, traduciendo en sus composiciones algo de la Perfección Infinita», reconoce. En efecto, según el purpurado, muchos de los compositores geniales de la historia destacan también en la música sacra.
Ésta «tiene el don de acercarnos más íntimamente a Dios, porque pone la inspiración, recibida de Él, en función de la alabanza de su gloria», subraya.
Una base de música sacra se puede encontrar en los propios Salmos, un término (en hebreo «mizmor») que, como recuerda el purpurado, significa un tipo de canto, del cual la Biblia registra 150 composiciones.
«En la Sagrada Escritura la música parece destinada a la alabanza de Dios. Éste es el gran ideal. No se excluyen, sin embargo -precisa-, las fiestas, también con bailes, las celebraciones»; «la Biblia nos da una panorámica completa de la música y del canto original de Israel».
Por su parte «el canto de alabanza es una oración modulada, armoniosa. Quien cultiva la costumbre de orar desarrolla ya la armonía interior de la propia actitud de hablar con Dios. Si logra poner esto en canto, o en música, mejor todavía», expresa el cardenal Scheid.
Y admite su expectativa: «En el cielo oiremos mucha música: más sublime, más extraordinaria que cualquier música que conozcamos, divina… Será una de las expresiones de nuestra felicidad plena, en la comunión eterna con Dios».
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Foto: marius-masalar/unsplash